– Desearía que llamara a su banco -le dijo- y preguntara si a principios de mes fueron ingresadas las quinientas libras de costumbre. ¿Lo hará?
Ella asintió. Wexford le pidió a continuación que le hablara de la última tarde que Williams había pasado en casa. Rod había segado el césped a primera hora, respondió ella, y luego la había llevado de compras a las rebajas de Tesco. Ella no sabía conducir.
– Regresamos y tomamos una taza de té. Rod se comió un sándwich. No quería más. Dijo que comería algo durante el viaje a Ipswich. Luego subió arriba, hizo el bolso y se fue. Dijo que volvería el domingo. -Soltó una de sus desganadas risas-. Y ésa fue la última vez que lo vi. Tras veintidós años.
– ¿Qué hizo usted durante el resto de la tarde?
– ¿Yo?
– Sí, usted. ¿Se quedó en casa? ¿Salió? ¿Recibió alguna visita?
– Fui a ver a mi hermana. Vive en Pomfret. Fui en autobús. Comí algo aquí y luego fui a verla.
– ¿Y Sara?
– Se quedó aquí. Arriba. -Joy Williams señaló el techo-. Estudiando para los exámenes del bachillerato superior, supongo. -Lo dijo como si aquello fuera algo indigno o incluso un tanto deshonroso para su hija.
Había algo que no encajaba en la descripción de lo que había hecho aquella tarde, algo incongruente, pero Wexford no acertó a saber qué era.
– Me gustaría hablar con Sara -dijo.
– Como quiera.
Se giró en la butaca y le miró fijamente, olvidándose por un momento de la televisión.
– Estará en su habitación. Puede subir, no la molestará. -Volvió a soltar su espantosa carcajada-. Más bien al contrario, conociéndola…
4
De modo que la joven Sara, que parecía una de las muchachas de Botticelli, una virgen del Quattrocento, había sido sorprendida en la cama con un novio. O en otra parte, con toda probabilidad. En el sofá de plástico amarillo o en el asiento trasero del coche. Las hijas eran un problema. Uno creía en que había que ser comprensivo, pero las cosas eran diferentes cuando se trataba de la hija de uno. Sin embargo, esto no justificaba la insinuación de desprecio hecho por Joy. Mientras subía al piso de arriba, Wexford llegó a la conclusión de que la señora Williams le gustaba tan poco como lo que sabía de su marido. Tampoco importaba mucho si le gustaban o no. Quizá la mujer tuviera alguna justificación. Estaba pasando una mala época. Sabiendo que seguramente estaba perdiendo a su marido, sentiría despecho al ver que su hija estaba ganando uno. Y era posible que hubiera pasado muy poco tiempo desde que había sorprendido juntos a Sara y al joven.
Supo cuál era su habitación porque salía música a través de la puerta. Era rock suave, con un monótono ritmo de batería. Debía de haber oído sus pasos en las escaleras, ya que él se había preocupado de hacer un poco de ruido, algo que no le había resultado difícil sobre el suelo de linóleo y fina moqueta. Llamó a la puerta.
No dijo «Pase», sino que la abrió ella misma. Wexford solía fijarse en las reacciones a una llamada a la puerta. Ofrecían indicaciones sobre el carácter y las motivaciones de las personas. Por ejemplo, la mujer, que dice «Pase» es más abierta, tranquila y apacible que la que sale a abrir la puerta, la cual seguramente sea cautelosa y reservada. ¿Qué ha guardado en un cajón o escondido bajo una revista en los treinta segundos que ha tardado en abrir la puerta?
