Clara sonrió casi pensativa.
– Tú también estás cachondo. Te prometo que no te llamaré Fifí más que a solas, tú no preguntes, no se debe preguntar nunca nada porque trae mala suerte.
– Vale.
Clara y Fifí se amaron sin remordimientos, después, al cabo de media hora larga, la mujer se quedó con la mirada fija en el techo y dijo:
– ¿Qué tal van tus estudios?
– Van bien, gracias.
Clara se calló durante medio minuto.
– ¿Conoces a Dora, la de don Leandro?
– Sí.
– ¿Es cierto que te has acostado con ella?
– ¿Quién le dijo a usted eso?
– Tutéame.
– ¿Quién te dijo a ti eso?
Clara volvió a guardar silencio unos instantes; las pausas suelen huir de las descripciones, suelen descolocarse, nadie acierta a ponerlas en su lugar debido, las pausas son igual que los ciempiés, que huyen siempre en zigzag y como desorientados. A Clara, cuando cogió la costumbre de llamar Fifí a Javier Perillo, siempre en el chalet, gozaba acariciándole las orejas después de hacer el amor, Clara también le daba chocolate, no a la española sino a la francesa, más claro y suave, se lo daba a la boca porque era muy maternal, las mujeres muy maternales están siempre dispuestas a adorar al hombre, a entregarse al hombre, a gozar haciendo gozar al hombre. Clara, en estas situaciones, hablaba con voz mimosa, casi en falsete, a veces daban ganas de partirle la cara.
– ¿No te das cuenta, Fifí, de que Leocadia, que es una cursi, lo de menos es que sea una puta, te está chuleando?
– No digas eso, mujer.
– ¡Lo que faltaba es que también te chuleara Dora! ¿Te regala corbatas y llaveros?
– No digas eso, mujer.
A Clara, de vez en cuando, le gustaba hablar mirando para el suelo y dejando caer las palabras muy lentamente.
– Lo digo porque es verdad, el chulo deberías ser tú, Fifí, que eres el macho y además el joven, lo que no puedes ser es el chuleado, ¿no te da vergüenza?, las viejas estamos para pagar y dar las gracias. Dora es tan cursi y tan puta como Leocadia y las dos son tan viejas como yo, más viejas que yo. ¿No te da vergüenza?
– No digas eso, mujer.
Clara, desnuda y despeinada, estaba incluso hermosa.
– ¿Quieres un whisky?
– Prefiero una ginebra.
– ¿Con tónica?
– Bueno.
– ¡Nada de bueno! ¿La quieres con tónica?
– Sí, gracias.
Clara, al poco rato, al cuarto de hora o así, se puso una bata blanca muy elegante llena de bordados, parecía un camisón. Clara también se preparó una ginebra con tónica y cambió el tono de sus palabras, se conoce que volvía a su natural amoroso.
– ¡Qué gozada, Fifí! ¡Qué joven haces que me sienta!
Clara puso Cascanueces, de Tchaikovsky, en el tocadiscos, y bajó la voz para hablar, casi no se le oía.
– ¡Qué golfa soy, Fifí! Poco a poco irás sabiendo que soy una vieja golfa. El marinero que se acostó conmigo en la playa de Riazor, esto ya te lo conté, y que no supe si era alemán, holandés o danés, tampoco sueco ni noruego, resultó que era finlandés, se llamaba Erki, esto me lo contaron más tarde, esto me lo contó Ortiz, el de Efectos Navales, y tenía en el pecho un tatuaje de una mujer desnuda y con larga melena y debajo un gallardete con el yugo y las flechas de los falangistas y un nombre: Dolores. Aquella noche estaba la marea alta y las olas me mojaron las tetas, tú ni te imaginas, Fifí, cómo me las pusieron, yo ni me quitaba siquiera. Erki también tenía otro tatuaje, éste en el brazo: un ancla con una serpiente enroscada.
