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– ¿También usted cree que pudo venir del espacio? -la miró con las cejas alzadas y aspecto de conspirador.

– ¿Usted no?

– No, yo no -negó con la cabeza el arqueólogo-. No creo en esas historias. Lo único que hay son preguntas. ¿Por qué los seres humanos dejaron de hacer pirámides escalonadas como la de Saqqara? ¿Por qué Kheops, Kefrén y Mikerinos no pusieron sus nombres en sus pirámides? ¿Por qué no hay jeroglíficos en ninguna de esas pirámides de la IV Dinastía?… En la época de Tutankhamon habían pasado más de mil años desde las construcciones de estas pirámides imitando a Orion en la Tierra, y para entonces todo rastro de sus orígenes o el porqué se erigieron habían desaparecido. Son únicas, diferentes, pero no sabemos por qué. Los científicos ni siquiera se ponen de acuerdo en su edad. Unos dicen que tres mil años, otros llegan a siete mil… -se echó a reír-. Por lo menos usted reconoce al verdadero Imhotep, no al que Hollywood, por desgracia, legó al mundo con sus películas.

– Pero la verdadera leyenda de Imhotep es la que dice que recibió sus conocimientos de manos del dios Toth, y que éste le entregó un libro en el que figuraban todos los secretos de cómo construir pirámides o cómo interpretar las estrellas. Imhotep lo enterró en alguna parte y aún no ha sido encontrado.

– De eso también se hará una película el día menos pensado.

– ¿Cómo justifica que los antiguos egipcios pudieran trabajar el granito si, como asegura la arqueología tradicional, carecían de herramientas de hierro? Nunca se encontraron utensilios capaces de perforar esas piedras. En las canteras de Assuan hay series de agujeros y ranuras rectangulares, profundas y estrechas, imposibles de hacer con herramientas de cobre. Los cortes en la roca se hacían introduciendo en los orificios piezas de madera que después se humedecían, con lo que la fuerza producida por la expansión de la madera rompía el granito, pero ¿cómo se hacían esos orificios? ¿Con qué?

– Usted es de las que utiliza las grandes incógnitas para forjar las teorías más inverosímiles -dijo el egipcio-. Todo tiene una explicación lógica y racional, pero aún no hemos dado con ella. Puede que sea mucho más simple. Técnicas que hoy en día ni imaginamos.

– ¿Está seguro?

– Sí -lo manifestó con firmeza.

– Pero no me negará que, al margen de esas leyendas, como la de Imhotep o la forma en que se levantaron las pirámides, hay indicios extraordinarios en el mundo entero de una sabiduría superior y correlaciones de pueblos distantes entre sí en la Antigüedad con idénticos misterios -recordó a su padre y su «todo está conectado»-. Los mayas son un ejemplo.

– Y los dogones aquí mismo, en África.

Los dogones, en Mali. El pueblo que aseguraba proceder del espacio, de Sirio, la estrella más brillante, y que incluso dibujaban astronautas en su cultura ancestral.

Podían pasarse horas hablando de todo aquello, especialmente porque Haruk Marawak era un buen interlocutor, y pragmático, realista. Tanto como ella, pero en diferente plano, porque ella conocía sus orígenes.

Y sabía que allá afuera, en el universo, estaban ellos.

– Ha sido una velada muy instructiva -admitió Joa.

– ¿Qué busca usted, señorita Mir?

La pregunta la pilló desprevenida.

– ¿He de buscar algo?

– Todos buscamos algo.

– Entonces supongo que lo que busca todo el mundo: respuestas.

– ¿A qué preguntas?

Sostuvo su mirada. Hasta que él forzó una nueva sonrisa, asintió, suspiró y se incorporó despacio. Le tendió la mano, quizá para estrechársela, quizá para ayudarla a levantarse.

– Me quedo cinco minutos más -Joa se la estrechó-. Gracias, Haruk. Por todo.

El egipcio inclinó la cabeza y luego dio media vuelta dejándola sola.

Tenía bastante en qué pensar.

