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Llevaban allí miles de años.

Cuando salió del ascensor y atravesó el hall para dirigirse a la calle los vio.

Reaccionaron mal, se quedaron como galvanizados al verla y se pusieron en pie de un salto. Casi chocaron entre sí. Fingían mirar hacia todos lados pero en realidad, aunque de reojo, no le quitaban la vista de encima. El árabe de la mañana no tenía nada que ver con ellos. Estos sí eran policías.

Joa cambió el rumbo de sus pasos y fue hacia donde se encontraban. Los pobres no supieron qué hacer. Ya no pudieron disimular.

– Díganle al inspector Sharif que voy a cenar con Carlos Nieto, ¿de acuerdo? Hotel Cosmopolitan.

No supo si la habían entendido. Ninguno de los dos dijo nada. Pero cuando se dio media vuelta y creyeron que se había alejado lo suficiente, empezaron a discutir echándose las culpas el uno al otro.

El taxista que la devolvió al centro era hablador y conocía las suficientes palabras en inglés como para atormentarla con una conversación en la que ella sólo asintió y sonrió algunas veces, sin que se diera por enterado de que no quería chachara. La dejó en el hotel de Carlos Nieto a las siete y treinta y cinco minutos y nada más cruzar el umbral se lo encontró sentado en una de las butacas del hall. El también llevaba ropa informal, pantalones de hilo y camisa abierta, aunque adecuada para una cena. Incluso se había puesto una liviana chaqueta que le confería un aire de profesor de literatura en una escuela de nivel.

Superaron las primeras trivialidades verbales, los comentarios acerca de su aspecto, y salieron a la calle. Tal y como le comentó al mediodía, por la zona había múltiples restaurantes para todas las opciones. Carlos le preguntó qué le apetecía y ella se limitó a decir que le daba igual. ¿Comida árabe e internacional? De acuerdo. El lugar escogido se llamaba Khan El Khalili.

No hablaron de nada relativo al asesinato hasta después del primer plato: la especialidad de la casa para ella, que consistía en una ensalada servida sobre pan tostado, con pavo turco, tomate y un montón de aditamentos, y moussaka para él, berenjenas, carne, hierbas y gratinado con bechamel. Entonces sí, porque se quedaron sin motivos de conversación. Los habían gastado todos.

– ¿Llevaba tu padre algo de valor encima esa noche?

– No, su reloj, su anillo de casado, su cartera…

– Ni siquiera pretendieron disimular un robo.

– No.

– He hecho averiguaciones sobre eso de las tres dagas

– Joa bebió un largo trago de agua-. Una secta milenaria llamada los Defensores de los Dioses mataba así a los que sentenciaban a muerte. Cada una de esas dagas aniquilaba una parte del cuerpo: la garganta, la cabeza y el corazón.

– ¿Por qué sentenciaron a muerte a mi padre?

– Encontró algo, o vio algo, está claro.

– ¿No te parece muy truculento?

– ¿Lo de la secta milenaria? Es posible. Pero esto es Egipto. Aquí las historias y las viejas leyendas cuentan. Incluso puede que alguien trate de confundirnos con eso. ¿Te ha dicho algo más la policía?

– No.

– Yo he tenido una extraña conversación con un hombre.

– ¿Quién?

– No lo sé. Según él, era un viejo amigo de tu padre y del mío. Me ha dicho que me fuera del país, que estaba en peligro.

– ¿En serio? -se inquietó Carlos.

– Afirma que tu padre le dijo que cuando yo llegara lo entendería, que era la única que podía hacerlo.

– ¿A qué se refería?

No quería contarle nada más. No quería hablarle de extraterrestres o la tomaría por loca. Tuvo que retroceder y atrincherarse en la ignorancia.

– No lo sé.

El camarero les trajo su segundo plato: kebab and kofta, es decir, cordero. Tenía un aspecto inmejorable. Joa lo miró con apetito. Carlos Nieto no. De vez en cuando atravesaba por lagunas de tristeza. Ella se dio cuenta de que lo ignoraba todo acerca de aquel hombre, si estaba casado, separado, soltero… No llevaba ningún anillo. Quizá fuese lo que aparentaba ser. Alguien solitario y anodino. Se sintió incómoda ante sus propios pensamientos.

