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A Francisco, el menor de los dos López Santana varones, después vienen las tres hembras, le llaman Fran, que queda más fino y más moderno que Paco. Fran, hasta que se torció, bueno, hasta que lo torcieron, era un adolescente sano y simpático, estudiante de náutica, que iba los domingos a ver al Deportivo; si al equipo le tocaba viajar, Fran se pasaba la tarde jugando al futbolín con los amigos y, si no tenía dinero, se metía en la cama a meneársela, fumar pitillos y leer novelas de Salgari, por entonces aún no se había echado novia; a Fran le gustaba mucho Silvita la de Dopico, el de la confitería La Noyesa, pero todavía no eran novios y ella, como es de sentido común, no se la meneaba; Silvita le regalaba a Fran chicles y gominolas y él para corresponder le tocaba algo el culo, la verdad es que sin demasiado entusiasmo.

Ahora es el momento de contar la merienda de Javier Perillo en casa de doña Leocadia, el padre Castrillón, S. J., bien claro me lo dijo, doña Leocadia vivía en la calle de la Amargura esquina a Puerta de Aires, la gente tenía la mala costumbre de mearle el portal y lo ponía todo perdido, doña Leocadia tomaba el té por las tardes, asistían algunas amigas suyas, unas viudas y otras no, yo el año pasado fui un par de veces, y algunos jubilados, un día un coronel, otro un capitán mercante, otro un jefe de negociado de la diputación, otro un funcionario de correos, etc., se repartían los días de la semana con cierto orden, unos iban con sus señoras, a Javier Perillo no le daba té sino chocolate a la española y unas galletas, media docena de galletas de coco; Javier Perillo, cuando terminaba de merendar, se despedía pero no se iba a la calle sino que se metía disimuladamente en el cuarto de doña Leocadia y la esperaba armado de paciencia, a veces doña Leocadia tardaba tres horas o más, los invitados de doña Leocadia recitaban poesías y contaban chascarrillos, don Alfonso, que era comandante de oficinas militares en la reserva, se tiraba pedos por lo bajo, se dice que don Alfonso pretendió hace años a doña Leocadia pero fue desairado, doña Leocadia siempre gobernó sus favores con mucho comedimiento, Fran era amigo de Javier Perillo, era algo más joven, algunas tardes jugaban al chapó o al ajedrez en el Sporting, a doña Leocadia le gustaban los hombres de veinticinco años o menos que fueran finos y respetuosos, en la cama vale todo pero fuera de la cama no vale nada o casi nada, los trataba con mucha consideración y les regalaba corbatas y gemelos, pero no toleraba ordinarieces, esto que queda dicho lo sabía todo el mundo pero no lo comentaba nadie, a Javier Perillo lo vestía y le estaba pagando la carrera de perito mercantil.

– Mientras apruebes y te sigas portando bien no habrá problemas, tú verás lo que haces.

Javier Perillo sólo tuteaba a doña Leocadia a puerta cerrada y a solas, al principio le costaba algo de trabajo, delante de la gente la trataba siempre de usted y no se equivocaba nunca.

– ¿Y los invitados de doña Leocadia sabían estas interioridades?

– Yo creo que sí pero disimulaban, estaban bien educados, para mi que lo sabíamos todos.

La hermana pequeña de Fran se llama Becky, Rebeca, y era una niña monísima, hoy es ya una mujercita que vive con su novio, creo que trabaja en Agricultura, Pesca y Alimentación como secretaria de alguien, su novio se llama Roque Espiñeira y también es funcionario, está en las oficinas de la Escuela de Artes y Oficios, ahora tiene un nombre más largo. Matty, su hermana mayor, adora a Becky, es para ella una segunda mamá, cuando la niña era pequeña la vestía, la peinaba y la sacaba de paseo.

– La trataba como a una muñeca.

– Usted lo ha dicho, delicadísimamente, como a una muñeca de China, antes había muñecas de finísima porcelana.

Toda la ternura del mundo tropieza al final con el mismo mundo, a los caballos también los manean para que no se vayan demasiado lejos, en una cárcel inglesa parió una reclusa con las esposas puestas, los carceleros fingieron que temían que se escapara y aprovecharon para reírse un poco; Becky hubiera llorado con desconsuelo de haberse enterado del parto de la reclusa.

– ¿Se llamaba Mary Berriedale?

– No sé, ¿por qué iba a llamarse Mary Berriedale?

– No sé.

– Si esto fuera una novela, ¿no podríamos hacer que se llamase Mary Berriedale?

– Tampoco lo sé, quizá sí.

Nadie se confiesa jamás pecador, a veces lo fingen pero en el fondo de su conciencia saben que están mintiendo. Yo confieso con no poco rubor que he pecado menos de lo que hubiera querido contra los diez mandamientos de la ley de Dios, pero pienso que ya pagué un precio incluso excesivo en humillación y en dolor y que no sería justo que al final se me mandara a arder en el infierno rodeada de soledad; no quiero sublevarme contra nada, pero advierto que todos llevamos dentro un verdugo y un animal venenoso, acabo de matar una avispa y el zumbido de sus alas sigue sonando en mi corazón, es probable que lo oiga durante dos o tres horas. El demonio Lucifer Taboadela, que era de Escornabois, en la provincia de Orense, tenía mil cajas de zapatos y otras mil de puros habanos llenas de gusanos de seda para vestir siempre con muy ricas túnicas, como si fuera un rajá de la India.

Loliña Araújo y Ermitas Erbecedo, Clara Erbecedo, las abuelas de los López Santana, siguen vivas, gracias a Dios, y disfrutando de la vida cada una a su manera; las dos acabarán muriéndose de cáncer pero todavía lo ignoran, la verdad es que cl cáncer tampoco las ha avisado todavía, cáncer de mama y cáncer de útero, todo esto es lo mismo, zaratán y espigaruela, lo malo es que le muerda a una, el cáncer no es una enfermedad sino una víbora.

Loliña y Clara son amigas además de consuegras, aunque no se frecuentan mucho, Clara va algunas tardes a tomar el té a casa de doña Leocadia, allí conoció a Javier Perillo y una noche se lo llevó a su chalet de San Pedro de Nos.

– No hagas ruido, aquí mando yo, pero quítate los zapatos, no hagas ruido.

– No.

Por ejercicios de tiro de mortero, de 7 de la mañana a 5 de la tarde, durante los días 2, 9, 16, 23 y 30 del corriente mes, se declara zona peligrosa para la navegación la comprendida entre los meridianos de la isla de Izaro y peña de Ogoño, en una profundidad de 7 000 metros. Clara y Javier se metieron en la alcoba y entraron en el cuarto de baño.

– Si quieres hacer pipí, me voy.

– No.

– ¿Quieres hacer pipí?

– No.

– ¿Quieres hacer pipí delante de mí? ¡Me gustaría tanto!…

– No puedo.

– ¡Qué vamos a hacerle!

Clara, de rodillas en el suelo, lo bañó muy delicadamente, muy parsimoniosamente, le dio jabón en los sobacos, en las ingles, entre los dedos de los pies, en todo el cuerpo menos en los ojos, Clara lo besaba casi con reverencia.

– ¿Me dejas que te llame Fifí?

– ¿Por qué Fifí? Bueno, como usted guste.

A Clara se le pintaron las mejillas de arrebol.

– Tutéame, no seas tonto, ¿no ves que me estás poniendo cachonda?

– Como gustes.