– Los jueves no cerramos hasta las ocho, pero nunca logro salir antes de las nueve y tardo un cuarto de hora en llegar a casa. Aquella noche, cuando llegué. Veronica ya estaba en casa, pero Rodney no había aparecido. Pensé que todavía había alguna posibilidad de que viniera, pero no lo hizo y entonces lo comprendí. O al menos eso creí. Pensé que me había abandonado.
– ¿Y no se sintió inquieta durante las semanas siguientes? -preguntó Burden-. ¿No se preguntó qué podría sucederles a usted y su hija si él no regresaba?
– No iba a tener problemas económicos sin él. Siempre he tenido que trabajar y ahora me va bastante bien. -Cierto amor propio tino su suave vocecilla. Detrás del blanco, el rosa y el rubio de los cabellos, detrás del ceceo y la timidez, Wexford pensó que podría haber un corazón de acero-. Teníamos una hipoteca del noventa por ciento sobre esta casa. Hasta hace cinco años Rodney no pudo hacer nada más para mantenernos, pero entonces le ascendieron y las cosas mejoraron. Sin embargo yo seguí trabajando. Como él pasaba tanto tiempo fuera, yo necesitaba tener asimismo una vida propia.
– De modo que le ascendieron… -aventuró Wexford, tanteando.
– Trabajaba para una empresa pequeña. Últimamente no les ha ido muy bien. Se dedican a mobiliario y accesorios de baño, ese tipo de cosas. Rodney era director de ventas.
Polly Davies cogió la bandeja y la llevó a la cocina. Wexford pensó que era fácil imaginarse a Rodney Williams (o a la idea que él tenía de Rodney Williams) en su otra casa, pero casi imposible imaginárselo en ésta. Sentado a aquella mesa de comedor de superficie de cristal, por ejemplo, con su jarrón de rosas blancas y rosas o en uno de aquellos butacones de cretona rosa. Él había sido un hombretón tosco, y todo lo que había en aquella casa era tan delicado como una concha de color rosa o el interior de una flor.
– He de saber cuál fue el motivo de su pelea, señora Williams.
El tono de Wendy se volvió remilgado y cursi.
– Eso no tiene nada que ver con la muerte de Rodney.
– ¿Cómo lo sabe?
Ella lo miró como si estuviera sometiéndola a una persecución injusta.
– ¿Qué relación puede tener? Murió porque recogió a alguien que hacía autostop y le mataron. O algo así. Pasa todos los días.
– Una hipótesis interesante, pero no deja de ser una hipótesis. No tiene ninguna prueba de ello, y en cambio hay muchas otras que demuestran lo contrario. El hecho de que el coche apareciera en Myringham, por ejemplo. O la llamada telefónica y la carta de dimisión que recibió la empresa de su marido. ¿Piensa que esa llamada la hizo un autostopista homicida?
Ella estaba rígida y evitaba su mirada. Polly regresó.
– ¿Se encuentra bien, señora Williams?
Un gesto de asentimiento. La respiración contenida y un suspiro.
– ¿Por qué pelearon?
– Podría negarme a decírselo.
– En efecto. Pero ¿qué necesidad tiene de ello si lo que nos diga va a ser tratado con la más absoluta reserva? ¿Acaso es algo tan horrible como para que nosotros nos escandalicemos? Si no nos lo cuenta podemos creer que se trata de algo más grave de lo que realmente es.
Ella guardó silencio. Su expresión se parecía a la de alguien que espera ver algo desagradable y escandaloso en la televisión. De ahí que Wexford sintiera decepción cuando, con un hilo de voz, dijo:
– Había otra chica.
– ¿Quiere decir que su marido tenía una amiga a la que estaba viendo?
– Viendo… -repitió ella-. Me gusta esa expresión. Sí, estaba viendo a una amiga. Es una manera de decirlo.
– ¿Cómo lo diría usted?
