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– ¿Cómo? -se enfrentó a la mirada de David.

– Debe de haber alguna forma de que sintonices con el cristal, con su energía. Has de tener un nexo con él.

– Nunca he sentido nada en su presencia, ni sosteniéndolo en las manos.

– ¿Lo has intentado?

– No.

– ¿No crees que ya es hora?

– David, soy incapaz de centrarme en nada. No sé qué me pasa.

– Visualízalo. Tienes capacidades inmensas que no has desarrollado. ¿Por qué no puedes seguirle el rastro, igual que un perro olfatea una pista?

– El cristal no huele, y yo no soy un mastín -forzó una sonrisa rendida.

– Sólo te digo…

David dejó de hablar. Uno de los camareros del hotel se había detenido junto a la mesa. No tuvieron más remedio que mirarle. El hombre se inclinó con elegancia para decirles:

– Alguien los espera en recepción.

– ¿A nosotros? -mostró su extrañeza David-. Nadie nos conoce aquí.

– Ha preguntado por la joven del cabello rojo y su acompañante -fue explícito.

No había ninguna otra pareja de sus características.

– De acuerdo, gracias.

Se levantaron para seguirle. El restaurante se comunicaba con la recepción mediante un pasillito con cuadros de los pueblos y la cosmogonía Dogon. La única persona que vieron en la entrada del hotel era un hombre negro de baja estatura, cabello blanco, mayor. Flotaba en su figura un deje de solemne dignidad. No vestía a la usanza occidental, ni siquiera con el estilo de los habitantes que podían verse por las calles de Bandiagara. Llevaba una túnica roja envolviéndolo de arriba abajo y una vara tan alta como él con la que más que apoyarse realzaba su perfil.

Un dogon auténtico.

Quedaron sorprendidos, pero sin tiempo para hacer otra cosa que esperar. Sobre todo cuando su visitante se inclinó de manera ceremonial al aparecer ellos ante su persona.

Con absoluto respeto y devoción.

– ¿Quería vernos? -se dirigió Joa a él en francés.

La respuesta tardó unos segundos en producirse. El hombre recuperó la vertical al terminar la reverencia y hundió en ella unos ojos cargados de edad y vida, ojos viejos, de experiencia, pero también impregnados de la luz de la esperanza. Los hundió en ella y sus labios esbozaron una tímida sonrisa de serenidad.

– Bienvenida -le dijo con un acento poco habitual, como si el francés no fuera su lengua.

– ¿Quién es usted?

– Me llamo Bassekou Touré. Y creo que esto es suyo.

En su mano apareció el camafeo.

Joa se quedó sin aliento.

– Por favor… -se lo tendió el dogon.

Al tocarlo, al sentirlo entre sus dedos, recuperó toda su energía robada. Una descarga de adrenalina inyectada directamente en su cerebro que se expandió al momento por sus terminaciones nerviosas y sus músculos.

Lo abrió.

El cristal seguía en su interior. Blanco, puro, cegador.

– Gracias -suspiró.

– Pregúntale cómo lo ha conseguido y por qué nos lo ha devuelto -dijo David.

– El niño intentaría venderlo, o él es su padre y se lo descubrió…

– Pregúntaselo, Joa.

Bassekou Touré levantó la mano.

– Han de acompañarme -se inclinó por segunda vez aunque sólo como acto de apoyo a su súplica.

– ¿Adonde?

– Confíe en mí.

Su sonrisa era pacífica, pero sus ojos más. No hizo falta que ella se lo tradujera a David.

– No -dijo él captando su intención-. Ni hablar.

– Está bien -asintió Joa.

El anciano caminó hacia la puerta. David intentó sujetar a Joa. Ella ya se estaba colocando el camafeo al cuello, haciendo un nudo por la nuca con los dos extremos de la cinta rota por el ladrón.

– ¿Estás loca? -le susurró-. ¡No sabemos quién es!

– Nos lo ha devuelto -guardó el camafeo con el cristal bajo la blusa.

– ¡Puede volver a quitártelo!

– David, ahora todo está bien. Lo sé.

