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Por la parte inferior vio un jeroglífico completo

Tenía que copiarlos y averiguar su significado.

Iba a quitarse la bolsa que cruzaba sobre su pecho y que colgaba del otro hombro, para sacar el bolígrafo y un papel, cuando sintió la presencia.

El aliento del peligro.

Tuvo tiempo de volver la cabeza antes de incorporarse de golpe, porque el árabe que tenía a menos de un metro de ella, mirándola con expresión alucinada, era el mismo que había visto en El Cairo después de hablar con Carlos Nieto la primera vez, mientras buscaba un cybercafé para descubrir el significado de la nota echada bajo su puerta. Le reconoció: treinta y tantos, chilaba blanca, barba generosa…

Y estaba allí, en Karnak, a una eternidad de la capital.

– ¿Qué quiere? -se atrevió a preguntarle.

Lo esperaba todo, que echara a correr o incluso que la agrediera, pero no que la gritara. Como un loco.

Fueron apenas diez segundos de gritos, ojos inyectados en sangre, el cuerpo sacudido por la ira, los puños cerrados y agitados como mazas delante de su cara… Joa pegó su espalda a la columna del templo. No se atrevía a moverse.

Por detrás del árabe apareció un guía turístico con su banderita al viento y un grupo siguiéndole.

El guía dijo algo en voz alta.

Fue suficiente para que el presunto agresor, ahora sí, se marchara corriendo por el lado contrario.

– Are you OK?

Joa intentó serenarse. Logró centrar su atención en el hombre de la banderita que a pesar de su aspecto egipcio la hablaba en inglés. Los turistas, todos de piel muy blanca y cabellos claros, quizá nórdicos, observaban la escena con curiosidad.

– Sí, sí, perfectamente, gracias. ¿Ha entendido lo que decía?

– Ojos impuros no pueden ver ni tocar cruz del Nilo.

– ¿Decía eso?

– Sí.

– ¿Sabe qué significa? -se apartó de la columna para señalarle la cruz.

– No -el guía puso una cara inexpresiva.

– ¿Ha visto esta cruz en otras partes?

– No, no, lo siento, pero yo guía hace poco -sonrió.

– Gracias.

Sacó el bloc y copió los dos signos, la estela y el jeroglífico. Mientras lo hacía miró a derecha e izquierda. Si aquel árabe la estaba observando, tendría problemas más graves que una bronca. El guía y sus adláteres habían seguido su periplo turístico. Completó su trabajo en menos de dos minutos y se lo guardó todo de nuevo.

Era hora de marcharse de allí.

Se dirigió a la entrada del templo.

Entonces lo vio de nuevo, siguiéndola en paralelo por el otro lado de la columnata, con el mismo rostro atravesado por la ira.

Joa intentó localizar a otro grupo de turistas con objeto de mezclarse entre ellos y no lo encontró. Dejó de andar para empezar a correr. Le bastaron unos pocos metros para darse cuenta de que no lograría salir de Karnak antes que su perseguidor. Eso le dejaba pocas opciones. La más natural era conseguir ayuda. Aunque primero esconderse.

Buscó amparo en una de las grandes columnas y retrocedió.

Perdió de vista al hombre.

El grupo de turistas más cercano estaba a unos quince metros. Otros sueltos, en parejas o haciendo fotografías en solitario, más o menos a la misma distancia. Tomó aliento para volver a echar una carrera pero para entonces ya fue demasiado tarde.

Esta vez su instinto no la advirtió del peligro.

Notó un brazo alrededor de su cuello. Después el aliento en su nuca. Si hubiera querido matarla lo habría tenido fácil. Pero sólo escuchó su voz, sorda, cargada de animadversión. Una voz que procedía de lo más profundo del odio.

No supo lo que le decía.

No podía forcejear. Ni moverse para darle una buena patada. Su única alternativa era sacar su rabia. Y lo hizo.

Rápida y explosiva.

Fue como si de pronto atravesara el cerebro del árabe con su propia mente, abriéndolo en canal. Una mansa masa de mantequilla. El efecto resultó inmediato. La presión cedió y el hombre lanzó un gemido de dolor.

