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En el jardín del 31 de Alverbury Road que daba a la calle alguien había segado un poco la hierba y podado el seto de ligustros. Ambas tareas parecían haber sido realizadas con unas tijeras de jardín desafiladas. Desde el punto de vista doméstico, Rodney Williams había sido útil al menos en un aspecto: había mantenido el jardín arreglado.

Sara salió a abrirle la puerta. Wexford no esperaba que fuera ella y se quedó algo desconcertado. Habría preferido darle la noticia a su madre a solas. Aunque el curso académico no había concluido todavía, los exámenes para el bachillerato superior ya habían terminado y, si ella ya los había hecho, quizá no tuviera motivos para ir a la escuela.

Llevaba una camiseta blanca de manga corta, de modo que en los brazos y manos se le veían los dibujos de rotulador. Tenía de nuevo una serpiente verde, y también una mariposa con cara de niño pequeño, una mujer cuervo con pechos agresivos y alas erectas que resultaban un tanto obscenos en aquellos suaves, dorados y redondeados brazos de niña.

– ¿Está tu madre en casa?

Ella asintió. ¿Le habría delatado el tono de voz? Mientras avanzaban por el corto pasillo hasta la puerta de la cocina, le miró de soslayo, con expresión de temor.

Joy Williams no se esperaba nada. Sobre la mesa a la que estaba sentada se veían los restos de una comida para dos. Alzó la vista con un gesto interrogativo un tamo desagradable. Habían comido pescado congelado con Judías de lata: una combinación poco acertada, pensó Wexford. Si sabía en qué había consistido su comida era por la cantidad que Sara había dejado en su plato. Joy había estado leyendo una de esas revistas para mujeres en las que se pueden encontrar tanto comentarios adulatorios acerca de la realeza como instrucciones para hacer cubreteteras de ganchillo. La tenía apoyada contra la botella de salsa de soja, un lastimoso artículo de importación que seguramente habría introducido Sara. ¿Qué hace una hija por su madre en una situación semejante? ¿Acercarse a ella y abrazarla? ¿Permanecer cuando menos a su lado? Lo que Sara hizo fue ir al fregadero, darles la espalda y mirar por la ventana que había encima de éste la hierba, la cerca y los raquíticos manzanos.

Wexford le dijo a Joy que habían encontrado a su marido. El cadáver de su marido. Más no podía decirle, ya que aquello era todo lo que sabía. La muchacha encogió espasmódicamente los hombros. La señora Williams se inclinó sobre la mesa y se llevó la mano pesadamente a la boca. Se quedó sentada de aquel modo durante unos segundos. La tetera que había al fuego empezó a silbar. Sara dio media vuelta, apagó el gas y miró a su madre con la boca torcida como si le dolieran las muelas.

– ¿Quiere café? -preguntó Joy a Wexford.

El inspector rehusó con la cabeza. Sara preparó dos tazas de café instantáneo; una tenía una gran S a un lado y la otra la cabeza de la princesa de Gales. Joy se puso azúcar en la suya, una cucharada, y luego, después de pensárselo, otra más.

– ¿Tengo que ir a verlo?

– Su cuñado ya lo ha identificado.

– ¿John?

– ¿Tiene otros cuñados, señora Williams?

– Rod tiene un hermano en Bath. O tenía, mejor dicho. Lo que quiero decir es que él está todavía vivo, que yo sepa, y Rod no.

– Mamá -exclamó Sara-, por favor…

– ¡Tú cierra la boca, mocosa!

No volvió a pronunciar una palabra, pero siguió gritando y dando golpes con los puños sobre la mesa, de tal manera que la taza se cayó y rompió, derramando el café por toda la estera de fibra de coco que había en el suelo. Joy siguió gritando hasta que Sara le dio una bofetada. Ya reaccionaba como un medico: sabía mantener la calma en un caso de emergencia. Wexford sabía muy bien que él no podía hacer una cosa así. En una ocasión había dado una bofetada a una mujer histérica y luego había sido amenazado con una demanda por agresión.

– ¿A quién podemos llamar para que venga a hacerle compañía? -preguntó. ¿A la señora Milvey? Pensó en Dora y descartó la idea.

