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Y no se atrevía.

– No -mintió una vez más-. Es un misterio.

– Por lo visto, mi padre sí sabía algo -bajó la cabeza con aire de derrota.

Joa puso su mano derecha sobre las suyas y se las presionó.

Ya no hubo más, porque llamaron a los pasajeros para el embarque. Subieron disciplinadamente al avión, ocuparon sus asientos y en unos minutos el aparato alzó el vuelo. No era ni grande ni moderno. Dejaba mucho que desear. Pero el día era plácido, sin nubes en el cielo y con una visibilidad ilimitada. Apoyada en el cristal de la ventanilla Joa vio cómo alcanzaban el Nilo por el sur de El Cairo y, con él a su derecha, oteó el milenario paisaje que durante siglos fue la cuna de una civilización.

Había resuelto el enigma maya.

¿Con qué iba a encontrarse ahora allí?

En el espacio delantero, junto a la inevitable bolsa para los mareos y un plástico con las normas de seguridad del avión, encontró una revista usada y vieja. La tomó maquinalmente y nada más abrirla se encontró con un mapa del norte de Egipto, desde Alejandría y El Cairo hasta Luxor, Karnak y el Valle de los Reyes. Lo observó con curiosidad.

– Joa -capturó su atención Carlos Nieto.

– ¿Sí?

– Si en la tumba que estaban excavando mi padre vio algo…, no tiene mucho sentido que le mataran, ¿verdad? También debieron de verlo sus compañeros. Y tú vas a verlo ahora.

Era uno más de los muchos interrogantes que la asaltaban.

No sabía si el más esencial o no.

Salvo que sólo ella pudiera interpretarlo.

Se escudó en su silencio y volvió a apoyar la frente en la ventanilla.

No volvieron a hablar hasta su llegada a Luxor, con el Valle de los Reyes al otro lado del Nilo.

13

En el aeropuerto de Luxor los esperaba un todoterreno con dos de los arqueólogos españoles compañeros de Gonzalo Nieto. Sus caras lo decían todo. Estupor, consternación, abrazos, pésames… Uno se llamaba Bernardo Cifuentes y era un hombre de unos sesenta años. El otro, Juan Pedro Clapés, mucho más joven, no pasaría de los treinta y cinco. Cuando Carlos Nieto les presentó a Joa, el apellido no les pasó desapercibido.

– ¿Mir?

– Mi padre es Julián Mir, sí.

– ¡Válgame el cielo!

Bernardo Cifuentes soltó un par de anécdotas de forma rápida. Ella cinceló en su cara una sonrisa de rigor y poco más. Abandonaron la Terminal de inmediato, huyendo de las hordas turísticas, y el cuatro por cuatro enfiló hacia el sur, bordeando la antigua Tebas, para cruzar el Nilo. Al norte de Luxor se encontraba el más impresionante templo egipcio: Karnak. Joa todavía no había visto las pirámides, así que se juró no marcharse sin pisarlo.

El trayecto hasta el Valle de los Reyes fue breve, apenas treinta minutos. Al otro lado del río, surcado por las habituales falucas, primero se encontraron con los Colosos de Memnón, muy dañados, pero todavía impresionantes.

Desde allí ya se divisaba el conjunto monumental del Valle, con el Templo de la Reina Hatshepsut, el edificio central encajonado por la alta pared posterior y a sus pies las tumbas abiertas y las que seguían hallándose o siendo objeto de estudios, análisis y excavaciones. Nadie sabía cuántos tesoros podían ocultarse todavía allí mismo. Se trabajaba con paciencia, y con escaso dinero, no con premura o presupuestos millonarios.

Juan Pedro Clapés les entregó un sucinto mapa de la zona.

– El grupo español que investiga la TT 47 está en el oeste -les informó-. Entre las tumbas de Tutmosis III y las de Seti I y Ramsés X. Cuando encontremos algo que nos permita identificar a su dueño, le pondremos un nombre, claro.

Joa detuvo las preguntas que tanto le quemaban la garganta.

No era el momento.

