– ¿Qué ha hecho su director comercial? -preguntó Burden-. ¿Ha decidido súbitamente cambiar de profesión?
Lo dijo cáusticamente, pero Gardner no pareció darse cuenta de la mordacidad del tono y contestó con afabilidad:
– No que yo sepa. Simplemente me ha dejado. Tiene que dar aviso con tres meses de antelación, al menos en teoría. En primer lugar nos llamó su esposa por teléfono para decirnos que estaba enfermo; después no supimos nada de él hasta que recibimos una carta de dimisión, muy escueta y brusca, con una nota al final… -Gardner parecía casi querer disculparse- una nota verdaderamente insolente, en la que nos decía que se pondría en contacto con el departamento de contabilidad para tratar el tema de su jubilación.
– ¿Llevaba tiempo en la empresa?
– Toda su vida laboral, creo, y cinco años de director comercial.
– Por lo menos no les será difícil encontrar un sustituto en los tiempos que corren.
– Lo que vamos a hacer es ascender a uno de nuestros mejores representantes comerciales. Ésta ha sido siempre la política de Sevensmith Harding. Ascender a un empleado en lugar de recurrir a alguien de fuera.
Burden se levantó y dijo que debía regresar a la audiencia. Estrechó la mano a Gardner y tuvo la gentileza de farfullar algo sobre que había sido un placer conocerle.
– Permítame que le invite a otra cerveza -dijo Wexford cuando Burden se hubo ido y Gardner comentara, para sorpresa del inspector, que era un tipo simpático.
– Muchas gracias. No creo que nos echen antes de las dos y media, ¿no?
Les sirvieron la cerveza, una de las ciento treinta variedades «auténticas» que el Old Flag afirmaba tener.
– ¿No será por casualidad mi vecino Rodney Williams el representante al que van a ascender?
Gardner le miró con expresión de sorpresa.
– ¿Rod Williams?
– Sí. Vive en la calle siguiente a la mía.
Gardner dijo pacientemente:
– Rod Williams es nuestro antiguo director comercial, el que les he dicho que dimitió.
– ¿Williams?
– Sí, creía habérselo explicado. Quizá no haya mencionado su nombre.
– Alguien se ha equivocado en este asunto -dijo Wexford.
– Usted -repuso Gardner con una sonrisa.
– Sí, supongo que sí. Alguien ha hecho que me equivoque. ¿He de suponer entonces que Williams no era uno de sus representantes y que no se ocupaba de la zona de Suffolk?
– Lo era antiguamente. Hasta hace cinco años. Seguimos nuestra política habitual y cuando nuestro anterior director comercial se jubiló anticipadamente debido a un problema del corazón, ascendimos a Rod Williams.
– Según su esposa, sigue trabajando de representante. Es decir, sigue pasando la mitad de su tiempo vendiendo en Suffolk.
Gardner enarcó las cejas y le dirigió una sonrisa torcida.
– Su vida privada no es asunto mío.
– Ni mío.
Fue Gardner quien cambió de tema. Se puso a hablar de su hija mayor, que iba a contraer matrimonio a finales de verano. Wexford se despidió finalmente prometiéndole que seguirían en contacto y que le diría a Dora que llamase a Pam «para organizar algo». Mientras pasaba por Kingsmarkham camino de su casa, estuvo pensando en Rodney Williams durante un rato. En su matrimonio no había habido lugar para las coartadas. Se preguntó cómo sería la vida de un matrimonio si durante cinco años, y de forma permanente y continuada, hubiera una coartada que formara parte integral de ella. Dejó de intentar ponerse en el lugar de Williams y pensó en ello con imparcialidad.
Lo que había ocurrido quizá era que cinco años atrás Williams habría conocido a una joven con la que querría pasar el tiempo sin necesidad de acabar con su matrimonio. La manera de conseguir esto habría sido guardar el secreto del ascenso a su esposa. Probablemente la joven viviría en Myringham. Cuando Joy Williams creía que su marido se encontraba en un motel de las afueras de Ipswich, éste estaba en realidad viendo a la joven. Habría vivido en su casa, sin duda, y hecho la jornada de nueve a cinco en las oficinas de Sevensmith Harding de Myringham.
