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Querido señor Gardner:

Por la presente le comunico mi dimisión del cargo que desempeño en Sevensmith Harding a partir de la fecha de hoy. Lamento que sea tan repentina, pero las circunstancias a que obedece están fuera de mi control. No voy a regresar a la oficina y preferiría que no intentara ponerse en contacto conmigo.

Atentamente,

Rodney J. Williams.

P. D.: En su debido momento me pondré en contacto con el departamento de contabilidad para tratar el tema de mi jubilación.

Wexford dijo:

– Todos los empleados de estas oficinas se llaman los unos a los otros por el nombre de pila excepto Rodney Williams, que le llamaba a usted señor Gardner, ¿no es así?

– No, por supuesto que no. Me llamaba Miles.

– No en la carta.

– Supongo que lo hizo porque pensó que la ocasión requería un tratamiento más formal.

– Es una posibilidad. De todos modos, ¿no le parece extraño que un hombre que debe dar aviso de su dimisión treinta días antes lo haga sólo con un día de antelación? ¿No habría cabido esperar, por una cuestión de cortesía, una explicación más detallada que la de «circunstancias fuera de mi control»?

– ¿Está insinuando que otra persona escribió esta carta?

Wexford no respondió directamente.

– Voy a llevármela, si no le importa. Quizá le pida a algún experto que analice esta firma. ¿Podría proporcionarme una muestra de la firma de Williams? ¿Una que sepamos que es suya?

Se habían encontrado nueve tipos de huellas dactilares dentro y encima del coche. Cabía esperar que entre ellas se hallaran las de la persona que lo había destrozado. Las otras serían las de Williams, Joy, Sara y Kevin. Todavía era pronto para pedir a estas personas que le dejaran comparar sus huellas con las del coche. En el tapizado habían aparecido muchos pelos, tanto rubios como canosos, pero nada de sangre, por supuesto, ni nada espectacular. Sin embargo, se encontró algo curioso. En el fondo del maletero, junto a la pala, se recogieron unos restos de yeso que en el laboratorio habían identificado como Tetrion o Tapagrietas Sevensmith Harding.

Se tardó varios días en obtener los datos sobre la carta.

Había sido escrita con una máquina portátil, la Remington 315. La A mayúscula de esta máquina tenía una muesca en el vértice; la í minúscula presentaba un defecto parecido en la parte superior y la coma tenía un borrón en la cabeza. En cuanto a la firma, no era la de Williams. El grafólogo se mostró más categórico de lo habitual en estas personas. Su actitud fue incluso cáustica cuando expresó su incredulidad ante el hecho de que alguien hubiese podido creer por un momento que fuera Williams el autor de la firma.

Tras decirle a Dora que tenía intención de llamar a Sevensmith Harding, Joy le preguntó si podía mandar a Wexford a su casa una vez más. Esta vez Dora había dicho, no sin cierta brusquedad, que su marido no era un detective privado y Wexford, por supuesto, no había ido. Pero la desaparición de Williams había dejado de ser un asunto privado. Wexford pensó que, en cualquier caso, su visita no sería mal recibida en Alverbury Road. De hecho, sería la respuesta a una plegaria. Fue andando hasta allí a las ocho de la tarde.

Esta vez fue la hija, Sara, quien le abrió. Sin decir palabra, cerró la puerta cuando hubo pasado y abrió la del salón, tras lo cual lo dejó y subió al piso de arriba.

Joy Williams estaba viendo la televisión. El programa era uno de esos concursos en que dos equipos tienen que pasar pruebas ridículas o humillantes. Unos hombres ataviados con traje de etiqueta y chistera intentaban andar por un alambre sobre algo que parecía una piscina de puré de patatas. Justo antes de que Sara le abriera la puerta del salón, le oyó reírse. Quitó el volumen, pero no apagó el aparato. Wexford pensó que no le hacía ninguna gracia verle. La expresión de su cara pasó de repente al mal humor.

Sí, reconoció, tenían una cuenta bancaria común. Había sido necesario debido a todo el tiempo que Rod pasaba fuera. Wexford preguntó si podía ver algún extracto reciente.

