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Había sido Mike quien se lo había sugerido. Como Mike solía mofarse de la psiquiatría, para ella había sido toda una sorpresa, hasta el punto de que había dicho sí sin siquiera poner reparos. Al menos era un lugar adonde ir, algo que hacer que no fuera permanecer sentada en casa dándole vueltas al futuro, a su matrimonio y al hijo que no quería, o llorando, por supuesto, algo que no podía evitar cuando recordaba (que era lo que siempre hacía) la vida que había llevado antes, cuando los días parecían demasiado cortos, cuando daba clases de historia a los estudiantes de sexto curso de secundaria de Haldon Finch, cuando tocaba el violín en una orquesta e iba a un curso avanzado de arte.

Jenny se despreciaba a sí misma, pero esto no cambiaba nada. La autocompasión le ponía enferma.

El ruido que hacía Mike con la llave al llegar a casa, esa señal que desde siempre había hecho que a uno se le detuviera el corazón, esa prueba de la constancia del amor, no servía más que para inspirarle cierto temor ante la noche que se avecinaba. Él entraba en la habitación y la besaba. Todavía lo hacía.

– ¿Cómo te ha ido en la consulta?

A ella le molestaban sus prisas. Quería que se curara, pensaba, para que la vida volviera a la normalidad. ¿Qué esperaba? ¿Que dos sencillas lecciones obraran un milagro?

Se sentó. Sentarse siempre le hacía sentirse algo mejor, ya que de aquel modo el bulto no saltaba tanto a la vista. Además, gracias a Dios, la niña estaba quieta, y no dando vueltas y patadas.

– No permitas que ese psiquiatra te dé drogas.

– Es una mujer.

Sentía ganas de desternillarse. ¡Qué ironía! Ella era profesora, aquella mujer era psiquiatra y Pat, la hija de Mike, estaba a punto de obtener el título de dentista. ¿Y cómo reaccionaba ella? Como si fuera un cero a la izquierda, como una esposa secundaria en un harén. Y todo porque iba a ser niña.

Le sirvió algo para beber, un zumo de naranja con Perrier. Él se había servido un whisky, doble, y luego se serviría otro. Hasta hacía poco no había necesitado una copa al llegar a casa. Lo miró, deseando tener ánimo para tocarle un brazo o cogerle la mano. Pero una apatía más poderosa que todas sus fuerzas la frenaba.

– Mike -dijo, por enésima vez-, no puedo evitarlo, Ojalá pudiera. Lo he intentado.

– Eso dices, pero no lo comprendo. No alcanzo a comprenderlo.

A media voz, bajando la mirada, ella dijo:

– Yo tampoco alcanzo a comprenderlo. -La niña empezó a moverse. Al principio dio sólo unas ligeras sacudidas, pero luego le pegó una fuerte patada que le hizo sentir acidez de estómago. Entonces exclamó-: ¡Ojalá no me lo hubieran hecho, por Dios! Ojalá no les hubiera permitido que me lo hicieran. No deberían habérmelo dicho. ¿Por qué les dejé? Si no me hubiera enterado, ahora seguiría siendo feliz. Habría tenido a mi hijo sin importarme que fuera niño o niña. Me habría sentido satisfecha con que estuviera sano. Ni siquiera deseaba especialmente tener un niño, o por lo menos no sabía que lo deseara. No me importaba lo que fuera, pero ahora que lo sé no puedo soportarlo. No puedo pasar por todo esto y por el trabajo y el dolor y las molestias y el hecho de tenerlo y de pasar mi vida con él, a su lado, si va a ser una niña.

Burden ya había oído aquello antes. Tenía la sensación de que Jenny se lo decía todas las noches. Volvía a casa para encontrarse con aquello. Con ligeras variaciones, modificaciones y cambios de expresión, aquello era lo que Jenny le repetía, cada noche. Luego se quedaba exánime o se echaba a llorar o se recostaba en su butaca, agotada, hasta que se iba a la cama, cada vez más temprano a medida que pasaban las semanas. Él le había preguntado infructuosamente por qué tenía semejante prejuicio contra las niñas; ella, que era feminista, que estaba a favor del movimiento en defensa de la mujer, que expresaba su predilección por las hijas pequeñas de sus amigas, que se llevaba mejor con su hijastra que con su hijastro, que afirmaba preferir dar clases a chicas que a chicos.