Era evidente que la habitación había sido decorada por Sara. El atractivo que pudiera encontrársele no tenía nada que ver con los muebles, la alfombra y las cortinas que habían puesto en ella sus padres. Era el dormitorio más pequeño. Wexford había hecho ampliar su casa cuando sus hijas eran todavía pequeñas. Esta casa, en cambio, había permanecido igual que el primer día. Tendría un dormitorio de gran tamaño que daría a la calle para el matrimonio, un dormitorio más pequeño en la parte trasera (en este caso para el hijo) y un diminuto cuarto trastero que no mediría más de seis metros cuadrados para la hija. Sara había cubierto las paredes con pósters. Uno era de un caballo rojo galopando por la nieve y pertenecía a la escuela naïf yugoslava. En otro aparecía un hombre negro delgado y desnudo tocando la guitarra. Entre los dos pósters colgaba una raqueta de tenis, un muñeco de paja y un montaje de cartas de Tarot. Quizá el póster más chocante era el que había enfrente de la puerta: una criatura con aspecto de arpía, con la cabeza y los senos de una mujer y el cuerpo, las alas y las zarpas de un cuervo, agarrada a una cinta desenrollada en la que se leía el nombre (¿o la sigla?) ARRIA. Wexford se acordó de la camiseta que llevaba Sara la primera vez que la había visto. La mujer cuervo tenía una cara como la de Britannia o la de Boadicea, una de esas caras de facciones hermosas y expresión noble, valerosa y fanática, que le hacía a uno sentir ganas de guardar los cuchillos bajo llave y echar mano del Valium.
En unos estantes que parecían puestos por la joven había una edición de bolsillo de La vida de Freud, el Havelock Ellis de Phyllis Grosskurth, unos libros de Fromm y Laing, los estudios de Freud sobre el hombre lobo y Leonardo y los libros de Erin Pizzey y Jeff Shapiro sobre el incesto y el abuso sexual de niños, pero ni una sola novela. Con su pequeña radio encendida para tener música de fondo, Sara había estado sentada ante una mesa que se plegaba para convertirse en tocador, empollando para un examen. Uno de química, evidentemente. El libro de texto estaba abierto por una página de fórmulas.
– Estamos intentando encontrar a tu padre, Sara. Yo no diría que ha desaparecido exactamente, pero lo cierto es que nos está poniendo las cosas muy difíciles para encontrarle.
Ella le miró fijamente con aquella expresión de seriedad y calma. Reparó en su piel, pálida y suave como el terciopelo, y salpicada de pecas doradas en su naricilla. Cuando le había abierto la puerta, sostenía un rotulador verde en la mano. En el dorso de la otra mano se había dibujado una serpiente verde. Los adolescentes siempre se hacían dibujos en las manos; lo habían hecho cuando él era adolescente y también cuando lo eran sus hijas. Ahora había surgido además una especie de moda. Lo que se estilaba ahora era tener dibujos negros, rojos y verdes en las manos, los brazos y el cuerpo. Sara había dibujado con su rotulador verde una serpiente moteada, pero no enroscada sobre sí misma, sino estirada y un tanto ondulante, con su lengua bífida extendida.
– ¿Tienes idea de dónde puede estar?
Ella negó con la cabeza. Puso la capucha al rotulador y lo dejó en la mesa.
– ¿Te importaría decirme cuándo fue la última vez que estuviste con tu padre? ¿Estabas aquí cuando se fue?
Ella titubeó y luego hizo un gesto de asentimiento.
– Fue el segundo día de clase tras las vacaciones de Semana Santa. Llegué tarde a casa porque había estado en la biblioteca. Me habían traído un libro, un libro nuevo que había pedido. Me mandaron un aviso para decirme que ya había llegado. -Levantó dos libros de la pila y le entregó uno que había debajo. Quería impresionarle, ya que era una obra erudita: Principios de genética humana, de Stern. No le dio mayor importancia, pero se fijó en la fecha del sello-. He llamado a la biblioteca para renovar el préstamo -dijo ella a la defensiva-. No pude leerlo en tres semanas. Es muy difícil. -Sonrió por fin y se convirtió en una belleza-. No me refiero a que sea demasiado difícil para mí, sino a que la genética es una materia abstrusa. Ahora empiezan los exámenes del bachillerato superior y hay que darles prioridad sobre todo lo demás.
– ¿Tienes interés en este tipo de cosas?
– Me han ofrecido una plaza en la facultad de medicina. En St. Biddulph. Voy a conseguirla, por supuesto, aunque en teoría eso depende de mis resultados en los exámenes. -Por su tono, parecía que no tenía duda de que éstos fueran a llegar a la nota mínima-. Tengo que sacar al menos tres notables, aunque un sobresaliente y dos notables estarían mejor.