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– A lo mejor los americanos me protegen.

– ¡Esperando el momento de volver a echarte el guante para lavarte el cerebro o chuparte todo lo que tienes en él!

– David…

– ¿Qué? -percibió todo su enfado y su dolor a través de la línea.

Joa abrió de nuevo los ojos y salió a la terraza. La noche era cálida. La visión de las pirámides era un bálsamo. Tiempo detenido.

– Tengo una teoría -ordenó sus pensamientos para darles forma.

– ¿Cuál?

– Es algo que me ha estado rondando todo el día, carcomiéndome por dentro, y ahora más, desde que Sharif me ha dicho lo de la embajada de los Estados Unidos.

– ¿Qué?

– ¿Dónde están las otras dos? Las niñas que tuvieron las hijas de las tormentas desaparecidas como mi madre.

– No hay rastro de ellas.

– ¿Las buscáis?

– Bueno, lo intentamos…, pero después de la visita de la nave, la desaparición de los jueces… Hicimos lo que pudimos.

– No parece mucho.

– Joa, estamos hablando de países diferentes, y difíciles. Una está en Jordania. La otra, en la India. Los guardianes no somos como los jueces, pero también nos quedamos sin una misión cuando la nave se llevó a las hijas de las tormentas.

– ¿Cómo son ellas?

– La chica india es unos años mayor que tú. La jordana es una adolescente. Sus vidas no han sido tan fáciles como la tuya. Culturalmente son lugares duros para las mujeres.

– Pero no pueden haber desaparecido.

– Llamaré a los guardianes que cuidaban a sus madres. La niña jordana estaba en Ammán. De la joven india no se sabe nada desde hace bastante tiempo. La última pista habla de Nueva Delhi y el norte del país. Buscar a una persona en una nación con más de mil millones de habitantes es peor que buscar la clásica aguja en el pajar.

– Esas dos chicas han de haber desarrollado poderes, como yo, y eso no se oculta fácilmente.

– No lo sé, Joa -David se mostró abatido-. ¿Tu teoría tiene que ver con ellas?

– Somos las únicas descendientes de las cincuenta y dos hijas de las tormentas que llegaron en noviembre de 1971. Tres mujeres, las tres jóvenes. O nos dejaron en la Tierra por una razón, o no contamos para nada. Y necesito saber si es lo primero o lo segundo, porque si es lo primero habrá que dar con ellas.

– ¿Hablas en serio?

– Puede que formemos parte de algo.

Hubo una pausa al otro lado.

Y un suspiro prolongado.

– Tiene sentido -reconoció él.

– Lo que me preocupa es que las haya atrapado alguien como el coronel Travis.

– ¿Y si están escondidas?

– Yo no lo estoy.

– Eres diferente.

La nueva pausa fue más larga. Llevaban hablando un buen rato. Se sentía más tranquila. Si ahora lograba conciliar el sueño unas pocas horas, al día siguiente estaría mucho mejor.

– Te quiero -musitó de pronto.

Sonaba a despedida. Y lo era.

– Yo también.

– Voy a ver si duermo un poco. Mañana me espera el viaje hasta el Valle de los Reyes.

– Llámame cuando puedas. Si no lo haces tú en un par de días, lo haré yo. Basta de silencios.

– De acuerdo. Buenas noches.

Escuchó un beso y cortó la línea.

12

Tardo en dormirse pese a la necesidad de madrugar, y cuando lo hizo, no logró evitar una larga serie de pesadillas absurdas. Árabes con dagas persiguiéndola, el coronel Hank Travis secuestrándola, David buscándola sin encontrarla, sus padres regresando a la Tierra como si no hubiera pasado nada… Incluso apareció su abuela, o mejor dicho, ella la visitaba en las tierras de los huicholes, y viajaba de nuevo a lomos del peyote. Al despertar, de manera abrupta, faltaban menos de quince minutos para salir hacia el aeropuerto.

Se duchó, se vistió, metió un par de mudas y ropa en una bolsa y pasó por el restaurante para llevarse algo de comida a modo de desayuno, frutas, pan, queso y chocolate. Bebió una naranjada a la carrera y poco más. Se metió de cabeza en un taxi y le pidió al conductor que la llevara al aeropuerto lo más rápido posible. Era un muchacho joven, así que quiso impresionarla.

