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– Dígale que es para que compre algo a sus pacientes, que celebren una fiesta en honor de Amina. Fue suficiente.

La dejaron en la puerta del manicomio y alcanzaron el coche. Joa se sentó al volante, lo puso en marcha y le dieron la espalda al lugar. No era una huida pero lo parecía.

No habían rodado ni cien metros cuando hizo la pregunta.

– ¿A qué distancia está Petra de aquí?

– Lejos. Muchas horas.

– ¿Podemos ir ahora?

– No. De noche antes de llegar y carretera mala para conducir en oscuridad. Mañana temprano.

– De acuerdo.

Petra estaba en el centro sur de Jordania. Aqaba en el sur. Era su salida al mar Rojo a través del golfo de Aqaba. Las pistas para dar con Amina pasaban por un conductor de burros en Petra y poco más.

Aun así se sentía mejor.

– Yo acompaño, ¿sí? -dijo Resh Abderrahim.

– No creo que sea necesario, gracias.

– Sí necesario -asintió vehemente-. Una mujer sola… y joven. Yo mentalidad abierta, otros no. Déjeme hacer, por favor. Yo debía cuidar de hija de las tormentas y fallé. Perdí.

– No la perdió. Las hijas de las tormentas desaparecieron. Todas. Amina, Indira o yo sólo éramos tres niñas y… -ni siquiera supo cómo definirlo-. No creo que a Amina se la pueda controlar mucho.

Rodaron otro tramo en silencio por las calles de Ammán, acercándose al centro.

– Dejamos bolsa en hotel y yo enseño ciudad, ¿sí? -le propuso Resh.

23

Salieron al amanecer desde Ammán en dirección a Petra por una carretera que cortaba el desierto como una espada. Tramos rectos sin vida, la llegada a un enorme cañón central, el descenso en forma de serpenteantes curvas, la nueva subida, y ya en la meseta otras largas rectas en dirección sur.

Joa estaba asombrada. En cuarenta y ocho horas iba a ver dos de los mayores tesoros de la Antigüedad, iba a cumplir dos de sus más anhelados sueños a la vez: contemplar las pirámides y pasear por Petra. De no haber sido porque la empujaba una misión única, habría disfrutado como una loca ante aquellas maravillas sobrecogedoras. Los alrededores de Petra fueron ocupados en el 1200 antes de Jesucristo por los edomitas. Innumerables guerras marcaron su historia hasta la llegada de los nabateos, que la convirtieron en su capital a partir del año 312 antes de Jesucristo. La ciudad fue construida en un angosto valle al este del valle de Aravá. Después pasaron por ella los romanos, los bizantinos… hasta que en el año 363 después de la era actual un terremoto destruyó la mitad de sus edificios. Siguió siendo una hermosa ciudad pese a todo, y con los restos de lo caído se edificaron nuevas construcciones. En el año 551 un segundo terremoto sí la destruyó casi por completo y ya no se recuperó de tanto daño. Entró en la leyenda hasta que el primer europeo que llegó hasta ella en 1812 la rescató para la Historia.

El viaje fue plácido. Conducía otra vez ella; de hecho, el coche alquilado estaba a su nombre. Las conversaciones no fueron de especial relieve. Resh hacía de guía turístico, señalándole los puntos de interés que encontraban por el camino. Pueblos, viejas ruinas, detalles orográficos… Sólo en una ocasión hablaron de las hijas de las tormentas, cuando su compañero, sabiendo que había estado allí, le preguntó por la nave.

Joa fue parca. Todavía tenía aquella escena grabada a fuego en su memoria, los jueces cargados de explosivos, los guardianes vencidos, las hijas de las tormentas surgiendo de los alrededores de Chichén Itzá, sin que nadie supiera cómo habían llegado hasta allí, para subir a la nave; y en medio de todo ello su propio drama, la voz de su madre en su mente, hablándole, y su padre corriendo para marcharse con ellos.

Por amor.

