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Preguntó por el departamento de archivos y documentación del museo en recepción y la mandaron a un ala distinta de las dos plantas principales en las que se abigarraban los tesoros de la cultura del país. Pensó que necesitaría algún permiso especial, que tendría que llamar al grupo de arqueólogos del Valle de los Reyes para que la avalaran, pero pasó dos filtros y se encontró frente a una última puerta acristalada. Una mujer le dijo que hablara con el director del archivo, Reza Abu Nayet. Joa se dispuso a usar todo su encanto y extendió una enorme sonrisa en su rostro antes de franquear aquella puerta.

Al otro lado vio una mesa llena de papeles, y a un hombre sentado en una silla giratoria, traje occidental gastado, cabellos blanquecinos, casi amarillentos, gafas de miope, bolsas en los ojos, mejillas nacidas… El hombre levantó la cabeza. A Joa se le congeló la sonrisa. -¿Usted? -reconoció al hombre que allí mismo, en el museo, le había pedido que se marchara después de citarla mediante la nota con el cartucho de Tutankhamon.

– ¿Qué está haciendo aquí? -correspondió él con la misma sorpresa tintada en su expresión.

– Quería…

No la dejó terminar. Se levantó con gesto nervioso y caminó hasta ella, o más bien hasta la puerta. Sacó la cabeza, miró a derecha e izquierda y la cerró con cuidado. Luego echó el cerrojo.

– ¿Está loca?

– No.

– ¿Quién sabe que está usted aquí? ¿La han visto entrar?

– No lo sé…

– ¡Hará que la maten! ¡Y a mí también!

– ¿No cree que es demasiado tarde para tratar de cubrirse las espaldas?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Por qué no me dijo el otro día lo que había descubierto Gonzalo Nieto?

– ¡Nada!

– ¿Nada? -movió la cabeza con un atisbo de rabia-. La mujer que se veía con Gonzalo Nieto se suicidó ayer, y en Karnak un hombre trató de agredirme. Los dos tenían un tatuaje en el brazo, ella un escarabajo y él un gato. Eran guardianes de los Defensores de los Dioses. ¡Ya saben que he dado con la cruz del Nilo, por Dios!

– ¿Quién… le ha hablado… de ella? -balbuceó Reza Abu Nayet.

– La he visto, en la TT 47 del Valle de los Reyes y en la columna de Karnak, como hizo el profesor Nieto. Y sé que él venía aquí a buscar más información, datos…

El director del archivo del museo se apoyó en su mesa. Sus ojos de miope resaltaban detrás de las gruesas gafas. Joa le calculó sesenta años, quizá más. Su mente debía de moverse a toda velocidad, mucha más de la que necesitaba para hacer su paciente trabajo. Cinco mil años de historia no daban ni para una vida.

– Por favor… -gimió agotado.

– ¿Tanto miedo les tiene?

El hombre bajó la cabeza. Se debatía en una sorda tormenta interior. Joa supo que no le sería fácil convencerle de que colaborara, a no ser que ella misma pusiera algo más de su parte.

Y por una vez estuvo dispuesta a hacerlo.

– Voy a contarle algo, señor Abu Nayet. Algo que no he contado a nadie y que no le contaría si no le necesitara de verdad, ¿entiende?

El archivero la miraba sin verla.

– ¿Entiende? -repitió ella.

– ¿Qué puede contarme que…?

– En 1971 antiguos pobladores de la Tierra regresaron del espacio. En medio de cincuenta y dos enormes tormentas que enmascararon su llegada como simples fenómenos meteorológicos, dejaron a cincuenta y dos niñas recién nacidas repartidas por todo el mundo. Mi madre fue una de ellas. De esas cincuenta y dos niñas, tres tuvieron a su vez una hija y las tres madres desaparecieron sin dejar rastro, como si hubieran traspasado su misión a sus descendientes. Entre el 21 y el 23 de diciembre del año pasado, quince mil días después de su llegada a la Tierra, una nave regresó a por las restantes cuarenta y nueve mujeres. Quedamos únicamente nosotras, tres desconocidas que no sabemos quiénes somos y que ignoramos por qué no se nos llevaron… Desde entonces intento encontrar la forma de comunicarme con ellos -y señaló hacia arriba, más allá del techo del museo-. Mi padre desapareció en esa nave. Digamos que «le aceptaron» porque mi madre lo quiso así y su amor rompió todos los obstáculos. Yo estoy sola, y haré lo que sea. Gonzalo Nieto me dijo que había encontrado una puerta de comunicación, o la llave que la abría. Y eso es la cruz del Nilo.