Se zampó parte de lo que se había llevado allí mismo, aprovechando el largo trayecto. Incluso le ofreció fruta al taxista.

Llegó al aeropuerto de El Cairo cinco minutos antes de las siete de la mañana, un récord. Carlos Nieto tardó otros cinco minutos en hacer acto de presencia. Se besaron en la mejilla y pasaron por facturación. Ninguno de los dos llevaba maleta, sólo equipaje de mano. El control de seguridad fue mucho más largo y espinoso. Les registraron el equipaje de mano con una minuciosa y exhaustiva parsimonia policial, mirándolos de tanto en tanto para descubrir en ellos posibles rasgos de culpabilidad que los delataran por algo. La breve espera para tomar el vuelo la hicieron en una salita abarrotada de turistas. No todos escogían la placidez del Nilo para viajar por el país, desde Assuán hasta El Cairo o, por lo menos, hasta Qena, pasando por Karnak y Luxor. El ambiente era ruidoso, sobre todo por la presencia de un grupo de italianos.

No intercambió muchas palabras con el hijo de Gonzalo Nieto hasta ese momento.

– ¿Estás bien? -quiso saber él.

– Eso debería preguntártelo yo. Era tu padre -repuso Joa.

Su compañero se encogió de hombros.

– Era difícil, ¿no? -lo comprendió ella.

– Para los demás, todos los padres son maravillosos, sobre todo si destacan en algo. Para uno mismo siempre hay otra vara de medir. Yo estuve con él en el día a día. Bueno, cuando estaba, claro, porque siempre había una excavación pendiente o algo más importante y urgente que nosotros. Creo que mi madre se consumió, se apagó, detenida en la esquina de su vida, y tardé mucho en perdonarle por ello. Admiro su intelecto, su capacidad, la forma en que se entregó siempre a su pasión. Pero no puedo aplaudirle ni celebrar sus éxitos porque ellos iban en detrimento de nuestra felicidad -la miró con fijeza-. ¿El tuyo no fue así?

– En parte sí, pero yo tuve una buena relación con él. Me sentía orgullosa de su trabajo, y cuando regresaba y me contaba lo que había hecho, encontrado o visto… Yo siempre anhelaba ir con él.

– ¿Te llevó?

– A veces sí, en viajes cortos, o en verano.

– Tuviste suerte.

– ¿Tú crees? -su sonrisa fue cansina.

– Yo intenté seguir sus pasos, apasionarme por la arqueología, pero me quedé a medias. Por más que me esforzaba…, me faltaba algo. Y ahí se quebró el único hilo que nos habría unido a ambos. Me quedé en la superficie, tengo conocimientos, he leído, he viajado, pero he acabado siendo la oveja negra.

– No digas eso.

– Tengo una agencia de viajes, Georgina. A eso ha quedado reducida mi posible vocación por la historia o el mundo en general. Hace tres meses rompí con mi pareja y me quedé solo. Ahora esto. Quiero ir al Valle de los Reyes, recoger las cosas de mi padre y regresar a España con su cuerpo lo antes posible. Todo esto… -hizo un gesto de impotencia abarcando el mundo en general-. Lo único bueno es estar contigo. Te has convertido en una mujer preciosa.

– Gracias -se puso roja.

– ¿Tienes a alguien?

– Sí.

– ¿Dónde está?

– En Barcelona. Es profesor.

Carlos Nieto pareció hundirse un poco más, como si una puerta entreabierta apenas levemente se hubiera cerrado de nuevo. Por alguna razón inexplicable, Joa sintió lástima de él. Recién separado. Sin un lugar en el mundo. Sin olvidar a su madre muerta años atrás y a su padre muerto ahora.

Al menos tenía tumbas a las que llevar flores. Los suyos estaban vivos, en algún lugar de la galaxia.

Alucinante.

– ¿De verdad no tienes ni idea de lo que sucedió con tu madre ni con tu padre?

De nuevo la asaltó la duda de si contárselo o no.

Quería que Carlos entendiera por qué estaba allí, por qué Gonzalo Nieto la había llamado y por qué estaba muerto.