Llegaron a Petra a primera hora de la tarde y dejaron las cosas en el coche y éste en un aparcamiento situado justo a la entrada del Siq. Un enjambre de hombres con burros se ofrecía para conducir a los turistas a través del angosto desfiladero de menos de un kilómetro que llevaba hasta el primero de los monumentos de Petra: el Tesoro. Ellos hicieron el trayecto a pie.

Joa no quería perderse detalle.

El Siq serpenteaba entre dos altas paredes verticales, con el cielo mostrándose apenas como un retazo más allá de su cresta. La piedra allí ya tenía el característico color rojizo, con vetas rosadas, que diferenciaba el monumental conjunto labrado en la roca. El único acceso al interior era mediante aquel estrecho callejón. Al final del Siq surgía como una apoteosis de los sentidos el Tesoro. Parecía la entrada de un templo, y lo era, pero salvo aquella fachada no existía nada más. Lo mismo sucedía con el Monasterio, en lo alto de la montaña, ya en el interior de Petra.

Joa se detuvo.

La piel de gallina.

El Tesoro.

– Impresiona, ¿sí?

– Sobrecoge.

Joa había leído que con el paso de las horas del día, según incide el sol en él, cambia de color. Había personas que se sentaban allí un día entero para verlo, y regresaban al siguiente para caminar por el resto de la ciudad. Ella no iba a tener esa fortuna. Se regaló cinco minutos.

Luego continuaron la marcha, por la derecha, siguiendo la ruta única para rodear el Tesoro y sumergirse en la grandeza de Petra. Cuevas, templos, tumbas…, todo surgía a cada paso con la generosidad de su riqueza cromática. Por desgracia muchas cuevas estaban invadidas por vendedores de abalorios. Los turistas, llevándose piedras del suelo o arrancándolas de las paredes, hacían el resto. Los escasos guardianes servían más para hacerse fotos con ellos que para cuidar su patrimonio.

No perdieron demasiado tiempo, porque a las seis se cerraba el acceso y todo el mundo se retiraba. Resh conocía el terreno, así que la condujo hasta la montaña en cuya cima se ubicaba el Monasterio. Podía subirse a pie, por estrechos márgenes de tierra abocados al abismo que daban vértigo, o hacerlo en burro, con lo cual el vértigo se acentuaba porque cualquiera imaginaba lo que pasaría si el animal perdía pie en una roca. Resh le dijo que no había constancia de que jamás un burro hubiera despeñado a un turista. Claro que ésa era la versión oficial.

Ellos buscaban a uno de los conductores de burros.

Uno que conociera a un muchacho llamado Hussein Maravi, esquizofrénico, huido de un manicomio, y que tal vez, sólo tal vez, hubiera llevado a Amina hasta Petra para mostrarle sus rincones.

En la parte baja vieron a tres hombres con sus respectivos animales.

– Yo pregunto -tomó la iniciativa su compañero.

Habló con ellos. Fue rápido. Joa los vio negar con la cabeza. Uno señaló la montaña.

– Ninguno conoce joven llamado Hussein -la informó a su regreso-. Arriba hay cinco más. Esperamos.

El primero de los burros, cargando a una gruesa mujer, descendió diez minutos después. Su conductor tampoco era el amigo de Hussein. Otros quince minutos más tarde aparecieron dos de golpe, un matrimonio que hablaba brasileño. Quedaban dos y Joa se mordió el labio inferior. De los tres que esperaban al llegar ellos, dos ya habían subido con otros turistas.

El cuarto en descender, con un jovial anciano a la grupa y su mujer, más joven, a pie, los miró directamente.

Alguno de los que acababa de subir ya había hablado con él, al cruzarse sus pasos, preguntándole o advirtiéndole de que abajo esperaban a alguien que conociera a un chico llamado Hussein.

– Ése es -indicó Joa.

Fueron a por él los dos. El chico pareció rehuirles, disimular. Resh lo abordó y le hizo la pregunta. Dijo que no demasiado rápido.

Joa ya tenía en la mano un buen fajo de billetes.

– Dígale que somos amigos, ni policía ni responsables del manicomio. Si estuvo aquí, buscamos a la chica que iba con él.

Se lo tradujo.

El conductor de burros miraba el dinero.