No hubo más discusión. Alcanzaron a Bassekou Touré en el aparcamiento. David llevaba las llaves del coche encima. El mismo se sentó al volante. Joa lo hizo en el asiento del copiloto y su invitado atrás. Al arrancar el vehículo no tuvo que preguntar nada.

– Doble por la derecha -le indicó el dogon-. Al llegar a la avenida tome la izquierda. Saldremos de Bandiagara y nos dirigiremos a Djiguibombo.

Ya no hablaron durante los siguientes minutos. Joa sonreía con aire ausente. De vez en cuando David miraba a su pasajero por el espejo retrovisor interior. El hombre se limitaba a mantener una secular dignidad, sereno y distante. Sólo la cambiaba cuando sus ojos se depositaban en ella. Entonces su expresión se dulcificaba.

Como un abuelo contemplando a un nieto dormido en una cuna.

La carretera cambió su perfil a los pocos kilómetros, quince minutos después, y se convirtió en una pista de tierra polvorienta y rojiza. El paisaje se hizo agreste, con paredes cortadas a pico, baobabs salpicando el horizonte y distantes montañas encajonando la falla de Bandiagara. A un lado, fuera de su vista, se abría el universo de los dogo-nes, con su misterio y sus leyendas. Sabían que se dirigían hacia el corazón de sus tierras. No hacía falta preguntarlo.

La única duda era por qué. Y hasta David se rindió agotando su ansiedad. Alargó su mano derecha, tomó la de Joa y se la presionó.

Un gesto que no pasó inadvertido para Bassekou Touré.

– Gracias por estar aquí -rompió el silencio inesperadamente.

– Gracias por devolverme esto -se llevó una mano al pecho.

– Maali será castigado. Su ignorancia no es excusa.

– ¿Maali es el niño que me lo quitó?

– Sí.

– Hable con él, pero no lo castigue.

El hombre alzó las cejas. No era la respuesta que esperaba. Pero se contentó con seguir mirándola con ojos cargados de devoción.

No rodaron muchos kilómetros más.

– Más adelante el camino se ensancha. Verá tres baobabs muy juntos, a la derecha. Detenga el coche bajo ellos, a su amparo.

Los tres baobabs, enormes, tan peculiares como todos, con sus gruesos troncos y sus ramas esparcidas como secos racimos de uva al aire, se recortaron en la distancia al cabo de un par de minutos. David hizo la maniobra, rodando despacio hasta detenerse en un punto intermedio de ellos. Los ocupantes del cuatro por cuatro descendieron del vehículo y entonces el dogon tomó el mando.

– Síganme, por favor.

El camino se iniciaba a los pocos metros, oculto por una masa de vegetación imposible de vislumbrar desde la pista de tierra. Descendía en una pronunciada pendiente en zigzag hacia las profundidades del escarpado. Desde allí no se veía el fondo.

Bassekou Touré no volvió a hablar hasta doscientos metros después.

Al pasar junto a una máscara ritual colgada de un palo hundido en la senda.

– Bienvenida a casa de nuevo, Nommo -le dijo a Joa inclinándose antes de reemprender la marcha.

33

Estaban empapados en sudor cuando llegaron al fondo del escarpado. Frente a ellos se abría un valle verde y exuberante. Altas paredes con inaccesibles agujeros de cuevas visibles se extendían a ambos lados de un cañón que desembocaba en un lago y unas primeras construcciones, exactamente como las habían visto en los libros turísticos, de barro, rojizas, con algunas fachadas pintadas siguiendo el ritual artístico de los dogones. Su presencia allí estaba advertida de antemano. Poco a poco fueron viendo a los hombres, mujeres y niños de la tribu. Ante su presencia, todos bajaban los ojos, o se inclinaban con respeto.

– Aquí está sucediendo algo y no tenemos ni idea de qué -reflexionó David.

– Pero tiene que ver con el cristal, eso seguro -dijo Joa.

– Te ha llamado Nommo.

– Lo sé.

– ¿No era ése el nombre del que me hablaste…?

No caminaron mucho más. Se detuvieron delante de una construcción con una alta pared vertical y su guía se apartó para que entraran primero.