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En el interior esperaban tres hombres, los tres tocados con máscaras rituales. Joa interpretó su esencia. Eran Awa. 0 pertenecían a la Awa, la sociedad secreta Dogon. Había leído que los Awa controlaban el culto de las máscaras y que eran los oficiantes de las grandes ceremonias del pueblo, especialmente el Sigui, el Culto a la Gran Máscara. Sólo los hombres adultos podían ser Awa. Su líder era el Olaburu, el maestro del lenguaje de la maleza y de los hombres impuros. Entre las muchas normas de conducta, religiosas, de usos y costumbres, que daban para libros enteros por su singularidad, la de los hombres puros e impuros era sin duda la más curiosa, un rasgo que se adquiría ya en el momento de nacer, por herencia, o sea que no se merecía en vida. Los primeros, los puros, los innenomo, «hombres que viven», tenían prohibidas las actividades rituales asociadas con la muerte. Los segundos, los impuros, los innepuru, «hombres muertos», eran los que realizaban todos esos rituales, la preparación y el entierro del cadáver y el sacrificio y consumo de animales sagrados. Para ser Olaburu había que ser impuro.

Los tres hombres se inclinaron ante ellos.

– Bienvenidos -les dijo inclinándose el más adelantado en el idioma oficial de Mali, el francés, aunque con el mismo peculiar acento de Bassekou Touré.

– Gracias -asintió Joa.

El hombre se alzó y la miró. Joa sólo veía sus ojos, pequeños, por detrás de la máscara, muy grande, hasta el pecho. Eran unos ojos llenos de admiración. La expectación exterior se correspondía con un hálito de paz allí dentro. Ella misma se sintió embriagada por la calma.

No así David.

– Pregúntale qué hacemos aquí. -Espera. Esta gente no conoce el término prisa. Dales tiempo.

– ¿Tienes idea de qué pueda estar pasando?

– Creo que sí.

– ¿En serio? -se asombró él.

El hombre que había hablado y la observaba con tanta atención fue también el que tomó la iniciativa. Volvió a inclinarse y enfiló la puerta de la casa. Bassekou Touré se estaba poniendo otra máscara. Les indicó que siguieran al que parecía el jefe y le obedecieron. Cerraron la comitiva los otros dos. Su aparición en el exterior causó el mismo impacto que a la llegada. Un pueblo entero en silencio, todos observándolos con asombro, devoción y respeto, sin miedo, como si fueran un milagro.

Y tal vez lo fueran.

David cogió a Joa de la mano.

– No es por ti -le susurró-. Es por mí. Necesito tocar algo real.

Joa no dijo nada. Sentía algo en su interior. Sabía que estaba cerca de resolver un misterio.

La construcción de barro en la que acababan de ser recibidos se encontraba al pie de una inmensa pared. No tuvieron que caminar mucho para alejarse del pueblo. Estaban solos. Nadie los había seguido. Bordearon las rocas por la parte inferior, subiendo y bajando según la orografía del terreno y acabaron escalando un desnivel de una decena de metros. En la parte superior vieron la entrada de una cueva. No daba la impresión de ser una de las mortuorias, situadas más arriba e inaccesibles. Esta tenía una angosta entrada pero luego se abría formando una gran cámara de la que partían unos escalones descendentes hacia las sombras inferiores.

Los cuatro dogones encendieron antorchas.

El camino hacia las entrañas de la tierra tampoco fue largo, ni muy pronunciado. Los mismos diez metros que habían subido en el exterior los descendieron más o menos por el interior. Después se encontraron en una especie de pasadizo que serpenteaba bajo las rocas. La escena tenía algo de aventura romántica, cuando África era un misterio y los occidentales se encontraban atrapados por su magia. Cuatro hombres tocados con máscaras y ellos dos, mientras todo un pueblo aguardaba en el exterior.

El pasadizo acabó desembocando en una inmensa gruta interior. Era tan alta que la luz de las antorchas no conseguía iluminar el techo. Las rocas allí eran distintas, redondeadas. No procedían de derrumbes sino que daban la impresión de haber sido talladas, moldeadas. En el centro de la gruta se alzaba un túmulo. Una construcción de madera rematada por una vasija bellamente labrada.