– No tiene amigas. Espero que mi tía Hope pueda venir.

Se refería a la señora Harmer sin duda. Hope y Joy. Dios mío, pensó. [3] Aunque la muchacha estaba ahora sentada al lado de su madre, cogiéndole de la mano, mientras ésta se reclinaba, agotada, contra la silla, dejando caer la cabeza por encima del respaldo de la silla al tiempo que las lágrimas brotaban silenciosamente de sus ojos, Wexford veía que aquello era todo lo que Sara podía hacer para dominar su repugnancia. Estaba casi temblando de asco. La necesidad de separarse la una de la otra era mutua. Sara estaba impaciente por que llegaran los resultados de los exámenes, la confirmación de que la aceptaban en la facultad de St. Biddulph, el mes de octubre y el comienzo de las clases. Tenía verdaderas ganas de irse.

– Ya me quedo yo -dijo con un tono teñido de estoicismo-. Le daré un par de valiums, y le buscaré algo interesante en la televisión.

La panacea a la que siempre se podía recurrir.

Era demasiado tarde para ir a comer. Podía pedir que le trajeran un sándwich del comedor y comérselo en el despacho con Burden. Había dicho que vería a la prensa a las 2.30. Bueno, al joven Varney, que trabajaba en el periódico local y era el corresponsal de la prensa nacional.

En el patio de la comisaría había una camioneta de TV South; un equipo de cámara saliendo de ella.

– Han estado en el bosque haciendo tomas de la tumba y de Fitzgerald y su perro -le dijo Burden-. Ahora quieren unas tomas de usted.

– Bien. Así podré dar un aviso a todas las personas que hayan visto ese coche aparcado. -A Wexford le vino a la cabeza una idea menos halagüeña-.. No querrán maquillarme, ¿verdad? -No había salido nunca por televisión.

Burden le miró hoscamente, encogiendo los hombros en un gesto de indiferencia ante cualquier eventualidad.

– No se va a hundir el mundo si lo hacen, ¿no?

No hay mejor momento que el presente, incluso si el presente duraba los diez minutos que faltaban para su primera aparición en televisión.

– ¿Y qué ha ocurrido para que se hunda el tuyo, Mike?

Burden apartó la mirada y murmuró algo que Wexford no alcanzó a oír y tuvo que pedirle que repitiera.

– He dicho que supongo que debería decirte qué sucede.

– Sí. Me gustaría saberlo.

Wexford miró a Burden y observó por primera vez que tenía canas entre sus rubios cabellos.

– Tenéis algún problema con el niño, ¿no?

– Exacto. -La voz de Burden sonó inexpresiva-. Según Jenny, que conste. Yo opino de forma diferente. -De pronto soltó una risotada-. Es una niña.

– ¡¿Qué?!

En ese momento sonó el teléfono de Wexford. Cogió el auricular. TV South, el Kingsmarkham Courier y dos periodistas más estaban esperándole abajo. Burden ya se había ido, cerrando la puerta silenciosamente al salir.

8

Estaba poniendo en la mesa la cristalería y la cubertería que les habían regalado por su matrimonio. El mantel de encaje lo habían comprado en Venecia, donde habían ido en sus primeras vacaciones después de la luna de miel. La vida doméstica le había encantado cuando, nada más enterarse de que estaba embarazada, había dejado la enseñanza. Era la novedad, por supuesto, el hecho de estar en casa todo el día, el jugar a papas y mamas. A partir de entonces se había vuelto indiferente, indiferente a todo. Excepto a la niña, a la que detestaba.

A veces, andando por la casa después de que Mike se hubiera ido a trabajar, pasando el aspirador y poniendo todo en orden, las lágrimas le corrían por las mejillas. Lloraba porque no podía creerse que ella, que había suspirado por un hijo, odiara al que llevaba en su vientre. Todo esto se lo había contado a la psiquiatra en la segunda sesión a la que había acudido. Ella le había escuchado en un silencio casi absoluto. En cierto momento le había dicho: «¿Por qué dice eso?», y en otro: «Continúe», pero por lo demás se había limitado a escucharle con interés y amabilidad.

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[3] Hope en inglés significa esperanza. (N. del T.)