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Era rápido.

– Ven.

No tuvo más remedio que seguirle. Podía llevarla a su casa y allí insistir en que era mejor que Hamid, pero estaba dispuesta a asumir la pérdida de tiempo. Caminaron calle abajo aunque no fueron hacia la playa. Milo se desvió por una calle a la derecha. Se detuvo delante de una casita pequeña, con los pilares desnudos y sin rematar con una segunda planta, como la mayoría. Le hizo una señal para que esperara y llamó a la puerta. Apareció otra escultura masculina jordana, un poco mayor. Milo señaló hacia ella y hablaron. El nombre que buscaba salió en la conversación tres veces. El dueño de la casa se retiró sin cerrar la puerta, y su compañero regresó a su lado.

– Johnny conoce Hamid -asintió.

– ¿Johnny?

– Bonito, ¿sí?

El tal Johnny salió de inmediato, abotonándose una camisa blanca llena de flores grabadas. Le tendió una mano grande y suave. Eran jóvenes amables y correctos. Su español era muy deficiente. En cambio se defendía bien en francés e italiano.

– Yo conozco a Hamid -le dijo.

Y le puso la mano con descaro frente al rostro frotando el dedo pulgar con el índice y el medio.

– Yo te pagaré sólo si es el Hamid que busco.

Lo consideró. Su sonrisa se hizo mayor.

– Oui, madetnoiselk -le hizo una reverencia.

La colocaron en el centro. Milo a la izquierda y Johnny a la derecha. Tal vez no perdían la esperanza. Les tocó subir. Ellos parecían no sudar, pero Joa sí lo hizo. De vez en cuando hablaban y se reían. A su costa, claro. Se revistió de paciencia y se concentró en el camino, por si tenía que desandarlo sola. Casi diez minutos después llegaron a otra casita, tan humilde como la anterior. Milo y ella esperaron a una prudente distancia. Johnny fue el que se aproximó a la puerta y llamó. Por el quicio apareció una mujer. Mientras Johnny le hablaba miró hacia los que aguardaban fuera.

Joa tuvo suerte.

La mujer desapareció y en su lugar tomó el relevo Hamid.

Cuando Johnny le llevó hasta ella Joa cruzó los dedos a su espalda.

– Hamid -le palmeó la espalda Johnny al recién incorporado al grupo para presentárselo.

Ahora los tres jordanos sonreían felices.

– ¿Conoces a Hussein Maravi? -le preguntó mirándole fijamente a los ojos.

El chico congeló la sonrisa en sus labios y le devolvió la mirada.

Como si reconociera algo en ella.

– Yo no Hamid amigo Hussein. Él, otro Hamid.

A Joa se le detuvo el corazón entre dos latidos.

– ¿Sabes dónde puedo encontrarle?

– Sí.

– Llévame y habrá dinero para todos, ¿de acuerdo?

Les oyó hablar entre sí, discutir, como si ya se repartieran la propina. Eso fue todo.

Se reanudó la marcha por las calles de Aqaba, ahora con tres gigolós junto a ella. Amantes, como los había definido Resh.

26

Imaginó que algún día se reiría de la experiencia, pero no ahora. Sentía las miradas cruzadas de sus tres acompañantes, de reojo o directas, la forma en que la valoraban, la manera en que la deseaban, la curiosidad que sentían. Sobre todo por su cabello rojizo. Y su juventud. Tampoco pasaban desapercibidos para los otros caminantes o vecinos de las casas por las que transitaban. La gente estaría habituada a sus guapos jóvenes, llegados desde toda Jordania, pero ver a una chica como ella con tres jordanos sin duda no era lo más habitual.

Hamid se detuvo dos veces a preguntar. Una, a una mujer. Otra a un cuarto gigoló. Joa temió que también se apuntara a la comitiva.

No fue así y la parte final les acercó de nuevo a la zona hotelera de la playa, punto neurálgico de encuentros y citas.

Había un joven sentado en la playa, casi en la perpendicular de su hotel. Si las tres mujeres solitarias seguían en el comedor tal vez lo estuviesen viendo. Cuando se encontró lo suficientemente cerca, Joa apreció sus rasgos. Otra obra de arte humana esculpida sobre mármol oscuro. Ajeno a su presencia, el muchacho, veintidós años como mucho, contemplaba el mar. Su imagen era de una serena belleza. Un cuadro enormemente plástico.