– ¿A qué hora saldremos mañana?

– Temprano. Quería alquilar un todoterreno pero la distancia es muy larga, más de seiscientos kilómetros; aunque hay una autopista más o menos decente sería un viaje de todo un día, eso sin contratiempos. Hay un vuelo de Egyptair a las ocho de la mañana. Como tú has de cruzar El Cairo hasta el aeropuerto, podemos quedar una hora antes en la Terminal. Ya me he ocupado de los billetes de avión a Luxor.

– De acuerdo, gracias.

Sería un viaje inquietante.

Por lo que pudieran encontrar.

Por la amenaza que, según el hombre del museo, pesaba ahora sobre ella.

Joa se llevó una mano al pecho, allá donde la blusa le ocultaba el camafeo con el cristal en su interior.

– Cuéntame qué haces, qué has hecho, que harás -le pidió Carlos Nieto retrocediendo hasta el comienzo en busca de una conversación trivial.

10

La despedida había sido cortés pero, de alguna forma, un poco tensa. En el taxi, porque Carlos se empeñó en acompañarla aunque el restaurante estaba al lado de su hotel. Se habían dado un beso en la mejilla. Un beso cálido por parte de ella, intenso por parte de él. La velada había sido finalmente agradable, pero en ese momento Joa sintió la presión de ese contacto puntual como algo casi desesperado, como si su compañero se aferrase a la vida momentáneamente a través de ella. Pensó que quizá necesitase algo más que una amiga, un hombro en el que llorar o una compañía efímera. De pronto se le antojó que el beso era un grito procedente de alguien muy solitario. -Gracias -le dijo de nuevo.

En los ojos de Carlos Nieto encontró el abismo del vacío.

Salió del taxi y se quedó en la puerta, viendo cómo el coche se retiraba de regreso al hotel de su compañero.

Las tres pirámides y la Efigie brillaban en la distancia con tonos azulados.

Más de cuarenta siglos siendo testigos de la evolución de la humanidad a su alrededor.

– ¿Han cenado bien?

Tuvo un sobresalto. Kafir Sharif había llegado hasta ella surgiendo de la nada, sin hacer ruido, lo mismo que una serpiente arrastrándose en busca de su presa. Contó mentalmente hasta tres antes de volver su cuerpo hacia él.

– ¿Me ha seguido, inspector?

– ¡Oh, no! -hizo un gesto de lo más disciplente-. En realidad acabar…, acabo… ¿Se dice así? Acabo de llegar, sí.

– ¿Por qué? -se alarmó temiendo que volviera a llevarla a la comisaria.

– Gesto de buena voluntad -le tendió su pasaporte.

– ¿Ya no soy sospechosa?

– Mi deber era asegurarme, señorita Georgina Mir.

– Gracias -lo cogió con la mano derecha y lo dejó en ella, sintiendo su precioso contacto-. Podía habérmelo dado mañana.

– Mañana usted y señor Nieto hijo viaje, ¿sí? El compra billetes de avión a Luxor.

– Lo sabe todo, ¿eh?

El inspector le mostró una de sus sonrisas de hiena, con sus blancos dientes y su bigotito alargándose de extremo a extremo de su cara igual que una frontera negra que separase sus dos mitades.

– ¿Trabaja siempre hasta tan tarde? -le preguntó ella.

– Veinticuatro horas día. Policía no duerme.

– ¿Por qué me ha estado siguiendo?

– Precaución.

Se preguntó si la habrían visto hablando con el hombre del museo.

Y si el tipo de la chilaba blanca y la barba…

– Buenas noches, inspector -hizo ademán de echar a andar hacia la puerta del Pyramids para sumergirse en su mundo gélido, dominado por los aires acondicionados.

– Señorita Georgina Mir…

– ¿Sí?

– He hecho más averiguaciones sobre usted.

– ¿Y…?

Kafir Sharif plegó los labios en una mueca de insatisfacción.