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«Todo es posible». Esa frase solía decirla su autor favorito.

– Yo la encontraré -asintió ella. David no dijo nada.

Se ducharon y salieron a cenar. El hotelito disponía de cocina internacional, pero la base era la dieta local, mijo o arroz y pollo en salsa de cacahuete. Lo probaron y mantuvieron un discreto silencio envueltos por pequeños grupos de turistas. Uno era español. Hablaban a gritos, a veces criticando cosas o burlándose de algo. Por la ventana no se veía gran cosa: una calle abigarrada, con un par de luces de neón pretéritas y una multinacional de la alimentación global implantada ya allí. Algunos jóvenes caminaban descalzos o con chanclas llevando camisetas tan típicas como las de cualquier ciudad del mundo, regalo probable de algún turista.

El niño apareció en la ventana ya en el postre. Agitó la mano.

– Hola -lo saludó Joa con una sonrisa.

El niño no se fue. Le hizo una seña.

– ¿Quiere que salgamos? -vaciló David.

Le dijeron que no con la cabeza y se encontraron con su insistencia. A pesar del cristal, escucharon su voz con relativa claridad. Hablaba en francés.

– ¡Yo sé! -les dijo.

Joa frunció el ceño.

– ¡Buscas chica! -le gritó el aparecido aplicando sus labios al máximo a la ventana-. ¡Yo conozco! ¡Ven, sal!

Intercambiaron una rápida mirada. No hubo más. Joa fue la primera en levantarse. David lo hizo a continuación. Tuvo que firmar la nota de la cena para que la incorporaran a la cuenta de la habitación. Ella, impaciente, estuvo a punto de no esperarle. Fue la primera en salir al exterior. El niño los aguardaba en la esquina de la calle, agitando otra vez sus brazos.

Tendría unos doce o trece años, piel muy negra, alto, ojos vivos y cabello apenas intuido. Estaba muy delgado y vestía unas zapatillas deportivas viejas y gastadas, lo mismo que los pantalones vaqueros de talle bajo y una camiseta con un lema en inglés. Cuando llegaron hasta él les hizo una seña para que le siguieran.

– Espera, no corras tanto -lo detuvo David, aunque lo dijo en español.

– Venid, ¡venid! -les insistió el muchacho.

– ¿Cómo sabes que buscamos a una chica? -le correspondió Joa en francés.

– Te he visto preguntar en el mercado. Ella se parece a ti.

Debió de quedarse pálida. Iba a traducírselo a David pero no fue necesario.

– Lo he pillado. Dice que os parecéis.

– ¿Dónde está? -quiso saber.

– Cerca.

– ¿Aquí, en Bandiagara?

– Sí, muy cerca. Yo os llevo.

Hizo ademán de echar a andar. David detuvo a Joa.

– No me fío.

– ¡David!

– ¿No te parece sospechoso? Hemos llegado hoy y resulta que éste conoce a Amina y sabe dónde está. Y ni siquiera nos pide una propina.

– ¡No tenemos nada más!

– Es de noche. ¿Por qué no esperamos a mañana por la mañana?

El niño había cogido de la mano a Joa. Tiraba de ella.

– ¿Cómo sé que hablas de la misma persona? -consiguió detenerle.

– Una joven blanca -hizo un gesto de lo más evidente, como queriendo decir «¿cuántas jóvenes blancas puede haber aquí?»-. Ella guapa. Como tú.

Joa se arrodilló ante él. Llevó su mano al camafeo y lo sacó del interior de la blusa. Iba a preguntarle si la niña llevaba un cristal como aquél al cuello, o mejor aún, a preguntarle si había visto alguna vez uno igual.

Abrió el camafeo.

El resto fue muy rápido.

Primero, la mirada del niño, con los ojos muy abiertos.

Segundo, la voz de David, alucinada.

– Joa…, el cristal.

Bajó la cabeza y lo miró.

Ya no era rojo. Era blanco.

Puro, cegador.

Lo más inesperado llegó en tercer lugar.