15

Por la mañana, a primera hora, salieron del Valle de los Reyes. Un chófer egipcio que no hablaba inglés, francés ni español fue el encargado de conducirlos. A él, primero, a la Terminal del aeropuerto de Luxor. A ella, después, hasta Karnak.

Carlos Nieto se despidió en la puerta de acceso, al pie del vehículo. Regresaba a El Cairo y luego a España. Quizá nunca más volviese a saber de su persona. Como barcos que se cruzan en el mar.

– Gracias por estar a mi lado -la abrazó con solemnidad y un deje de cálida ternura.

– Tu padre… -había preparado un discurso que murió antes de nacer.

– No digas nada -el hijo de Gonzalo Nieto hizo un gesto de pesar y rendición-. Espero que si la policía atrapa a sus asesinos se pudran en el infierno. El resto…

Era un hombre extraño. Llevaba la derrota impresa en la frente.

– Cuídate, Carlos -le besó afectuosamente en la mejilla.

Al separarse vio el brillo en sus ojos. Y ya no hubo más.

Le vio entrar en la Terminal sintiéndose culpable. No sólo por aquella muerte de la que se hacía responsable a sí misma, sino porque conocía el último secreto del arqueólogo muerto, la presencia de una mujer en su vida, y había preferido callar, como Haruk Marawak, por precaución en este caso. Ignoraba cómo se tomaría Carlos el hecho de que su padre tuviera una amante.

0 lo que fuera Shasha Bayik.

– A Karnak -ordenó al chófer una vez perdida la última imagen de Carlos Nieto en la distancia.

El trayecto fue breve. El templo de Karnak estaba al norte de Luxor, Tebas en la Antigüedad. Su imponente figura y su columnata se divisaban desde muchas partes, frente al Nilo y las islitas que lo jalonaban, al sur de Denderah y su mitología. Aquél era un meandro impresionante del Nilo -de hecho, el único, porque el rio venía a ser como una larga línea recta atravesando la tierra-, una especie de península en cuyo sudeste quedaba el Valle de los Reyes, la necrópolis de Tebas. Allí cada piedra, cada grano de arena, rezumaba historia.

Joa le pidió al chófer que esperase en la explanada de la entrada. Una larga fila de tiendas a su izquierda la sorprendió por doble motivo: primero por su sordidez y angostura; segundo porque, al verla, salieron por sus puertas un enjambre de vendedores llamándola para que entrara en ellas, a gritos. Estaba sola. No había más turistas a la vista, quizá por la hora o porque los barcos del Nilo no habían soltado sus cargas.

Pasó de ellos y entró en el monumental conjunto atravesando la doble puerta principal exterior y la de Ptolomeo a continuación. No quería precipitarse ya en pos de la columna con la cruz hallada en la tumba TT47. Quería embeberse de aquella maravilla. Necesitaba paz de espíritu. Más que nunca deseó que David estuviera a su lado, para cogerle de la mano, sentirle, o besarle en un rincón y dejar un poco de sí mismos en aquella inmensa historia labrada en piedras.

Cuando comenzaron a llegar los autocares de turistas prefirió no esperar más.

Contó las columnas. Los arqueólogos le habían dicho que la que le interesaba era la novena por el lado izquierdo. Cada una era distinta de las demás, y pese a hallarse a la intemperie, y a perdurar a través de los tiempos, su estado era maravilloso aun faltando detalles o frisos en algunas. Al detenerse en la novena columna la rodeó buscando la cruz. Su corazón iba más rápido que de costumbre, y sabía que era su intuición la que le aceleraba el pulso.

Encontró la cruz en la parte baja. Exactamente igual que la de la tumba pero más pequeña, aunque se reconocían los cuatro dioses. Lamentablemente apenas si quedaban colores y faltaba parte de la columna por el lado derecho y por encima, así que era imposible ver el marco global en el que la cruz estaba situado. Por el lado izquierdo las figuras que identificó eran dispares y estaban colocadas en distintos planos, dos signos y una estela.