Burden tenía el mismo aspecto de siempre, sin indicios de ansiedad o preocupación. Estaba delgado, pero él siempre había estado delgado. Wexford no sabía si el traje que llevaba era uno nuevo o era el del año pasado limpio y él se había planchado el pantalón por la noche con la nueva plancha eléctrica que su esposa le había regalado por Navidad. («Es como uno de esos aparatos que se ven en los hoteles suizos», había comentado Burden lleno de orgullo.) Burden era feliz en su matrimonio, tan feliz como en el primero, si bien es verdad que Burden habría sido feliz en prácticamente cualquier matrimonio, ya que tenía un don para ello. Demostraba estar enamorado de su mujer sin caer en el ridículo. No podía haber nada en su relación matrimonial que le molestase. Su esposa estaba embarazada de un niño que ansiaban tener desde hacía tiempo. O, en todo caso, que ella ansiaba tener. Burden tenía un hijo y una hija adultos de su primer matrimonio. Wexford meditó una idea que se le ocurrió, pero la desechó. Con los cuarenta y pico años que tenía, Burden sería el último hombre en tener celos del niño que iba a nacer y sabría estar a la altura de las circunstancias.
– ¿Qué sucede, Mike? -preguntó cuando el silencio se hizo insoportable.
– Nada.
La típica respuesta. Uno de esos casos en que la afirmación significa justo lo contrario de lo que se dice, como cuando un hombre que tiene dudas dice que está completamente seguro.
Wexford no insistió y siguió andando, contemplando el antiguo pueblo, el lugar donde antaño había mercado y que tanto había cambiado desde la primera vez que lo había visto. Habían construido un enorme complejo comercial, y luego un centro cultural que contaba con un teatro, un cine y una sala de conciertos. Las clases de la universidad habían comenzado hacía tres semanas, y el centro estaba atestado de estudiantes ataviados con vaqueros. Pero en esta parte de la ciudad, donde proliferaban los decretos de conservación y los edificios habían sido declarados de interés público, las cosas no habían cambiado mucho. Incluso habían mejorado desde que la autoridad del lugar se había dado cuenta de que Myringham era un lugar bonito que merecía la pena preservar y en consecuencia había empezado a limpiar, adecentar, pintar y plantar.
Se asomó a los miradores de Sevensmith Harding y vio en primer lugar la silla Hepplewhite y luego el jarrón. Detrás de las flores secas vio a una joven recepcionista que estaba hablando por teléfono. Wexford y Burden cruzaron la calle y entraron en el Old Flag.
El inspector ya había estado allí en un par de ocasiones. Era un lugar no muy concurrido a mediodía: del movido negocio de las comidas se ocupaban los pubs, más animados y baratos, y las vinaterías. En el más pequeño de los salones en que se servía comida quedaban varias mesas vacías. Wexford se dirigía a una cuando vio a Miles Gardner, que estaba solo.
– ¿Quieren sentarse conmigo?
– Parece que está esperando a alguien -dijo Wexford.
– A cualquier compañía agradable que se presente. -Tenía una manera de hablar cálida y cortés, en absoluto afectada. Wexford se acordó de que esto era lo que siempre le había gustado de él-. Tienen una ensalada de gambas muy sabrosa -dijo Miles Gardner-. Y si uno llega antes de la una, van por un filete a la carnicería.
– ¿Qué sucede a la una?
– Que el carnicero cierra. Abre de nuevo a las dos, que es cuando cierran el pub. Así es Myringham.
Wexford rió. Burden, en cambio, no lo hizo, y siguió sentado con la misma actitud distante y cortés que incluso a la persona más indiferente le da a entender que uno estaría más contento (o menos amargado) si estuviera solo. Wexford decidió no hacerle caso. Gardner parecía encantado con su compañía y, tras pedir una ronda, empezó a hablar con la elegancia y naturalidad que le caracterizaba de la nueva casa a la que acababa de trasladarse, la cual había sido proyectada por el suegro de Sylvia. Era una verdadera virtud, pensó Wexford, poder hablar con una persona a la que se acababa de conocer y con otra que no era más que un conocido como si fueran viejos amigos con los que uno conversaba regularmente.
Gardner era un hombre pequeño con un aspecto que llamaba poco la atención. El estilo se lo daban su voz y su manera de ser. Wexford se acordó de que tenía una esposa que era mucho más alta que él y dos o tres hijas bastante alborotadoras. Cuando hubo acabado de hablar de la nueva casa y del tiempo que había costado construirla, Gardner pasó a hablar del trabajo y el desempleo, con lo cual consiguió inspirar en Burden una chispa de interés, al menos hasta el punto de arrancarle algún monosílabo. Sevensmith Harding había luchado duramente por no prescindir de trabajadores en la fábrica de Harlow y había ganado la batalla, si se tenía en cuenta que los pocos despidos ocurridos habían sido aceptables, según insistió Gardner, para los hombres y mujeres afectados.
– Sí -dijo Burden-. Supongo.
Siempre había sido un reaccionario, y hasta hacía unos años había amenazado con volverse insoportablemente conservador y de derechas. Sin embargo Jenny había invertido aquella tendencia y Burden era ahora más moderado. A diferencia de otras épocas, no prorrumpía en diatribas contra los subsidios de desempleo, los pagos a la Seguridad Social y la gandulería generalizada. O quizá fuera la depresión que estaba pasando lo que le hacía contenerse.
– A mi modo de ver, toda la actitud con respecto al trabajo, el empleo y el mantenimiento del puesto está cambiando -dijo Gardner. A continuación se puso a hablar sobre lo que, en su opinión, estaba dando pie a estas nuevas pautas de comportamiento, y lo hizo de manera que resultara bastante interesante.
O al menos eso pensó Wexford. Burden, que estaba comiéndose la ensalada de gambas con quizá excesiva rapidez, no dejaba de consultar su reloj. Tenía que regresar a la audiencia a las dos. Wexford pensó que se alegraría de librarse de él por un rato.
– Entonces lo que usted está diciendo en realidad -le dijo a Gardner- es que a pesar, de la amenaza del paro y de la insuficiencia de los subsidios de desempleo, la gente parece haber superado ese miedo cobarde a perder el puesto de trabajo que tenía en los años treinta, ¿no?
– Sí, y, al menos entre la clase media, la gente ha dejado en buena medida de tener esa sensación que abrigaba antes de que debía permanecer durante el resto de su vida en una profesión o trabajo que odiaba sólo porque era el que había conseguido a los veinte años.
– ¿Y qué ha producido este cambio?
– No lo sé. He estado pensando en ello, pero las respuestas que he encontrado no me satisfacen. De todos modos, lo que sí puedo decirle es que al igual que ha desaparecido el miedo, y el respeto al empresario por el mero hecho de ser empresario, también ha desaparecido el orgullo por el trabajo y la antigua lealtad a la empresa. Mi director comercial es un ejemplo ilustrativo. Ya han pasado los tiempos en que se podía afirmar que un hombre que ocupaba semejante posición también era una persona responsable, alguien con quien se tenía la confianza de que no se iba a sufrir una decepción. Ese hombre se habría sentido orgulloso y, ¿por qué no decirlo?, agradecido de estar donde estaba, y se habría preocupado realmente por el bien de la empresa.