Joa se dio la vuelta. Ahora el agresor estaba de rodillas, con las manos en las sienes. Mientras le miraba sin saber qué hacer, vio algo más, en el brazo derecho, al haber descendido la manga de la chilaba hasta el codo.

Un gato tatuado.

Un Defensor de los Dioses, categoría vigilante o guardián. Por lo demás reunía todos los requisitos: vestía de blanco y llevaba barba.

Ya no eran una leyenda.

El árabe cayó al suelo gimiendo.

Para ella fue suficiente. Sabía que disponía de unos preciosos segundos de ventaja y emprendió de nuevo el camino de la salida, a la mayor velocidad que le permitieron sus piernas, de gelatina un poco antes pero ahora otra vez fuertes y firmes.

Cruzó las dos puertas, atravesó el patio de los vendedores y localizó el coche en el aparcamiento y a su chófer dormido en su interior. Le bastó meterse dentro para despertarlo de golpe.

La última vez que miró hacia atrás, un segundo antes de que el automóvil arrancara y se alejara de allí, continuó sin ver a aquel loco.

En su mente escuchó, a modo de eco las palabras que le había gritado la primera vez: «Ojos impuros no pueden ver ni tocar la cruz del Nilo».

16

Se lo preguntó a Mariano Pino cuando la llevaba de regreso a Luxor para que pillara el vuelo de las cinco con dirección a El Cairo.

– ¿Reconoce estos signos, Mariano? El arqueólogo les echó un vistazo rápido.

– Sí, claro.

– Lo copié de la columna de Karnak, donde está esa cruz que también ha aparecido en la tumba.

– ¿Tanto te interesa el tema?

– Sí -se encogió de hombros fingiendo indiferencia-. Lo que se sale de lo común me suele fascinar y por lo menos esa cruz parece distinta…

– ¿Sólo ella? Te asombraría ver lo que se encuentra momento a momento. A veces pienso que no hemos hecho más que escarbar un cinco por ciento de la historia de Egipto, lo más externo -Mariano Pino puso un dedo sobre la circunferencia con rayas horizontales-. Éste es el disco solar que representa el aliento de la vida, y ésta -hizo lo mismo con la cruz con un lazo en la parte superior- es la llave del aliento de la vida, Ankh. Tu dibujo del centro muestra el sol con sus rayos y el faraón que los recibe, es el jeroglífico que simboliza esa misma vida y también un símbolo que apunta a la divina y eterna existencia.

– ¿Y éste? -le mostró el jeroglífico más largo.

– Más de lo mismo. Los rayos solares intangibles se materializan en el símbolo de la llave recibida desde el mismo disco solar. Así mismo es la representación del fonema KH como representación del aliento de Dios. El Ankh es representado muchas veces como objeto que procede directamente del disco solar y que es ofrecido al faraón para que pueda administrar la vida entre los hombres. En otras ocasiones es colocado en manos de dioses como símbolo de vida eterna y como llave de los misterios de la naturaleza, lo mismo que el ser humano, el microcosmos, es la llave del macrocosmos. Es una de las formas más vistas en tumbas, pinturas y jeroglíficos egipcios.

– Entonces puede interpretarse de muchas formas, ¿no?

– Las que quieras.

– Por ejemplo, que en otro tiempo llegaron unos seres del espacio y dejaron aquí sus semillas -soltó como si se tratara de una broma.

Mariano Pino le dirigió una mirada curiosa.

– ¿Te gusta la fantasía?

– No especialmente, pero me interesan todas las teorías que buscan dar respuesta a los enigmas de nuestro mundo.

– Pues todas esas teorías de extraterrestres son pura fantasía -fue categórico-. Especulaciones para crear expectativas falsas y gente que le saca punta a lo que sea para escribir libros extravagantes, porque lo que no falta son ingenuos que se lo tragan.

Comprendió por qué Gonzalo Nieto no había compartido sus ideas y descubrimientos con nadie del equipo.