Reza Abu Nayet la había escuchado en silencio.

No puso en duda ninguna de sus palabras. Ya no.

– ¿Así que… es cierto? Asombroso… -pareció aplastado por una tonelada de sentimientos.

– ¿Va a ayudarme?

– ¿Aún a riesgo de su vida?

– Yo no soy el profesor Nieto, se lo aseguro.

El hombre ya no pudo sostenerse en pie. Rodeó su mesa de trabajo y se sentó en la silla de nuevo. La mirada se le extravió por encima de los legajos que la cubrían.

– Llevo media vida aquí -confesó más para sí mismo que para ella-. Leyendo todo esto. Hay cosas inexplicables, y otras… Siempre he sabido que había algo más, ahí afuera y también aquí, pero esto…

– ¿No cree que esté loca?

– No -fue sincero porque la miró con ojos rendidos.

– ¿Qué investigaba el profesor Nieto?

– Primero actuó de forma reservada, sin contarme mucho. Algo muy propio de él. Pero finalmente tuvo que confiar en mí. Buscaba algún lugar donde se hablase de la cruz del Nilo.

– ¿Lo encontró?

– Le mostré un viejo papiro hallado en el siglo XIX. Es la única referencia.

– ¿Puedo verlo?

– El original se encuentra en un estado muy deteriorado. Tengo una imagen en el ordenador.

El ordenador presidía una mesa lateral. Reza Abu Nayet se levantó, caminó tres pasos y se sentó en la otra silla. Lo puso en marcha y buscó un archivo. Cuando lo localizó, lo abrió y con el ratón inalámbrico rastreó el punto exacto donde se encontraba su objetivo.

La tercera cruz del Nilo que veían los ojos de Joa apareció allí, en medio de un jeroglífico.

Exactamente igual a las otras dos.

– El papiro original tiene cinco mil años -se apartó para que ella pudiera verlo bien, lo mismo que el conjunto que la envolvía-. Tenga en cuenta que los restos más antiguos que conservamos son del 3250 antes de Jesucristo. Las últimas inscripciones jeroglíficas son del año 394 después de Jesucristo. Entre el 724 y el 712 antes de Jesucristo surgió una modalidad más sencilla de escritura, el hierá-tico. Entonces los jeroglíficos se reservaron únicamente para los monumentos.

– ¿Qué sucedió el año 394?

– Alejandro Magno conquistó el mundo y el griego se impuso al egipcio.

– ¿Qué dice el jeroglífico?

– Dice que el dios del Sol bajó a la Tierra para abrir con su dedo el cauce del Nilo y luego dejó su aliento aquí, cerca de la orilla.

– ¿Dónde?

– No lo pone.

– Entonces la cruz del Nilo no es un objeto, sino un lugar. Por eso Gonzalo Nieto hablaba de puerta o llave. La cruz es la llave. Nos marca un punto en un mapa… que no existe. Y en ese punto está la puerta.

Para hablar con ellos…

– Los pocos que conocen esta historia piensan lo de siempre, que es una leyenda más. Y le aseguro que hay tantas…

– ¿Algunas tienen que ver con la llegada de los ex-traterrestres o la aparición de la vida en la Tierra?

– ¿Conoce el mito del origen del mundo que aparece en el papiro de Anhai?

– No -admitió.

– En la ciudad de Jemenu, bautizada por los griegos como Hermópolis, se desarrolló la historia de que el mundo había sido creado por ocho dioses. En un comienzo, en el origen, existió un océano con cuatro parejas de dioses, masculinos y femeninos. Los masculinos tenían aspecto de ranas; los femeninos, de serpientes. Un día levantaron una colina en una isla mítica, las de las Llamas, y en su cumbre depositaron un huevo fecundado por ellos. Cuando se rompió el huevo apareció el dios solar en forma de niño. Con el tiempo, el dios solar y los demás crearon el resto de las cosas. Los ocho dioses eran Nia y Niat, Heh y Hauhet, Kek y Kauket y por último Nun y Naunet. Cada pareja representaba un vínculo con la creación del mundo: Heh y su consorte, el espacio infinito; Nun y la suya, el agua; Nia y su esposa, lo oculto; y Kek y su pareja, las tinieblas. En Tebas, más tarde, sustituyeron a Nia y Niat por Amón y Amonet. Estas excelencias, tras haber creado el sol, se retiraron a un lugar sagrado para descansar: Medinet Habu.