Clara se fue callando poco a poco y después se quedó dormida; Javier apagó el tocadiscos y la luz y también se durmió, no se despertaron hasta las nueve de la mañana y volvieron a amarse.
– Eres insaciable, Fifí.
– ¡La insaciable eres tú, amor mío, vieja mía, cachonda mía!
– ¡Me has llamado amor mío, vieja mía, cachonda mía! ¡Soy tuya, Fifí! ¡Cómo te quiero! ¡Qué feliz me haces!
Estuvieron en la cama hasta las doce, abrazándose y besándose y amándose.
– Sal por esta puerta. ¿Tienes para un taxi?
– Sí.
Entonces Matilde Verdú recibió la orden de continuar con el hilo del cuento, las órdenes las da quien puede y debe hacerlo y nadie más.
– Proceda usted a seguir enumerando los personajes del drama, por ahora sólo hable de los de carne y hueso.
– Con la venia del señor presidente en funciones.
La relatora adoptó un aire casi tribunicio y carraspeó un poco para aclarar la voz; después siguió escribiendo, esto que se dice del ademán y la voz no es más que un subterfugio. Matty, la mayor de las niñas López Santana, no fuma ni bebe.
– ¿Y no fumó ni bebió nunca?
– Nunca jamás.
Matty es rubia, de facciones delicadas y sonrosadas, bien hecha, con las tetas muy en su sitio y el culito respingón, en eso es igual que su madre, los hombres vuelven la cabeza al ver pasar a cualquiera de las dos. Matty sabe arreglarse con mucho gusto y tiene el armario y el tocador lleno de trajes y zapatos, de cremas y perfumes, el padre le abrió cuenta en las mejores boutiques y zapaterías y perfumerías de la ciudad. Matty estudió primero en las josefinas y después en el instituto Da Guarda, pero no pasó de quinto curso; del instituto la echaron porque la sorprendieron masturbando a un bedel debajo de la escalera, tenía quince años y cuando la pillaron empezó a reírse a carcajadas y salió corriendo y alborotando. Después se apuntó en una escuela de secretarias, obtuvo el título pero no llegó a trabajar nunca. Su amiga Emilita, que era algo mayor que ella, le proporcionó un puesto eventual en Obras Públicas, pero a los diez o doce días lo dejó porque eso de tener que sujetarse a un horario no iba con ella; también empezó a tomar clases para sacar el carnet de conducir, pero tampoco llegó ni a examinarse.
Antonio Bienvenida vuelve a los toros, así lo asegura un amigo suyo de Venezuela. Las beatas llamaban Licorín al demonio Satán Vilouzás, que era de Vimianzo, en la provincia de Pontevedra.
– Dispense, Vimianzo es de la provincia de La Coruña, queda en el camino de Muxía, más allá de Carballo y antes de llegar a Corcubión.
– Bueno. El demonio Satán Vilouzás, o sea Licorín, preñaba a las mozas sólo con mirarlas.
– ¡Vaya! ¿Y por qué le llamaban Licorín?
– Eso no lo sabe nadie, pero es lo mismo. A Licorín le gustaba andar por los pueblos, rara vez entraba en las ciudades, por eso libraron las señoritas de La Coruña.
Matilde Verdú llamó aparte al árbitro y le habló al oído.
– Eso de que don Jacobo le compró un descapotable a su hija Matty no debe ser cierto porque ella, como le digo, no sacó nunca el carnet de conducir.
– Tiene usted razón, dejemos así las cosas, dejemos las cosas como están porque no merece la pena querer aclararlas, incluso podría ser peor. -Vale.