Su siguiente pista estaba en El Cairo, en la calle Maamura 37.

Llegaron al aeropuerto un minuto después. Su segunda visita del día. No hubo más prolegómenos ni despedidas largas. No era más que una niña caprichosa para todos ellos, por mucho que fuese la hija de Julián Mir. Mejor si se la quitaban de encima. Bastante duro había sido afrontar la muerte de su compañero en tan dramáticas y misteriosas circunstancias. Se abrazaron al pie del todoterreno, Mariano Pino le dio el número de su móvil, por si necesitaba algo, y se desearon lo mejor. Suerte para él en las excavaciones de la tumba, y un feliz vuelo para ella. El arqueólogo interpretó que su siguiente destino era Barcelona. Después se quedó sola.

Ojeó algunos libros en la librería del aeropuerto antes de pasar el control de seguridad, nuevamente exhaustivo, y tomar el vuelo a la capital de Egipto. No le chocó ver algunos dedicados a los gatos, uno de los símbolos de los Defensores de los Dioses y también del mundo egipcio, lo mismo que el ojo y el escarabajo. Allí decía que los gatos fueron considerados una manifestación de la diosa del amor y de la sexualidad: Bastet. Tal vez los Defensores de los Dioses fueran muy amorosos en otro tiempo, cuando custodiaban el legado de los visitantes de las estrellas, pero desde luego ahora no eran más que fanáticos en un mundo en el que si algo sobraba era eso.

El vuelo partió veinte minutos tarde. Llegó al aeropuerto de El Cairo y pensó en ir directamente a casa de Shasha Bayik. Sin embargo, llevar encima una bolsa de viaje y el polvo de toda la jomada la hizo desistir de la idea. Tomó un taxi y se dirigió primero al hotel. Una hora y media después, con ropa limpia y mejor ánimo, volvió a meterse en uno y le dio la dirección. En un mapa de El Cairo ya había comprobado que no estaba lejos, al otro lado del río, muy cerca cruzando por el puente de Giza.

Dejó atrás las pirámides con dolor, todavía sin poder visitarlas.

El número 37 de Maamura era una casita de dos plantas, muy sencilla, cada una de ellas con un acceso individual, directo la inferior y mediante una escalenta lateral la superior. La de Shasha Bayik era la superior, porque el nombre del timbre de abajo era otro. Subió la escalenta despacio, sin hacer ruido aunque sin parecer una ladrona, y llamó al timbre. Tras un segundo intento comprendió que la posible novia o amiga de Gonzalo Nieto no se encontraba allí. No era su intención cometer un allanamiento de morada, pero la oportunidad se le presentó demasiado perfecta e increíble para despreciarla: al final del pasillito lateral localizó una ventana entornada. No era visible desde la calle, pero sí desde arriba.

No se lo pensó dos veces.

Se aseguró de que nadie la viera, metió una pierna por el hueco, luego el cuerpo, y pasó al otro lado sin problemas. El lugar era tan sencillo por dentro como por fuera. Una sala comedor ligera de muebles, y un dormitorio con una cama grande. En el armario, además de la perteneciente a la dueña de la casa, encontró ropa masculina. Ropa occidental. No le cupo la menor duda de que era de la talla de Gonzalo Nieto. Dos camisas, dos pantalones, unos cómodos zapatos de vestir, ropa interior… También en el baño vio dos cepillos de dientes.

El mundo árabe ya no era el de antes, por mucho que aquello fuese El Cairo.

Una mujer viviendo sola, y viéndose con un occidental.

Examinó más a fondo la sala. Ni una fotografía. Ni un papel. Ni facturas, ni documentos ni cualquier dato revelador. Nada. Era la casa más impersonal que jamás hubiese visto.

0 una tapadera.

Pensó en volver a la calle y apostarse cerca a la espera de que regresara Shasha, si es que regresaba. Quizá su error fue no salir por donde habia entrado. Nada más abrir la puerta, sin tomar siquiera la menor precaución, se la encontró de cara, subiendo la escalerita exterior.

Joa se maldijo por lo bajo.

