14
No podía dormir. Una vez más. Había pasado el día fingiendo, hablando, visitando las tumbas del Valle de los Reyes como una turista pero con el pensamiento en otra parte, comiendo con los arqueólogos españoles además de los dos egipcios, el silencioso Bir El Saíf y el conspicuo Haruk Marawak. Todo ello mientras su cabeza daba vueltas.
¿Quería creer a la desesperada que aquella cruz era lo que había llamado la atención de Gonzalo Nieto o realmente era así?
Una extraña cruz, ¿y qué?
Si ellos, reputados egiptólogos, no sabían nada salvo que había una igual en una columna del templo de Karnak… Quedaba tanto por descubrir en Egipto. Tanto.
Y de vez en cuando la golpeaba la gran duda, de forma machacona: ¿si Gonzalo Nieto la llamó a causa de aquel signo, por qué lo hizo días después de descubrirlo y no en el mismo momento?
– Tuvo que investigar, ¿verdad? -se dijo a sí misma en voz alta.
¿Investigar dónde?
Salió de la tienda de campaña que disfrutaba en solitario por ser la única mujer del grupo. Carlos Nieto dormía con los demás. Hallarse en el centro de un lugar como aquél la sobrecogía. La historia se mide por el cómo, pero más por el cuándo y el qué. Tres, cuatro o cinco mil años antes, en una noche como aquélla, todo lo que la rodeaba hubiera sido sin duda muy distinto. Lo extraordinario era que Egipto había sido un misterio hasta la llegada de Napoleón y sus tropas. Y de eso hacía apenas doscientos años. De no haber sido por el hallazgo de la piedra Rosetta en 1799 y de las investigaciones que durante más de veinte años realizó Jean-Françoise Champollion, los jeroglíficos tal vez no se hubieran descifrado jamás. La piedra contenía un mismo texto en tres lenguas distintas, la griega clásica, el demótico y los jeroglíficos egipcios. Con una infinita paciencia, tratándose de un texto tan pequeño, Champollion consiguió veintitrés años después de su hallazgo, en 1822, presentar la correcta interpretación de los jeroglíficos egipcios.
Recordó cuándo vio por primera vez la piedra en el British Muséum de Londres, emocionada.
Los primeros cartuchos que Champollion consiguió traducir fueron los de Cleopatra y Ptolomeo.
De todas formas los jeroglíficos no fueron el único sistema de escritura egipcio. Sólo el más antiguo. Los egipcios lo llamaron hiera grammata, las sagradas letras, y también la hieroglyphica, las sagradas letras grabadas. De esta segunda definición surgió el término jeroglífico.
Se sentó en una piedra, bajo las estrellas, y se embebió de aquella paz y su silencio.
Un silencio breve.
Roto por el rumor a su espalda.
Volvió la cabeza justo en el momento en que Haruk Marawak se agachaba para sentarse a su lado.
– Siento importunarla -dijo a modo de presentación.
– No importa.
– Quería hablar con usted.
– En parte lo imaginaba -fue sincera.
El egipcio estiró las piernas y se apoyó con las manos en el suelo. Bajo la difusa luz de la bóveda celeste, los dos parecían espectros.
– No quería contarle esto al joven señor Nieto -le reveló-. Yo era amigo de su padre. Oí mencionar su nombre. Sé que él quería verla.
– ¿Sabe quién le mató?
– No.
– ¿Y sabe por qué?
No lo dijo con palabras. Deslizó la cabeza de lado a lado un par de veces. Sus ojos reflejaron sinceridad.
– ¿Qué quería contarme? -Joa fue directa al tema.
– Cuando la policía venga a interrogarnos tendré que contárselo también a ellos -hizo un gesto de resignación.
Joa esperó.
– El profesor Nieto se veía con una mujer en El Cairo desde hacía poco.
No era sorprendente, pero sí la desconcertó.
A veces olvidaba que todos los seres humanos necesitan el amor, la relación, incluso un sesudo arqueólogo viudo.
– ¿Sabe su nombre?
– Shasha -se lo deletreó-. Shasha Bayik. Vive en el Viejo Cairo, calle Maamura 37. Llevé al profesor Nieto una noche y le vi entrar ahí. La conoció hace un par de meses, creo. Eso le hizo cambiar.