Matty lee a Rabindranath Tagore, aprende frases de memoria y después las repite como si fueran suyas. Por el verano vienen unas amigas de Madrid y salen con Matty, el tiempo es algo que siempre confunde, ya lo decía el padre Castrillón, el paso del tiempo desfigura los recuerdos y hasta las intenciones, esto que ahora se dice aconteció no en dos o tres días sino en dos o tres años. La madrileña Shell se llama Concha, claro, pero a ella le parece muy vulgar; Shell es bellísima, espiritual y delgada y lleva una larga melena negra que gusta mucho, queda un poco agitanada pero en fino y gusta mucho, Shell lee las poesías de Bécquer y de Juan Ramón Jiménez y estudia económicas, llegó a trabajar en el Banco de España, pero lo dejó al casarse porque tuvo gemelos y estaba muy atada, su marido es abogado del Estado y muy guapo, va siempre muy bien vestido, muy elegante, se llama Claudio, pero su apellido la verdad es que no lo supe nunca. Las hermanas María Luisa y Raquel, también madrileñas, son muy divertidas y no tienen mayores complicaciones mentales, lo que quieren es pasarlo lo mejor posible, las dos estudian informática. María Luisa tuvo un novio coruñés, Juan Antonio Varela, que tenia negocios de cine, era el dueño de Distribuidora Cinematográfica San Amaro, Matty se lo ligó sin pensárselo dos veces pero después lo encontró algo tosco, también algo cutre y avaricioso, y lo dejó de golpe, entonces Juan Antonio volvió con María Luisa. Matty coleccionaba amores, yo recuerdo cinco o seis, Matty idealizaba a los hombres tan pronto como los conocía, le gustaban mucho los hombres y tenía poca voluntad, más bien ninguna. Gabriel Cotice no le hizo nunca demasiado caso sino que más bien la tomaba un poco a broma, servía para el cachondeo pero para poco más, Gabriel Cotice era licenciado en derecho y quería hacer unas oposiciones a algo, no a notarías ni registros ni oficial letrado del Consejo de Estado, sino otras más fáciles, judicatura, secretario de ayuntamiento, secretario judicial, diplomático también está bien pero no sabe idiomas, Gabriel Couce prefiere ver venir las cosas más bien con calma, no debe uno apurarse nunca y menos con los asuntos importantes. Rafa Abeleira quería ser periodista, a veces le publicaban algo en El Ideal Gallego, él lo que buscaba era que lo metieran en la redacción para después ir haciendo méritos; Rafa y Matty se amaban en el campo, iban hasta las leiras de Nostián, más allá de la Maxillosa, buscaban unas piedras o unas silvas tras las que guarecerse, se desnudaban, tomaban el aire y el sol y se amaban durante horas y horas, durante muy largas horas, el mes de agosto es bueno para amarse en el campo, frente a la mar por donde pasan los barcos que van y vienen, el congelador Yeyo, con pescado, de África del Sur, el Sota Poveda, en lastre, de Villagarcía, el tanque Ildefonso Fierro, con crudos, de Sider, el Campoalegre y el Camporrojo, con gasolina, para Cádiz y Valencia, a los barcos se les puede saludar en cueros vivos porque van a lo suyo, a lo mejor los marineros se ríen pero es igual porque van a lo suyo, se van ganando la vida navegando por la mar abajo; en las piedras de la Maxillosa, entre los pulpos y los percebes, entre las medusas y los hipocampos, fue donde aparecieron una mañana tres niños negros ahogados, los trajo la mar hasta la costa, a lo mejor los tiraron desde un carguero griego, ¡vaya usted a saber!, o liberiano, lo más probable es que los tiraran vivos, no sé por qué pero me parece que es lo más probable, el suceso no se aclaró nunca, en el juzgado le echaron tierra encima porque la verdad es que la cosa tampoco merecía la pena. Un día una avispa le picó a Rafa en los testículos, bueno, en el escroto, y el muchacho empezó a revolcarse de dolor y a pegar gritos, Matty estaba muerta de risa y él se cabreó tanto que en venganza le meó y le cagó la ropa y después se la tiró a la mar; ella no dejaba de reírse ni un momento y al final tuvieron que pedir ayuda a un guarda de las obras del polígono de Los Rosales, Matty no llevaba encima más que la camisa de Rafa y el guarda le prestó un mono color butano que le quedaba algo grande pero que estaba limpio.