El Valle de los Reyes mostraba dos tipos de universos, uno silencioso y apenas visible, y otro bullicioso y contaminante, tanto en lo visual como en lo acústico. El segundo lo formaban los turistas, que eran vomitados por autocares de manera incesante y sin descanso. Aunque entraban en las tumbas a las que se les permitía el acceso de manera ordenada y con prohibición de hacer fotografías, y menos con fiases, para no perjudicar las pinturas conservadas en las paredes, su presencia era demasiado ostensible en todos los aspectos. Si los faraones hubieran podido ver el futuro, tal vez no se hubiesen tomado tantas molestias en ser enterrados como hijos de los dioses. El otro universo, el primero, era el constituido por todos aquellos que trabajaban allí, arqueólogos o simples obreros egipcios, empleando en ocasiones días o semanas de su paciencia para desenterrar parcialmente un objeto sin dañarlo. Bernardo Cifuentes expresó en voz alta lo que Joa sentía.

– Son los que traen divisas al país, y desde luego vienen a Egipto por esto, las pirámides y el Nilo, así que… Se les necesita.

Cuando llegaron al pequeño campamento montado junto a las excavaciones ya se había formado el comité de bienvenida. Los esperaban. Los otros arqueólogos españoles repitieron los gestos de los dos primeros. Mariano Pino era el jefe de la expedición. Tras él se presentaron Juan Manuel Pérez y Gorka Arriaga. Quedaban dos miembros más, éstos egipcios. Joa trató de retener sus nombres, acento incluido:

– Bir El Saíf y Haruk Marawak.

El apretón de manos del primero fue blando.

El del segundo no. Ni su mirada.

Tan intensa que la atravesó de lado a lado.

Los primeros diez minutos con el grupo fueron una repetición de las escenas del aeropuerto. La consternación los embargaba a todos. Seguían allí, trabajando, porque era lo que hubiera querido Gonzalo Nieto. De nuevo el apellido Mir hizo que la pequeña comunidad hispana se volcara en elogios hacia su padre. Los dos egipcios ya no intervinieron en ello.

Pero Haruk Marawak seguía mirándola fijamente.

Era un hombre relativamente joven, de edad indefinida. Tenía la tez tostada y el cabello muy negro y brillante, mejillas redondas, ojos vivos. Todos lucían equipos de trabajo, botas, camisas, pantalones recios y sombreros o gorras para protegerse del sol. Él no. Llevaba la cabeza descubierta y un pañuelo al cuello. Sin llegar a ser un dandi, se diferenciaba del resto. Hablaba un perfecto inglés, mejor que el de su compañero.

Bir El Saíf lo que miraba era su cabello rojizo.

Nadie preguntó qué hacía ella allí. Pensó que la consideraban la pareja de Carlos.

– ¿Cuánto tiempo os quedaréis?

– Regresamos mañana -dijo el hijo del arqueólogo fallecido.

– Yo tal vez me quede un poco más -objetó Joa-. No sé cuándo tendré una nueva oportunidad de ver todo esto, incluido Karnak.

– ¿Nunca acompañaste a tu padre aquí? -preguntó Mariano Pino.

– Lo teníamos pendiente.

– Querrás ver primero sus cosas, ¿no? -se dirigió a Carlos Nieto-. No hemos tocado nada.

– ¿La policía no ha venido? -se extrañó Joa.

– Hasta ahora no. El crimen se cometió en El Cairo. Supongo que deben de interpretarlo como su primera prioridad.

– De todas formas seguro que nos interrogarán -convino Gorka Arriaga.

– Nos llamó un tal inspector Sharif. Nos pidió que estuviéramos localizables. Le dijimos que no íbamos a movernos de aquí -concluyó Juan Manuel Pérez.

Las tiendas eran grandes. Dos para el trabajo o la inspección de lo que pudiera aparecer bajo tierra y otras más pequeñas pero igualmente confortables para ellos. La de Gonzalo Nieto era la segunda. Mariano Pino llevaba ahora la iniciativa. Les hizo pasar y el resto se quedó en el exterior, para no convertir el espacio en una aglomeración. Carlos pareció vacilar un momento, sin saber qué hacer. La cama estaba hecha, un jergón con una mosquitera que colgaba del techo. Sobre una mesita vieron algunos mapas y anotaciones. Fue a lo primero que prestó atención Joa.

Le bastó una ojeada rápida para darse cuenta de que aquello era un plano de la entrada de la tumba TT47 y las posibles opciones que se podían seguir después en ella, puesto que la mayoría de las encontradas a lo largo de los años presentaba cortes parecidos, una entrada descendente, una antecámara, un posible pozo ritual o un anexo, y por último la cámara sepulcral. Las probabilidades de repetir un hallazgo como el de Tutankhamon, sin embargo, eran mínimas. Los saqueadores de tumbas les llevaban más de tres mil años de ventaja.