– Oh, de la misma manera. Como usted lo ha dicho. ¿Qué otra cosa se puede decir? Alguna ordinariez, supongo. -La tapa de la represión había saltado de repente, dejando ver resentimiento y amargura-. Creía que nunca se interesaría por nadie más que por mí. ¿No parezco joven acaso? Soy bastante guapa y no aparento mi edad. La gente me da dieciocho años, así que no entiendo por qué tuvo que… Sí, discutimos sobre eso. Sobre esa chica. Yo quería que me prometiera que no volvería a pasar.
– ¿Se negó?
– No; me lo prometió. Pero no le creí. Pensé que volvería a las andadas a la primera ocasión. No podía soportarlo. No quería estar con él si iba a seguir así. Me alegré cuando no apareció. ¿No lo comprende? Me alegré -recalcó.
– Necesito el nombre de esa chica.
Rápida como un rayo:
– No sé cómo se llama.
– Vamos, señora Williams.
– No lo sé. No quiso decírmelo. Es sólo una chica. ¿Qué importa?
Ya había hablado demasiado, estaba pensando. Wexford podía verlo en su rostro, en la expresión de sus ojos, que reflejaba el espanto que le producía su propia indiscreción. En aquel momento, antes de que él pudiera decir nada más, la puerta se abrió y una joven entró en la habitación. Justo antes de que esto ocurriera se había oído un ruido en la planta baja y pasos en las escaleras (el salón estaba en la primera planta), pero todo había ocurrido con rapidez, en pocos segundos. Ahora, la chica se encontraba entre ellos.
Lo primero que llamó la atención a Wexford fue que, a pesar de que no era tan alta y llevaba el pelo más corto, era prácticamente igual que Sara Williams. Podrían haber sido gemelas.
10
Su pelo era del mismo color caramelo, le llegaba casi hasta los hombros y aunque no era rizado tampoco era lacio del todo. Ojos castaños, cejas en elipse, nariz pequeña y recta, tez blanca y delicada moteada de pecas. La frente grande y abombada de Rodney Williams y su boca pequeña y estrecha. Sin embargo, en lugar de vaqueros llevaba un vestido de verano con medias y sandalias blancas. Se quedó en el umbral de la puerta, sorprendida de verlos. Parecía bastante sobresaltada.
Wendy Williams estaba estupefacta.
Con expresión aturdida, dijo:
– Ésta es mi hija Veronica. -Y a la chica-: Llegas pronto.
– No mucho. Son más de las nueve.
Su manera de hablar era igual a la de su madre, suave y un tanto afectada, pero sin el ceceo, y muy diferente a la abrupta voz sin inflexiones de Sara. Recuperando el aplomo, Wendy le dijo:
– Estos señores son policías. Sólo tardaré unos minutos. -Mentía con soltura-: Ha habido un problema en la tienda. ¿Te importa dejarnos solos un momento, querida?
– Iba a bañarme de todos modos.
Cerrando la puerta con la precisión que podría mostrar su madre, salió a la escalera de caracol que constituía el núcleo de la casa.
– No sé por qué está tan brusca conmigo últimamente. Este último año…
– ¿No se lo ha dicho?
– No la he visto. Los martes siempre va directa del instituto a casa de su amiga. O eso dice, como es tan reservada…
– ¿A qué instituto va, señora Williams?
– Al de segunda enseñanza Haldon Finch. Le contaré lo de su padre cuando ustedes se hayan ido. Supongo que tendré que decirle que era… bígamo, que tenía otra esposa en alguna parte. No será fácil, desde luego.
Wexford, cuando interrogaba a alguien, permitía todo tipo de digresiones, pero nunca una distracción total. Las personas interrogadas estaban obligadas a volver al tema tarde o temprano. Les resultaba difícil, ya que a menudo creían que se habían zafado. La correa se había roto y sólo había un paso hasta la libertad; sin embargo, la mano siempre se adelantaba y agarraba el cabo suelto.