Joa recordó los rasgos de los cuatro cultos principales de los dogones. El culto Wagem, relacionado con los ancestros y con Ginna Baña de líder; el culto Lebe, encabezado por Hogon y asociado al ciclo agrícola; el culto Binu, el totémico, comandado por Binukedine; y el culto Awa, con el Olaburu como dirigente. Los cuatro formaban un único sistema religioso pero tenían sus peculiaridades. Ginna Baña y el Olaburu eran impuros. Hogon y Binukedine, puros. De su enfrentamiento constante nacían todas las normas de la vida Dogon, una manera de ver el mundo absolutamente propia.

Lo que no sabía era en qué lado estaba ella.

Tal vez en ninguno.

Los cuatro hombres se inclinaron ante el túmulo.

– Ven -el de la máscara principal le tendió la mano a Joa.

Se acercaron al túmulo. David lo hizo por su cuenta, sin esperar que nadie le invitara. No le detuvieron. Al llegar frente a la vasija el hombre tomó la tapa. De sus labios fluyó una letanía.

Luego la levantó.

Lo que menos se podía imaginar Joa era aquello. Esperaba algo, y algo importante, revelador, pero no… Un cristal.

Un cristal exactamente igual al suyo, y de color blanco.

– Dios… -exhaló esforzándose por comprender.

– Es el único legado de nuestros antepasados -habló el hombre con enorme serenidad y devoción-. Nommo nos lo dejó en el origen.

Habían estado allí antes.

Como en Yucatán, o Egipto…

Ellos.

– Vosotras sois sus enviadas -se inclinó una vez más con reverencia.

– Y sois la prueba de que todo está bien y se cumplirá, puesto que habéis vuelto -escucharon la voz de Bassekou Touré detrás de ellos.

¿Por qué hablaban en plural?

– ¿Qué es lo que se cumplirá? -Joa logró recuperarse de la sorpresa.

– La profecía. Dijeron que un día volverían los hijos de las estrellas, en la Décima Luna, y que ése sería el comienzo del nuevo futuro.

Los hijos de las estrellas.

Ahora sí hizo la pregunta.

– ¿Por qué habláis en plural?

El hombre señaló a su izquierda. Habían aparecido otros miembros del pueblo, todos con sus máscaras y sus pinturas. En medio del grupo, iluminada de forma casi dantesca por el danzante movimiento de las antorchas, vio a una chica blanca vestida con una túnica Dogon.

– Porque estáis aquí, las dos, como Nommo en su infinita dualidad -anunció Bassekou Touré.

Joa se quedó sin aliento.

Era la primera vez que veía a Amina Anwar.

34

No sabía lo que los dogones esperaban de ella, pero no pudo quedarse quieta ni un segundo más, aguardando lo que fuera a suceder. Bajó del túmulo y se acercó a la persona que había estado buscando por media Jordania.

– ¡Amina! -exhaló.

La chica le respondió en su idioma, por puro instinto.

– No entiendo el árabe -dijo Joa-. ¿Español? ¿Inglés? ¿Francés?

La enfermera del manicomio le dijo que era muy inteligente, coeficiente intelectual extraordinario, y que hablaba varios idiomas sin haber estudiado nunca…

– Inglés -aceptó-. Así ellos no nos entenderán. ¿Cómo sabes mi nombre?

– Porque te conozco. Llevo buscándote mucho tiempo.

– Yo a ti no te conozco de nada.

Su tono era adusto, su mirada desconfiada. Tenía los ojos duros y el corazón lleno de cicatrices. Su expresión era como un grito.

– Somos… como hermanas, Amina.

– Yo no tengo ninguna hermana.

La adolescente jordana llevaba su cristal colgado del cuello, dentro de una bolsita hecha con el mismo cordón de cuero que le servía de soporte. La blancura de la piedra era visible a través de los nudos que daban forma a la bolsa. Joa abrió su camafeo. Logró impactarla.

– ¿Por qué tienes tú esto? -quiso saber.

– Te lo he dicho. Somos como hermanas. Tu madre y la mía fueron enviadas a la Tierra junto a otras cincuenta mujeres para recoger información. Tres de esas mujeres tuvieron hijas, algo que quizá no estaba previsto, y el 15 de septiembre de 1999 desaparecieron. Las demás lo hicieron hace unos meses, cuando una nave regresó a por ellas. Todas llevaban un cristal como el nuestro. Eso es lo que nos identifica. Tu madre se llamaba Munha. Tú escapaste de Al Sawwan Urdun con un chico llamado Hussein Maravi hace unas semanas…