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– ¿Ves algo? -le preguntó Carlos.

– No -le hizo patente su desilusión.

– Míralo todo, no hay prisa.

Lo hizo. Mientras él se dedicaba a lo personal, la ropa, sus objetos cotidianos, ella revisó el material de trabajo. Fueron suficientes otros quince minutos. Nada.

Su padre le había dejado dos pistas en Palenque, la modificación del dibujo de la lápida del Señor de Pakal y los seis grifos con las fechas de nacimiento de su madre y del día del regreso, y gracias a ellas, al final, dedujo el resto, la fecha de la aparición de la nave, el lugar, la relación con las hijas de las tormentas… Ahora en cambio no veía ninguna pista ni su intuición la avisaba de nada.

Si Gonzalo Nieto había descubierto algo, tal vez lo guardaba en su mente. Y si lo llevaba encima, se lo quitaron al asesinarle.

Camino cortado.

Sintió rabia.

Un hombre muerto para nada, y ella seguía dando palos de ciego.

– Tan cerca… -apretó las mandíbulas-. Tan cerca…

Cuando salió al exterior, Carlos ya llevaba allí un par de minutos. Lo rodeaban Mariano Pino, Bernardo Cifuen-tes y Juan Pedro Clapés. Hablaban de generalidades, siempre en torno al trágico suceso. Joa escuchó algo de que el difunto era un hombre cordial, afectuoso, abierto de talante, pero celoso de su trabajo, poco dado a exteriorizar impresiones y menos a conjeturar nada. Hechos y sólo hechos.

Si les hubiese confiado el motivo de su llamada a Camboya, ya se lo habrían revelado.

Nadie la esperaba allí.

– ¿Podemos ver la tumba? -preguntó.

– Apenas hay investigados siete metros de la primera galería, pero si queréis…

Joa comenzó a caminar hacia ella y los demás la siguieron.

La tumba, como casi todas, no mostraba más que un agujero en la piedra, sin siquiera pulir los bordes. Un primer rellano de cincuenta centímetros preludiaba la escalinata que se sumergía en las profundidades de la tierra. Contó diez escalones hasta la galería principal. Habían puesto luces, así que todo estaba a la vista. Paredes bellamente dibujadas con motivos varios, guerreros, una barca, dioses con sus respectivos signos… La marcha concluía de forma abrupta por un desprendimiento y un primer muro de protección o defensa de lo que pudiera haber al otro lado. Si existía una puerta, la tierra caída la tapaba de momento. Resultaba obvio que los trabajos se hallaban detenidos allí porque tres obreros, bajo la atenta mirada de Haruk Marawak, iban retirando las piedras con sus propias manos. Nada de picos o palas que pudieran destrozar algo irreparable.

Joa volvió a examinar las pinturas.

– ¿Algo especial? -preguntó en voz alta.

– Sólo un detalle.

– ¿Cuál?

– Este signo.

Se acercó a donde le indicaba Juan Pedro Clapés. Era una reunión de dioses, todos de perfil, como mandaban los cánones estéticos egipcios. Entre ellos encontró el signo al que se refería el arqueólogo.

Una extraña cruz. Desigual.

Formada por segmentos que medio enmarcaban las cuatro divinidades, las mismas del resto de la gran pintura.

– ¿Qué es? -se interesó Joa.

– No lo sabemos. Pero hay una cruz igual en una de las columnas del templo de Karnak. Es la única referencia. Nos ha sorprendido encontrarla aquí.

– Desde luego se sale de lo común -le hizo notar Bernardo Cifuentes-. Gonzalo también la encontró muy interesante.

Joa contuvo la respiración.

– ¿Dijo algo acerca de ella?

– No, sólo eso. Aquí cualquier novedad es fascinante.

– ¿No aparece en ningún libro…?

– Que sepamos, no.

– ¿Y la de Karnak?

– Gonzalo fue a echarle un vistazo. Desde luego es la misma. El no la conocía y al enterarse de su existencia quiso compararlas.

