– Hermosa leyenda, pero ¿qué relación tiene con todo esto?
– Los Defensores de los Dioses surgieron en Medinet Habu. Medinet Habu es la antigua Dyamet, o Tyamet. Allí está el templo mortuorio de Ramsés III. Se encuentra frente a la actual Luxor y fue uno de los grandes monumentos de la época que marca el esplendor de Tebas. También están allí el templo de Amón correspondiente a la XVIII Di nastía y los Colosos de Memnón, todo en la orilla occidental del Nilo.
– ¿Hay certeza de que esa secta siga allí, en los alrededores, quizá en Luxor?
– No específicamente. Medinet Habu fue su lugar de origen, pero después se expandieron por todo Egipto hasta que se perdió su rastro y se convirtieron en lo que han sido siempre hasta hoy: una leyenda. Una de tantas leyendas que hacen de mi país un lugar tan especial y mágico. Puede haber adeptos en cualquier parte, aunque si existen hoy o han renacido, tendrán una cabeza visible y un núcleo en algún lugar.
– Genial -se sintió traicionada por sus propias expectativas.
– Lo que acabo de contarle es la historia más importante vinculada al origen del mundo que hay en mi país -se defendió él-. Usted ha preguntado si existía una historia que vinculara la aparición de la vida en la Tierra con Egipto en el pasado.
– Volvamos al presente -Joa trató de reorganizar sus ideas-. Gonzalo Nieto dibujó la constelación de Orion.
– La necrópolis menfíta, sí.
– ¿Cree que lo hizo por pensar que la cruz del Nilo está dentro de ella?
El archivero volvió a reflexionar. Estaba serio, pero se advertía en él su punto científico. Un misterio irresoluble, olvidado, ínfimo, de pronto se convertía en algo más, apasionante y revelador.
– ¿Sabe cuánto terreno ocupaba la necrópolis, desde Abusir hasta Abu Roasch, con Giza en el centro?
– Mucho, sí. Pero desde luego alguien sí conoce el punto exacto donde se encuentra la puerta.
No hizo falta que pronunciara el nombre.
Los Defensores de los Dioses.
Y ellos nunca lo revelarían; muy al contrario, matarían por ocultarlo cinco mil años más y morirían antes de abrir la boca.
– ¿Examinaron el profesor Nieto y usted todo lo relativo a la IV Dinastía?
– Hay muy poco de la IV Dinastía, señorita. Se eclipsó misteriosamente. Todo lo relativo a ella son conjeturas, leyendas, suposiciones…
– Somos hijos de las civilizaciones antiguas -dijo Joa-. Mayas, egipcios, dogones… afirman venir de las estrellas de una forma u otra. Nunca se ha dado credibilidad a ello, claro. Se ha tachado de oportunistas a los que han escrito libros aprovechando esos misterios. Pero yo soy la prueba. Mi madre era una de las hijas de las tormentas. No puedo creer que en alguna parte no haya algo, enterrado, un rastro. Esta cruz del Nilo es lo primero que me lo confirma, y no descansaré hasta encontrarla.
– El profesor Nieto examinó muchos documentos, aquí mismo, en este ordenador, y no encontró nada.
Joa buscó en la memoria el historial de las últimas carpetas y archivos abiertos. Nada hacía referencia a lo que le interesaba. Volvió a mirar fijamente la pantalla.
Tenía ligeras nociones, gracias a su padre, de cómo interpretar un jeroglífico. Hasta la Dinastía XI los textos iban en columnas. A partir de la XII se utilizó la línea horizontal. El sistema de escritura más habitual era de derecha a izquierda, aunque en ocasiones, por razones de simetría u otros conceptos, también podía ser al revés, de izquierda a derecha, como se hacía en la actualidad en la mayor parte del mundo a excepción de los países árabes o los orientales. Los egipcios no dejaban huecos. Si una figura era pequeña y había espacio encima o debajo de ella, ponían otra.
La fase más antigua de la escritura egipcia fue la aparición de los pictogramas, que representaban una realidad visible, y los ideogramas, que representaban ideas. Este sistema acabó siendo muy limitado porque era complicado narrar un hecho con esos signos y aun más expresar frases enteras o tiempos verbales. Para que la escritura fuese más perfecta, algunos pictogramas fueron despojados de su parte visual y entonces los signos equivalieron al sonido con el que se pronunciaban, es decir, se convirtieron en fonogramas. Lo más duro era que había palabras con la misma pronunciación aunque no se escribiesen igual, y fue necesario combinar los fonogramas con los ideogramas. La escritura egipcia tenía más de ochocientos signos. Veintitrés años tardó Jean-Francois Champollion en descubrir eso partiendo de la piedra Rosetta.
Joa sintió los ojos del hombre fijos en ella.
Dejó de mirar la pantalla del ordenador para enfrentarse a ellos.
– Soy humana -manifestó-. Pero especial.
– ¿En qué sentido?
– Puedo hacer determinadas cosas.
– ¿Por eso ha dicho antes que usted no era el profesor Nieto?
– Sí.
– Siempre creí que los Defensores de los Dioses no existían, que eran parte de la historia oculta de Egipto -hizo un gesto de dolor-. Hasta ahora.
– No creo que le hagan nada a usted.
– Pueden ser pocos, o muchos. No me preocupo por mí.
– Le dejaré mi número de móvil y también mi dirección de correo electrónico. Yo me iré mañana. Si encuentra algo más…
– ¿Adonde va?
– A Jordania.
– ¿Va a seguir buscando?
– Sí.
– ¿Por qué Jordania?
– Allí vive una de mis «hermanastras». Algo me dice que la necesito.
– ¿Y si la encuentra, volverá? -Sí.
No quedaba mucho más que decir, salvo que se pasara horas rebuscando en los mismos documentos en los que ya había buscado Gonzalo Nieto sin éxito.
Le quedaba una última cosa que hacer antes de marcharse de El Cairo.
20
Visitar las Pirámides la emocionó. Le costaba llorar, pero para ella fue imposible verlas sin hacerlo.
Kheops, que durante mucho tiempo fue la construcción más alta del mundo, era un infinito de grandes piedras. Resultaba asombroso imaginar cómo la habían erigido, por más que cualquiera pensara en miles de esclavos trabajando sin cesar año tras año. El acceso estaba permitido a los turistas, al menos en un primer trayecto, así que hizo de turista y descendió por la galería sintiéndose pequeña y minúscula. Una hormiga penetrando en el túnel de la historia.
Cuando volvió al exterior se quedó sentada un buen rato en aquellas piedras. Miró desde allí el mundo de otra forma, bajo otra perspectiva. A veces trataba de imaginarse cómo sería el mundo de los visitantes de las estrellas, los seres que habían dejado a las hijas de las tormentas en la Tierra. A veces soñaba con una segunda Tierra, tan hermosa como la suya, brillando en algún lugar del espacio con seres humanos evolucionados. Pero otras veces lo que veía en sus fantasías no tenía nada que ver con aquello. ¿Tendrían cuerpo? ¿Serían entes orgánicos? ¿Esencia? ¿Únicamente energía? ¿Cómo imaginar algo tan increíble y a la vez… aterrador?
Quizá Hank Travis tuviera razón y a través de su cerebro pudiera «ver» el mundo de sus antepasados.
¿Y si Imhotep había enterrado el libro que, según la historia, le entregó el dios Toth, bajo una de aquellas pirámides?
¿Y si la propia puerta de las estrellas, simbolizada por la cruz del Nilo, estaba allí, cerca de ella?