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Se resignó a lo inevitable. Si era así, jamás daría con ella. Ya no se trataba de los Defensores de los Dioses, se trataba de un imposible.

Su hotel estaba al otro lado de la explanada. Lo veía desde allí. Lo perverso era que El Cairo había llegado hasta las pirámides. Las últimas construcciones formaban una frontera. Las fotografías que mostraban siempre a Kheops, Kefrén y Mikerinos como si surgieran en mitad del desierto eran falsas. Estaban tomadas desde la propia ciudad. La realidad se apreciaba de manera implacable allí, sobre el terreno.

Sintió desazón.

El anochecer fue muy hermoso.

Todavía tenía que cenar, meter su escaso equipaje en las bolsas, dormir y relajarse. Por una vez no era necesario que madrugara. Había encontrado un vuelo a Ammán al mediodía. Y antes hablaría con David, para que le diera la última información acerca de Resh Abderrahim y la niña jordana. También quería comprar libros de Egipto, y absorber la mayor información posible acerca del pasado. De entrada aprenderse los nombres de todos los dioses. Si Haruk Marawak no le hubiera descrito tan bien los cuatro que aparecían en los cuatro lados de la cruz del Nilo, tal vez se habría quedado sin una valiosa información. Conocer el terreno era esencial.

Le costó abandonar aquel vestigio de un pasado asombroso.

Lo último que hizo fue pensar en Imhotep, el constructor de pirámides.

¿Le enviaron ellos?

¿Hubo otras hijas de las tormentas a lo largo de los siglos pasados?

Joa acarició la piedra en la que estaba sentada y luego se levantó.

– Volveré -les dijo.

SEGUNDA PARTE

Jordania
(del 5 al 7 de abril de 2013)

21

Resh Abderrahim era un hombre de unos cuarenta años, ojos tristes, bigote frondoso, cuerpo redondo y ropas muy sencillas. La esperaba en la puerta de la Terminal del aeropuerto de Ammán, la capital de Jordania, llevando un sencillo cartón con su nombre. Le dio la mano, atento y servicial, y sin mayores muestras de afecto la condujo primero hasta un puesto de cambio de moneda y después hasta una de las ventanillas de alquiler de coches, ya que él había hecho el desplazamiento en autobús. El Aeropuerto Internacional Reina Alia era militar, así que una docena de ojos uniformados siguieron sus pasos en todo momento. Hallarse en uno de los países clave en el precario equilibrio que convertía Oriente Medio en un polvorín constante hizo sentir a Joa un cosquilleo inquietante en el estómago. Para ella Jordania era, por encima de todo, Petra. Otra de las maravillas del mundo, la ciudad construida en piedra, tallada en piedra, vestigio de tiempos perdidos en la esquina de la Historia.

El jordano intentó ser amable, buscando motivos de conversación triviales.

– ¿Buen viaje?

– Sí, gracias.

– ¿Más calor aquí que en El Cairo?

Por lo menos sabía quién era ella. La forma en que la miraba, como si de un momento a otro fuera a echar a volar o a meterse en su cabeza para explorarla, casi la hizo sonreír.

No hablaron más hasta que, ya conduciendo el automóvil en dirección a Ammán, Joa aprovechó el tiempo.

– ¿Le importa que comience?

– ¡Oh, no, no en absoluto! -asintió vehemente.

– ¿Continuamos en inglés o prefiere tal vez el francés…?

– Inglés bueno, sí.

Por un momento su forma de expresarse le recordó a Kafir Sharif.

– Hábleme de la madre de Amina, por favor.

– Su nombre era Munha. Cuando se averigua que ella es hija de tormenta, yo cuido. Buen guardián. Pero ésta es tierra difícil, siempre conflictos. Munha tiene familia en el desierto, cerca Siria y cerca Israel. No siempre bueno un lugar ni mejor el siguiente. Fronteras estallan. Ella fue violada por soldados israelíes. Matan padres. Tiene hija sola, que cuida la hermana de su madre.

– Su tía.

– Tía, sí -convino con gratitud-. Día 15 septiembre 1999, Munha desaparece.

