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– ¿Quieres beber algo?

– ¿Por qué no? -dijo ella-. Podemos celebrar que Jenny y Mike van a tener una niña sana.

– Me sorprende que haya decidido correr riesgos -dijo cuando ella ya tenía su jerez y él su Bell con tres partes de agua-. Está decidida a tener este niño. Llevan años intentándolo.

– Tiene cuarenta y un años, Reg. A esa edad existe un alto riesgo de tener un niño mongólico. Además, todo ha salido bien.

– ¿Quieres que te cuente lo de la señora Williams?

– Pobre Joy -dijo Dora-. Era bastante atractiva cuando la conocí, aunque, claro, de eso hace dieciocho años. Supongo que él se habrá ido con alguna chica, ¿no?

– Si ya lo sabías, no sé por qué me has metido en este asunto.

Dora rió. Tenía una risa profunda y sonora. De inmediato dijo que sabía que no debía reírse.

– Es un hombre espantoso. Tú no has llegado a conocerlo, ¿verdad? Da la impresión de ser una persona reservada y poco honesta. Antes pensaba que no es posible que una persona sea así y se le note tanto si tiene algo que ocultar.

– Pero ahora no estás tan segura.

– Voy a contarte algo que no me atreví a contarte cuando ocurrió. Pensaba que podrías reaccionar de forma violenta.

– Claro -dijo él-, como nunca he sabido dominarme con los puños… ¿De qué estás hablando?

– Se le insinuó a Sylvia.

Lo dijo con actitud retadora. De pie como estaba, con su largo vestido rojo, sosteniendo el vaso de jerez y mirándole con los ojos muy abiertos y expresión cautelosa, Dora parecía asombrosamente joven.

– ¿Y qué? -Su hija mayor tenía treinta años, llevaba doce casada y era madre de dos hijos altos-. Es una mujer atractiva. Supongo que los hombres se le insinuarán y que sin duda ella podrá cuidarse de sí misma.

Dora lo miró de soslayo.

– He dicho que no me atreví a decírtelo. Tenía quince años cuando ocurrió.

Los violentos sentimientos que ella había previsto se hicieron patentes. Después de todos los años pasados. ¡A su hija de quince años! Wexford contuvo el impulso de dar un alarido y un golpe en el suelo. Bebió un trago de su vaso y dijo con calma:

– Y, como una buena chica, acudió a su madre y se lo contó.

Dora respondió frívolamente.

– Un detalle encantador por su parte, ¿verdad? Me sentí conmovida. A decir verdad, Reg, creo que estaba muerta de miedo.

– ¿Hiciste algo?

– Oh, sí. Fui a hablar con él y le dije quién era el padre de la chica. No lo sabía. No creo que haya habido mucha comunicación entre él y Joy. Bueno, el caso es que tuvo efecto. Él se alejó de ella y Sylvia dejó de ir a su casa a cuidar de sus hijos. No se lo dije a Joy, aunque creo que ella lo sabía y se sentía desencantada. El caso es que dejó de adorarlo como hasta entonces.

– «A mí me adoraban antes…» -citó Wexford.

– Y todavía te adoran, querido. Ya sabes que todos te adoramos. No has perdido nuestro respeto persiguiendo jovencitas. ¿Me sirves un poco más de jerez?

– Tendrás que servírtelo tú misma -dijo él al tiempo que abría el horno y sacaba el pastel-. Ya basta de cotillear y de beber. Quiero mi cena.

2

La firma Sevensmith Harding la había fundado en 1875 Septimus Sevensmith, quien se llamaba a sí mismo un «colorista». Septimus Sevensmith vendía material artístico en una tienda de High Street, Myringham. Las pinturas para exteriores e interiores vendrían después, tras la Primera Guerra Mundial, para ser exactos, cuando la nieta de Septimus se casó con el comandante John Harding, quien había perdido una pierna en Passchendaele.

La primera época de prosperidad que vivió la construcción de viviendas en los años ochenta y noventa pertenecía al pasado, pero ya se preveía el comienzo de la siguiente. El comandante se benefició de ella. Empezó fabricando grandes cantidades de los marrones y verdes que más gustaban a los constructores de adosados y semiadosados que estaban creciendo como ramas y tentáculos por todo el sur de Londres. Hacia el final de la década lanzó una atrevida tonalidad de crema.

La empresa se había cambiado de nombre y ahora se llamaba Sevensmith Garding. Sus oficinas estaban situadas en High Street, Myringham, aunque la fábrica que tenía detrás no tardaría en ser trasladada a un solar de un lejano complejo industrial. Con la desaparición del mercado minorista, la tienda como tal también desapareció.