Ella ignoraba el motivo. Sólo sabía que así se sentía. Su embarazo, que durante tanto tiempo había deseado y que en principio había aceptado encantada, la había desquiciado. Lo peor era que él también empezaba a detestar a la niña que aún no había nacido y a desear que nunca hubiera sido concebida.

La vinatería era un lugar oscuro y fresco. La restauración de una antigua casa de Queen Street, Kingsmarkham, había permitido descubrir y abrir al público sus cavernosos sótanos. El propietario se había resistido a decorarlo con vigas descubiertas, pastiches medievales, escopetas antiguas y calentadores de cobre. Se había limitado a pintar de blanco los amplios arcos achatados, embaldosar el suelo y amueblar el establecimiento con mesas y sillas de pino de tono oscuro.

Wexford y Burden se habían habituado a almorzar en el Old Cellar un par de veces por semana. El lugar tenía la virtud de que en los días fríos hacía una buena temperatura en su interior y en los calurosos como aquél era fresco. La comida consistía en quiche con ensalada, caballa ahumada, ensalada de col pastel de carne de cerdo, quiche, quiche y más quiche.

– ¿Que servirían en estos sitios antes de que se pusiera de moda el quiche? Quiero decir, no ha pasado tanto tiempo desde que un inglés podía decir que no sabía lo que era el quiche.

– El inglés siempre ha comido quiche -respondió Wexford- Lo que pasa es que lo llamaba tarta de queso con cebolla.

Había llevado los periódicos de la mañana. El Kingsmarkham Courier era semanal y no saldría hasta el viernes. Los diarios nacionales no habían dedicado mas que un párrafo al hallazgo del cadáver de Rodney Williams y habían omitido todos los detalles que a buen seguro les había proporcionado Varney. El Daily Telegraph indicaba simplemente que el cadáver de un hombre que más tarde sería identificado como Rodney Williams, representante comercial de Kingsmarkham, Sussex, había sido hallado en una tumba poco profunda. No se decía nada sobre W sus hijos, su trabajo en Sevensmith Harding o el hecho de que hubiera estado desaparecido durante dos meses. A él, Wexford, le habían sacado por televisión, en efecto, pero sólo en el espacio regional que emitían después de las noticias y sólo durante 45 segundos de la media hora que habían grabado de película.

Los cadáveres de hombres de mediana edad no eran noticia como los de mujeres y niños. Las mujeres eran siempre noticia. Quizá dejaran de serlo el día en que consiguieran que se reconociera su igualdad así como sus derechos. Una teoría interesante que le recordaba…

– Ibas a contarme algo cuando nos interrumpieron.

– No es que Jenny esté normalmente en contra de las niñas… -dijo Burden-. Al fin y al cabo es feminista, por amor de Dios. Y no se trata de una estupidez como «debo tener un heredero» o «todas las mujeres han de tener un hijo para demostrar lo que valen». De hecho creo que en el fondo piensa que las mujeres son mejores que los hombres, es decir, más inteligentes y versátiles, ese tipo de cosas. Dice que no lo comprende, que le daba igual lo que fuera, pero que cuando se lo dijeron se quedó, no sé… consternada. Eso fue al principio, pero ha ido a peor. Ahora no siente consternación, sino odio.

– ¿Por qué no quiere una niña? -Wexford se acordaba de ciertas opiniones expresadas por su hija Sylvia, madre de dos niños-. ¿Porque piensa que la vida es injusta con las mujeres y no quiere tener la responsabilidad de traer otra al mundo? -A modo de disculpa por su falta de delicadeza, añadió-: Hay quien piensa de esa manera.

– No lo sabe. Dice que desde el principio del mundo se ha preferido tener hijos a hijas y que ahora esto forma parte de la memoria genética, de lo que ella llama el inconsciente colectivo.