– ¿En qué sentido?
– Parecía un hombre alegre, pero en realidad tenía un punto de amargura, volcado siempre en su trabajo, solitario. Después de conocerla se le veía reír más a menudo, bromear por todo. Un hombre plenamente feliz.
El amor en la vejez. Posiblemente la felicidad suprema.
– ¿No dijo nada a nadie?
– Yo tenía una relación más directa con él que los demás. Me cogió cariño. Y viceversa. No me contó los detalles, claro, pero poco a poco… fue desnudando su alma. La noche que me habló de ella sus ojos estaban llenos de luz.
– ¿La conoció antes o después de que encontraran esa cruz?
– No lo sé con exactitud, aunque creo que fue justo después.
– ¿Sabe algo más de esa mujer? -No, nada.
– ¿Por qué no se lo ha dicho ya a la policía?
– Señorita, esto es Egipto. Aquí respondes cuando te preguntan. No es bueno adelantarse a los acontecimientos.
– Entiendo que cuando Gonzalo Nieto iba a El Cairo vivía con ella…
– Creo que sí -cambió de tono para preguntarle-: ¿Cuándo la llamó a usted?
– El mismo día que le mataron.
– El día anterior a mí me dijo que se iba a El Cairo para dos o tres días.
– A esperarme, claro.
– No, no sólo eso. Quería investigar algo. Volver al archivo del Museo Egipcio.
– ¿Había ido otras veces? -Joa se envaró.
– Sí, claro.
– ¿Cuándo?
– No estoy seguro, pero desde que encontró esa cruz…
– ¿Qué vio o imaginó ver en ella, Haruk?
– No lo especificó. Un par de veces comentó que iba a ser un regalo para la hija de un buen amigo. Se refería a usted, y sonreía. Yo le pregunté, pero lo único que saqué en claro fue la relación entre el mapa de Orion y el mapa de las pirámides.
– ¿Qué mapa es ése?
Haruk Marawak lo reprodujo en la arena. Primero una forma poliédrica, dos triángulos unidos por tres puntos en uno de sus ángulos. Después trazó una línea curva a la derecha. Joa comprendió de inmediato qué estaba dibujando su inesperado confidente. La línea curva era el Nilo. La forma poliédrica, los puntos en los que se habían construido pirámides.
NECRÓPOLIS MENFITA
– La civilización egipcia no colocó las pirámides al azar, sino que reprodujo en la tierra la constelación más impresionante del universo: Orion. ¿No ha oído hablar de las leyendas de Sirio y Orion?
Leyendas múltiples, algunas haciendo referencia al pasado extraterrestre de los pobladores de la Tierra.
– Algunas -prefirió ser cauta y centrarse en el tema.
– Esto es Orion aquí, en el suelo de Egipto -Haruk. Marawak señaló el poliedro-. Hace cientos de años, en el extremo sur teníamos Abusir, en el extremo norte Abu Roasch. Los tres puntos del centro son las tres grandes pirámides de Giza: Kheops, Kefrén y Mikerinos. Reproducen fielmente las principales estrellas de la constelación de Orion. Lo que acabo de dibujarle es el área de la necrópolis menfita, la disposición de las pirámides en la IV Di nastía. Aquí estaba Menfis -puso un dedo al sur, junto al río-. Aquí Heliópolis y aquí Letópolis -marcó otros dos puntos al norte-. Y todo concuerda con las estrellas.
– ¿Por qué Gonzalo Nieto le habló de ese mapa de Orion?
– Me dijo que era como tener el cielo en la tierra, un camino para llegar al destino. Joa sintió un escalofrío.
– Un misterio, ¿verdad? -suspiró con afabilidad el egipcio.
– Conociendo la leyenda de Imhotep, no tanto. -¿La conoce?
– Imhotep, el hombre que diseñó las primeras pirámides y el arte de construir con piedra tallada, estaba considerado mucho más que un arquitecto, por eso llegó a ser adorado como un dios más. Se le atribuían poderes. Era un mago, fue astrónomo con conocimientos de cálculo y geometría extraordinarios para su tiempo, y el padre de la medicina. Hasta los griegos lo identificaron con su propio dios de la medicina, Asclepio, y lo rebautizaron con el nombre de Imutes.