Cuando el niño se lo arrancó de cuajo del cuello y echó a correr más rápido que la propia luz, alejándose primero en línea recta e internándose luego por un dédalo de callejuelas abierto al otro lado de la calle y haciendo imposible la persecución por parte del también sorprendido David.

32

Dejó de llorar ya muy avanzada la madrugada, y la noche, pese al sueño, acabó siendo un infierno. David no supo cómo consolarla. Le había robado algo más que un nexo con su madre. Le había robado la esperanza.

Soñó con cristales, con naves interplanetarias, con su padre y su madre regresando muchos años después sin reconocerla, y luego, riñéndola como a una niña por haber perdido su tesoro. Soñó extravagancias que la hicieron brincar de la cama una y otra vez, mientras David la abrazaba y le susurraba en la oscuridad. Todos los monstruos que poblaron sus fantasías de pequeña volvieron a ella para recordarle que el tiempo no era más que un pliegue espacial y que todo dependía de qué lado se estuviese. Al amanecer, derrotada y vencida, quedó postrada en una catarsis profunda de la que él no quiso despertarla.

Cuando lo hizo ya era muy tarde, casi las diez de la mañana.

– David… -gimió.

Le dolía la cabeza, pero más el alma.

– ¿Estás mejor?

– No -hizo esfuerzos para no volver a llorar.

– Vamos a buscarle.

– No le encontraremos.

Su compañero le acarició la cabeza con una mano. La otra la apoyó en su brazo.

– ¿Crees que sabía qué era?

– No lo sé.

– Viste su cara, ¿no?

– Podía pensar que era una joya -musitó ella.

– Joa, ¿cuándo fue la última vez que echaste un vistazo al cristal?

– Ayer mismo, por la mañana, antes de que tú te despertaras.

– ¿Y era de color rojo?

– Sí.

– 0 sea que cambió en el transcurso del día, mientras nos acercábamos aquí. Lo consideró. -¿Qué quieres decir?

– Ese cristal sólo ha cambiado una vez de color. Fue verde cuando iba a llegar la nave. Que ahora sea blanco ha de significar algo.

Joa no dijo nada. No se sentía con fuerzas. Significara lo que significara, ya no estaba en su poder.

– Estamos cerca -aseguró David.

– ¿De qué?

– No lo sé, pero el cristal ha reaccionado.

– Da igual -se rindió.

– No, no da igual -insistió él.

– ¿Por qué?

– Porque todo lo que tiene que ver con ellos y con los cristales está relacionado, no sucede sin más. Lo hemos perdido, de acuerdo, pero antes hemos visto esa señal. Y te diré algo: si encontramos a Amina, por lo menos tendremos el suyo.

No lo había pensado.

El cristal de Amina.

– ¿Qué vamos a hacer? -le cedió toda iniciativa.

– De momento ducharnos y bajar a desayunar. Seguiremos preguntando aquí. Si no conseguimos nada, mañana haremos ese trekking del que hablaste.

Joa cerró los ojos.

– Cariño, no te rindas ahora después de todo lo fuerte que has sido.

No quería hacerlo, pero el niño le había arrancado su único nexo con ellos.

– Joa, por favor -insistió David moviéndola hasta que de nuevo abrió los ojos.

Se convirtió en una autómata. Dejó que él la incorporara de la cama, salieran de debajo de la mosquitera, la metiera bajo la ducha, la lavara y la secara. No llegó a vestirla porque ella lo hizo aunque sintiendo sus músculos agarrotados y todos sus miembros muy pesados. Salir de la habitación, un poco más fresca por el aire acondicionado, y sumergirse en el horno de calor exterior la embotó todavía más. No tenía apetito, no iba a ingerir nada. Se limitó a beberse un zumo. Tenía los ojos perdidos, la mirada extraviada, la cabeza en otra parte, muy lejos de allí.

Nunca había sentido tanto el dolor de un fracaso como ahora.

– Joa, ¿por qué no utilizas tus poderes?