Ella se encorvó y abrazó su delgado cuerpo, poniendo la mano derecha sobre el hombro izquierdo y la izquierda, con sus espantosos y llamativos anillos, sobre el derecho. Era una reacción habitual en ella, una reacción que, según un psiquiatra, constituiría probablemente una forma de protegerse ante un ataque. Llevaba su pantalón verde y un jersey de punto, cuyos hombros estaban sembrados de pelos y caspa.

– ¿Con qué frecuencia le envía su banco extractos de cuenta?

– Últimamente una vez al mes. -Sus ojos se desviaron hacia la silenciosa pero tumultuosa pantalla. Un participante se había caído en el puré-. Hace tiempo cometieron un error con algo y Rod protestó, y a partir de ese momento empezaron a mandar extractos mensuales.

El doctor Crocker le había descrito a Wexford una visita que había hecho recientemente a una de sus pacientes, una mujer enferma de bronquitis. El televisor que había en su habitación estaba encendida, y los seis hijos de la mujer estaban viéndola. A fin de hacerle un reconocimiento, él había pedido que apagaran el aparato, y la mujer había reaccionado protestando airadamente. «Ahora desenchufo el aparato sin siquiera pedir permiso -le había dicho el médico-. Aunque esté encendido el televisor o el vídeo, ya no pregunto. Lo desenchufo.»

A Wexford le habría gustado hacer eso. Y lo habría hecho de haber tenido sólo un motivo más, por pequeño que fuera, para sentir inquietud acerca de Rodney Williams. Resultaba curioso que Joy, que en su afán por que él volviera a visitarla había estado a punto de importunar a Dora, estuviera ahora demostrando a las claras que no deseaba su presencia en su casa.

– ¿Podría mostrarme los extractos?

Ella apartó la cabeza en un gesto de renuencia.

– Si usted lo desea…

Le había hecho el ruego con corrección, como si estuviera pidiendo un favor, y ella le había respondido como si estuviera haciéndoselo.

No le costó mucho encontrarlos. No estaba dispuesta a perderse del programa más de lo estrictamente necesario. Cuando él se puso a examinar los extractos, ella subió un poco el volumen del televisor de manera que resultaran audibles los gritos, exclamaciones y comentarios. Wexford se preguntó si algo, algún suceso o sobresalto real, podía distraerla. Entonces lo supo. El timbre del teléfono. En alguna parte de la casa, el teléfono había comenzado a sonar.

Ella se levantó de un brinco.

– Ha de ser mi hijo. Me llama todos los jueves por la noche.

Wexford volvió a la lectura de los extractos. Cada uno mostraba que aproximadamente a principios de mes se ingresaban en la cuenta quinientas libras. El cheque del sueldo, al parecer. Esta hipótesis presentaba varios problemas. El salario de Williams había sido de veinticinco mil libras al año y la cantidad de quinientas libras al mes no sumaba esa cantidad de ninguna manera, ni siquiera descontando todas las retenciones posibles. En segundo lugar, la suma variaría, no sería una cantidad fija de números redondos. En tercer lugar, sería ingresada el mismo día del mes, día arriba día abajo, pero no a veces el día 1 y otras el 8.

Así pues, Williams tenía en alguna parte otra cuenta en la que le ingresaban el sueldo. De esa cuenta transfería quinientas libras al mes a la que tenía en común con su esposa. Si así era, no valdría de nada preguntarle a Joy, como era su intención, si desde su desaparición su marido había sacado dinero de la cuenta común.

Sevensmith Harding no vacilaría en decirle en qué banco estaba esa otra cuenta. El problema estaría en el director del banco, que se negaría a revelar cualquier dato sobre la cuenta de su cliente. Volvió a leer el extracto de abril. Las quinientas libras habían sido ingresadas el día 2. La señora Williams no había recibido todavía el extracto de mayo porque sólo estaban a mediados de mes.

Ella regresó a la habitación, rejuvenecida y de mejor humor. Wexford nunca la había visto con una expresión tan animada. Había estado hablando con su hijo, el favorito..