La industria de la pintura gozó de un crecimiento ininterrumpido durante los sesenta y comienzos de los setenta. Se estima que son cerca de quinientas las compañías que fabrican pintura en el Reino Unido; sin embargo el grueso del volumen de ventas está en manos de unos pocos grandes fabricantes. Cuatro de éstos dominan las islas Británicas y uno de ellos es Sevensmith Harding. Hoy sus pinturas, seda de vinilo Sevenstar y emulsión mate de vinilo Sevenstar, así como acabado satinado brillante Sevenshine, son fabricadas en Harlow, Essex, y sus papeles pintados, cenefas y azulejos a juego en Crawley, Sussex. Las oficinas centrales, que se encuentran en Myringham, en medio de High Street, delante del hotel Old Flag, se parecen más a un bufete de abogados o al establecimiento de un anticuario muy refinado que a la dirección de unos fabricantes de pintura. De hecho, apenas hay nada que indique que son fabricantes de pintura. Detrás de los miradores que flanquean con sus curvadas lunas de cristal la puerta principal no hay latas de pintura ni carteles de publicidad en los que aparezcan amas de casa encantadas con brochas en sus manos, sino un jarrón famille noire lleno de flores secas a un lado y una silla Hepplewhite al otro. Pero sobre la puerta, que es de caoba pulimentada estilo georgiano, se pueden ver el escudo de armas real y la leyenda: «Proveedores de Su Majestad la reina Isabel, Reina Madre, coloristas y fabricantes de pigmentos finos.»

El presidente de la empresa, Jeremy Harding-Grey, dividía su tiempo entre su casa de Montecarlo y su casa de Nassau, y el director general, George Delahaye, aunque vivía en Sussex, rara vez se acercaba a Myringham. Sin embargo, el director general en funciones era una persona más humilde y se encontraba mucho más próximo a la gente normal. Wexford lo conocía. Habían sido presentados en casa del suegro de Sylvia, que era arquitecto, y a partir de entonces los Gardner habían sido invitados a una fiesta en casa de los Wexford y habían invitado a éstos a otra fiesta en la suya. No obstante, cuando Wexford pasó por Myringham a la hora de la comida, no creyó tener suficiente confianza con Miles Gardner como para ir a Sevensmith Harding y preguntarle si quería beber algo y comer un sándwich con él.

Habían transcurrido dos semanas desde que mantuviera la conversación con Joy Williams y prácticamente ya se había olvidado de ella. La había apartado de su mente aquella misma noche antes de irse a la cama, y si con posterioridad había pensado en ella en alguna ocasión, sólo había sido para decirse a sí mismo que la señora Williams y su abogado ya lo habrían resuelto todo a su satisfacción o que Williams habría vuelto a casa tras descubrir, como tantos antes que él, que la mejor parte de la economía es la vida doméstica.

Pero incluso si Williams seguía en paradero desconocido, nada justificaba que Wexford hiciera pesquisas acerca de su persona en Sevensmith Harding. Aquello le correspondía a Joy Williams. Para su empresa no podía estar en paradero desconocido. Por muy compleja que sea la vida amorosa de un hombre, tiene que seguir yendo a trabajar para ganarse el pan. De todos modos, Williams se lo ganaba de una manera demasiado humilde para que Miles Gardner pudiera conocerlo, pensó Wexford.

Él y Burden habían estado en la audiencia provincial de Myringham para prestar declaración en dos juicios diferentes, y la sesión del tribunal se había suspendido para almorzar. Burden tenía que regresar a la audiencia para asistir a su juicio (un asunto espinoso relacionado con la receptación de bienes robados) hasta el mismísimo final. Wexford, en cambio, ya había terminado la jornada, al menos en lo que se refería a los tribunales. Mientras caminaban hacia el hotel, Burden estuvo silencioso y taciturno. Si se hubiera tratado de otra persona, Wexford habría pensado que su humor se debía al rapapolvo o, más bien, a la mordaz reconvención que le había soltado el supuesto abogado del receptador. Pero Burden no se inmutaba ante tales cosas. Había sido objeto de un trato semejante demasiadas veces para que ahora le preocupara. Era algo diferente, algo más personal, se dijo Wexford. Pensándolo bien, fuera lo que fuese se trataba de algo que iba en aumento desde hacía días o semanas incluso. Una tristeza, una melancolía, una pesadumbre que no parecía afectar a su trabajo pero que perjudicaba a sus relaciones con los demás.