– Hamid -señaló el chico que se llamaba igual que él.

Y le tendió la mano a la espera de la propina.

– ¿Cómo sé que es el que busco?

– Es Hamid -se lo aseguró sin ambages-. Tiene amigo que se llama Hussein. Él vino con chica joven, muy parecida a ti, hace poco.

La última duda desapareció de su mente.

Les dio dinero a los tres. El suficiente para que no pidieran más ni llamaran la atención. Uno tras otro le tendieron la mano, cordiales y serviciales, y desaparecieron de su horizonte.

Joa no se movió hasta estar segura de que estaba sola.

Se acercó a él y se sentó a su lado. Al darse cuenta de que no estaba solo el chico volvió la cabeza e iluminó su rostro con una gran sonrisa. Le miró los ojos, el cabello y los labios. Los suyos eran perfectos, carnosos.

– ¿Hamid?

– Sí.

No le preguntó por qué conocía su nombre. Quizá una amiga se lo había recomendado. Joa extrajo otro billete de su bolso. Mucho más que una propina. Siguió hablándole en inglés.

– ¿Quieres ganarte esto?

– Claro -dijo con dulzura en la misma lengua.

– Vamos a tu casa.

– No, mejor lugar que yo conozco, bonito, limpio y discreto. Pero antes hablamos y cenamos.

– Quiero ir a tu casa.

– No muy buena -insistió.

– Vamos

– Joa se puso en pie.

No quería sorprenderlo dándole el nombre de Hussein Maravi. Temía que entonces se le escapara, o avisara a su amigo, huido de un manicomio a fin de cuentas, y nunca diera con él ni con Amina. Necesitaba ser cauta. Nada más.

Hamid se incorporó.

– Tú preciosa -ponderó.

– Gracias.

– Pareces mucho a alguien yo conozco.

– ¿Por dónde? -mantuvo la calma.

El joven tomó la iniciativa. Caminaron hacia la parte izquierda de Aqaba y en dos minutos ya se hallaban inmersos en un mundo de callejuelas en las que la vida se hacía más fuera de las casas que dentro. Algunas personas saludaron a su compañero. Éste habló en voz alta con un par de ellas. Sabía que era el centro de atención. Una chica joven-cita, no una mujer madura. Algo así debía de ser insólito. Cada vez que Hussein se dirigía a ella la envolvía con una sonrisa y le preguntaba trivialidades, cuántos años tenía, de qué ciudad española era, si estaba en Jordania por turismo…

– Conozco restaurante maravilloso para cenar.

– ¿Vives solo? -cortó sus fantasías.

– Sí.

Trató de no parecer inquieta. De todas formas la caminata tocaba a su fin. Hamid señaló una casa ni mejor ni peor que las otras, ladrillos grandes y grises en el exterior, sin enyesar o pintar. Se encontraba al final de una muy leve cuesta que, no obstante, la hacía sudar igual que si fuese una montaña.

Habían llegado a la puerta de la casa. Al otro lado quizá hubiera respuestas. Pero Hamid acababa de decirle que vivía solo. Tal vez para su negocio necesitara no tener a nadie en su casa y ellos estuvieran en otra parte.

Tal vez.

Era el momento.

– Escucha -habló despacio para que él la entendiera-. Soy una amiga. Una amiga, ¿entiendes?

– Amiga, sí -su sonrisa se hizo luminosa-. Yo también soy amigo.

– Busco a Amina Anwar. La sonrisa se esfumó.

– Tranquilo, ¿de acuerdo? -lo sujetó por el brazo, por si echaba a correr-. Sólo quiero hablar con ella. Sé que escapó del Al Sawwan Urdun. No me interesa Hussein Maravi. Necesito verla a ella.

– ¿Por qué?

– Somos hermanas. Antes lo has dicho. Me parezco, ¿verdad?

Joa le puso el billete que antes le había mostrado en el bolsillo.

– Por favor.

– No están -se rindió el atractivo amante jordano.

– ¿Dónde…?

Abrió la puerta de su casa y le mostró el interior, vacío.