Shasha Bayik ni siquiera abrió la boca.

Los ojos sí, demudada, antes de dar media vuelta y saltar los escalones de tres en tres.

– ¡Shasha!

Fue un grito inútil, y una lamentable pérdida de segundos. Para cuando Joa arrancó, su perseguida ya se encontraba a una decena de metros, corriendo a una velocidad de vértigo.

Era joven, veintitrés o veinticinco años, y desde luego una belleza árabe, ojos negros, profundos, labios grandes y generosos, cabello corto bajo el pañuelo que cubría su cabeza, cuerpo esbelto aunque la ropa que llevaba no se ajustaba para nada a sus formas.

– ¡Sólo quiero hablar contigo, estoy sola!

Pensó que tal vez no supiera inglés, que en su relación con Gonzalo Nieto éste le hablase en árabe.

La distancia que las separaba no menguó en el siguiente minuto, al contrario.

Iba a perderla.

Salieron de la calle Maamura y se encontraron en una mayor, con más gente. Los primeros curiosos que abrieron los ojos ante la persecución no hicieron nada. Joa temió que alguno se abalanzara sobre ella para detenerla. Al fin y al cabo era la extranjera. Claro que también podía haber sido víctima de un robo.

Nadie se le echó encima.

La distancia ya era de quince metros.

Se redujo a cinco cuando Shasha tropezó a causa de sus sandalias y perdió una, aunque mantuvo el equilibrio.

Eso la hizo comprender que estaba perdida.

Todavía mantuvo la carrera otro minuto, pero ya cargando con la angustia de su derrota. Pisó algo que le hizo daño y brincó hacia arriba con dificultades para no caer una segunda vez. Las zapatillas deportivas de Joa eran igual que patines. Por detrás de ellas ya corrían media docena de personas jóvenes, niños especialmente, para ver en qué acababa todo. Un espectáculo.

– ¡Shasha! -jadeó.

La mujer dobló una esquina. Demasiado tarde se dio cuenta de que era un callejón sin salida, que terminaba en un muro de caída libre al otro lado. Frenó en seco y se dio la vuelta al llegar al límite. Desde allí miró a Joa con el pánico tintando su expresión.

– No voy… a hacerte… daño… -se detuvo a un par de metros llevando aire a sus pulmones y sudando copiosamente a causa de la carrera bajo el calor-. Sólo… quiero… hablar contigo.

Shasha Bayik movió la cabeza de lado a lado.

– Por favor… -Joa extendió su mano derecha.

La pilló más de improviso que su aparición en la casa. La mujer miró hacia atrás, como si calculara la distancia, el tiempo de su agonía hasta el golpe al final del muro. Luego sus ojos se llenaron de lágrimas mientras susurraba algo en árabe y se dejaba caer.

Casi a cámara lenta.

– ¡No! -gritó Joa.

Dio un salto, con las dos manos extendidas, y la sujetó por la ropa, por la parte superior de la holgada blusa.

La amiga de Gonzalo Nieto quedó apoyada en el borde, con los dos pies, en un inverosímil ángulo de cuarenta y cinco grados, sujeta por aquellas dos manos de hierro.

El tatuaje, esta vez de un escarabajo, asomó por encima de la muñeca de su mano derecha.

– No, Shasha, no -suplicó ella.

Pesaba poco.

Pero eran dos voluntades.

Y la de la muerte fue superior a la de la vida, aunque toda la energía de la salvadora estuviese puesta en aquel contacto.

Nadie las ayudó. Se escuchó un «¡Oooh…!» ante lo portentoso de la escena.

Por detrás de Joa apareció la policía. Dos hombres. Creyó que iban a ayudarla, que todo estaba controlado. Pero lo único que hicieron fue cogerla a ella primero, para afianzarla probablemente, antes que a Shasha.

Un error.

Cortaron la corriente energética.

– ¡No!

Las manos del segundo policía llegaron tarde.

Shasha Bayik retiró los dos pies del borde y se precipitó hacia abajo.

Joa sólo tuvo tiempo de dejarla ir, para no verse arrastrada al abismo.