Era el tipo de situación ante la cual algunos hombres soltarían una risilla. Wexford no era de esa clase de hombres. Además había otro detalle, un detalle que pocos hombres considerarían gracioso. Si Williams no le había dicho nada a su esposa sobre el ascenso, cabía suponer que tampoco le habría dicho nada sobre el considerable aumento de sueldo que éste suponía. Sin embargo no había más misterio que ése. Williams había escrito a la empresa y Joy había llamado para pedir disculpas. De vuelta en Alverbury Road, Williams estaba quizá intentando colar todavía alguna mentira para evitar que se descubriera todo.
Eran las nueve de la noche y todavía estaba en su despacho, repasando por enésima vez los testimonios que había tomado para acusar de fraude a un tal Francis Wingrave Adams. Todavía dudaba que las declaraciones constituyeran una prueba irrefutable para acusarle, y lo mismo pensaba el abogado que representaba a la policía, aunque ambos sabían que era culpable. Cuando acabaron de dar las nueve (el reloj de la iglesia St. Peter también tenía un sonido apagado, como el de la iglesia de St. Mary Woolnoth), guardó los papeles y echó a andar en dirección a casa.
Últimamente le gustaba ir y volver del trabajo andando. El doctor Crocker se lo había recomendado, indicándole de paso que era poco más de medio kilómetro de distancia. «Entonces prácticamente no merece la pena», había dicho Wexford. «Andar un par de kilómetros al día podría suponer en tu caso una diferencia de diez años de vida.» «¿Significa esto que si anduviese cinco kilómetros podría prolongar mi vida treinta años?» El médico se había negado a responder a aquella pregunta. Wexford, aunque fingió burlarse, había hecho un esfuerzo por obedecerle. A veces sus paseos le llevaban a Tavard Road, más allá del chalet de Burden, y a veces hasta Alverbury Road, donde vivía la familia Williams. Había además una ruta más larga que pasaba por uno de los caminos del prado y que él tomaba de vez en cuando. Aquella noche tenía intención de ir a ver un momento a Burden para hacer una última valoración del caso Adams.
Sin embargo, empezaba a tener la sensación de que había muy poco más que decir acerca de aquel hombre, que había estafado veinte mil libras a una anciana. No hablaría de ello. Lo que haría, en cambio, sería intentar sonsacarle a Burden qué estaba sucediendo en su vida que explicara la depresión que tenía.
Jenny y Burden vivían todavía en el chalet al que éste se había trasladado poco después del final de su primer matrimonio. Después de los más de veinte años pasados, el jardín seguía teniendo aspecto de recién plantado y la hiedra que trataba de trepar por la casa había sido podada despiadadamente. Sólo la puerta de entrada había cambiado. Había sido de todos los colores (Burden era un pintor implacable), aunque el que más le había gustado a Wexford era el rosa. Ahora era de un tono azul verdoso oscuro. El «pavo real oriental Sevenshine», probablemente. Estaba atardeciendo, por lo que encima de la puerta brillaba la luz del porche, un farol de cristales emplomados con forma de estrella.
Jenny salió a abrirle. Estaba en la mitad de su embarazo y se le «notaba», como decían las viejas viudas. En lugar de llevar una camisa amplia, tenía un vestido de manga ancha, cuello cuadrado y cintura alta, como el que lleva la mujer que aparece en La carta de Vermeer. Se había dejado crecer su pelo castaño claro y ahora le llegaba a los hombros. Así y todo, Wexford se quedó consternado al ver su aspecto. Parecía cansada y desanimada.
Burden, que había accedido hacía años a dejar de llamar a Wexford «señor», no le llamaba ahora de ninguna manera. Jenny, en cambio, le llamaba Reg.
– Está en el salón, Reg -dijo. Y añadió con un tono realmente extraño en ella-: Yo ya me iba a la cama.