– Como mi madre e imagino que como le ocurrió a la madre de la niña india.

– Amina tenía un año entonces. Muy pequeña. Nadie sabe nada. No es más que huérfana víctima de infortunio. Tía suya no quiere. Para ella es hija de odiado sionista, porque no se parece a Munha. Rasgos casi blancos. Amina crece y pronto hay comentarios, rumores. Hace cosas raras. Algunas extraordinarias. A la gente no gusta. Un día su tía cansa y médicos internan Amina en manicomio. Llaman sanatorio mental pero es manicomio, sí. Pocos días después, el lugar arde -hizo un expresivo gesto haciendo temblar los diez dedos de las manos hacia arriba-. No hay otro lugar de momento adonde llevar a Amina y regresa con su tía, bajo custodia. Entonces llegó gran problema.

– ¿Qué «gran problema»? -lo alentó al ver que se detenía.

– Amina cura niña muy enferma. Niña que va a morir. Amina pone manos así -se las colocó en el pecho-, y enferma sana. Entonces corre el rumor que ella…, ¿cómo se dice…?

– ¿Bruja?

– Bruja, sí. Pero también santa. Mucha gente quiere verla. Tía ve negocio. Autoridades no. Autoridades van, detienen y llevan a otro manicomio. Esta vez no quema: escapa. Tarda pero escapa. Parece imposible pero es así -lo repitió para dejarlo claro-: Escapa.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace meses. Año pasado.

– ¿No ha tenido más noticias de ella?

– No.

Dominó la contrariedad. Su instinto la había llevado hasta allí. Era su mejor valedor.

– Con una vida como la que ha tenido…, no me extraña que no se deje ver -exhaló.

– Rastro perdido.

– Siempre queda algo, Resh -ordenó sus ideas-. ¿Habló con alguien del manicomio?

– Sí, y no dicen nada.

– ¿Ese lugar está aquí, en Ammán?

– Sí.

– Entonces vamos a verlo.

El jordano se extrañó de su propuesta.

– ¿No prefiere visitar antes hotel?

– No.

– Bien -se rindió.

Rodaban por una carretera recta, sin apenas nada a ambos lados. La mayoría de las casas tenían construida la planta baja y las columnas o pilares continuaban hacia arriba, con los hierros saliendo de los encofrados en la parte superior, a la espera de que se añadiera una segunda planta cuando la familia aumentase o fuese necesario por cualquier otra razón. A lo lejos, Ammán era una ciudad blanca, recortada sobre la distancia en suaves ondulaciones del terreno.

– Resh…

– ¿Sí, señorita?

– ¿Vio usted este cristal alguna vez en poder de Munha? -se lo sacó de las profundidades de su holgada camisa.

– No.

– ¿Así que tampoco sabe si Amina lo lleva?

– ¿Es importante? -quiso saber Resh Abderrahim.

– Muy importante -soltó un bufido Joa, y añadió-: Mucho.

La primera parte de su interrogatorio terminaba allí.

22

Nunca había visitado un manicomio. Jamás se había tenido que imaginar uno. Todo lo que sabía de ellos en general, preferentemente por películas americanas, era siniestro.

El Al Sawwan Urdun, de haber sido sólo siniestro, hubiera sido un hotel de lujo.

Primero creyó que se trataba de un edificio en estado de derribo. Cuando Resh le dijo que era su destino y detuvieron el coche en la entrada, lo observó con más detenimiento. Necesitaba reparaciones urgentes en todos los sentidos, desde la albañilería hasta la pintura. Pero el estado externo todavía era soportable. El interno no. Más que un centro de atención médica parecía un cementerio de residuos. Un sentimiento de absoluta depresión se apoderó de ella. Por primera vez en muchos días, su mente se disparó hasta un grado máximo, igual que si fuera una antena capaz de captar todo el dolor que anidaba entre aquellas paredes. Incluso el que había anidado en el pasado y seguía pegado a ellas. Sintió gritos de dolor, el vacío de la locura, la impotencia de todos los que de una forma u otra fueron conscientes de su estado. Si alguien era capaz de salir cuerdo de allí merecía un monumento.