Gonzalo Nieto había ido a Karnak sólo para ver la primera cruz.

Joa sintió la presión en sus sienes.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace unas semanas.

Unas semanas.

Si tenía algo que ver, ¿por qué había tardado tanto en llamarla?

Quizá no fuera nada. Otra vez.

– ¿Quiénes son éstos? -señaló los cuatro dioses dispuesta a no rendirse.

– Arriba a la izquierda tenemos a Amón, a la derecha está Ra. Abajo a la izquierda podemos ver a Atón y a la derecha Nut.

– ¿Alguna vez los habíais visto juntos así?

– No.

– ¿De quién puede ser esta tumba?

– Eso tal vez tardemos en descifrarlo varios meses -dijo Mariano Pino.

– 0 años -le rectificó Juan Pedro Clapés.

Al fondo de la galería, Haruk Marawak estaba muy quieto. Sus obreros no hacían el menor ruido y él parecía más interesado en su conversación que en el trabajo.

– ¿Cuál es vuestra hipótesis sobre lo que representa el conjunto? -abarcó la pintura al completo.

Todos miraron al jefe del grupo.

– Parece indicar un viaje, un tránsito.

– ¿De qué o de quién, y hacia dónde? La miraron con curiosidad.

– Interpretar eso siempre queda del lado de la especulación, Georgina -le aclaró el mismo Mariano Pino.

– Ya, ¿pero hay alguna teoría mejor que otra?

– Dioses que van, o vienen. Que sean estos cuatro y no otros es significativo.

– ¿Por qué?

– Amón es el dios principal de la ciudad de Tebas, señorita -Haruk Marawak estaba allí, a su espalda. Le produjo un sobresalto porque no esperaba escuchar su cuidado inglés de Oxford-. En su origen se dice que fue un dios de los vientos, así que protegía a los navegantes. Su nombre significa El Oculto. Más tarde se fusionó con el dios Sol y adquirió el nombre de Amón-Ra. Atón -señaló con un dedo la figura inferior izquierda- significa Disco Solar. Con el tiempo se le consideró una manifestación de Ra. En su primera representación le veíamos como una persona con cabeza de halcón. Más tarde adquirió la forma que aquí vemos: un disco solar. Lo proclamaron divinidad suprema. El faraón Akenatón decidió que fuera el único al que se prestara culto y fundó la ciudad de Aketatón en su honor. Aketatón significa Horizonte. Cuando murió Akenatón, el culto a Amón fue restablecido -hizo una pausa y apuntó al dios superior derecho-. Ra es el dios solar de Egipto y uno de los nombres del Sol. Durante el día ilumina la tierra en forma de halcón. Cuando desaparece hacia el Oeste es Atón, el anciano encorvado esperando en el más allá por los muertos, que se calientan con sus rayos. Cuando vuelve a la vida por la mañana en el Este lo hace en forma de escarabajo, Jepri. Por último tenemos a Nut -su dedo se dirigió a la figura inferior derecha-. Uno de sus títulos era «la grande que da el nacimiento a los dioses». De acuerdo con un viejo mito, el dios Atón había sido el creador del mundo partiendo de sus fluidos internos. Así nacieron los primeros dioses, Rfenis, la humedad, y Shu, el aire. Ellos procrearon a Gueb, la tierra, y a Nut, el cielo. Nut es la creadora del universo físico y regula los movimientos de los astros. Es una bóveda celeste en forma de mujer inclinada sobre la Tierra, en la que se apoya de pies y manos. Nut se comía al Sol de noche y lo hacía renacer por la mañana.

– Una perfecta explicación, sí señor -aplaudió Mariano Pino.

– Haruk es toda una enciclopedia -le palmeó la espalda Juan Pedro Clapés.

Joa miraba fijamente al egipcio. Y él a ella.

Amón, Ra, Atón, Nut. Todos relacionados con el cielo, las estrellas.

Estaba ante la puerta. 0 la llave que abriría una puerta de comunicación. Y no tenía ni idea de qué iba nada de todo aquello.