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– ¿Pero por qué?

– No lo sé, pero tenías razón: Amina vio la cruz, y cuando yo se la dibujé la reconoció. Lo que no entiendo es que haya podido hacer lo que creo que ha hecho. No tiene sentido.

– Vamos -la ayudó a seguir.

Subieron aquellos diez metros empinados y alcanzaron la entrada de la cueva. Había muchas antorchas disponibles. Tomaron una, la encendieron y, por segunda vez a lo largo del día, se adentraron en sus profundidades hasta llegar a la enorme gruta interior. Para entonces el frescor de aquel espacio aislado les había aliviado, pero también congelaba el sudor en sus cuerpos.

Joa corrió hasta el túmulo de madera haciendo un esfuerzo final.

Todo parecía como lo dejaron por la mañana, la vasija, la tapa que cuidaba su contenido, la quietud de tantos años manteniendo aquel secreto a salvo del mundo.

Tomó la tapa con su mano derecha.

La alzó unos centímetros.

– ¡Oh, Dios…! -gimió-. Lo ha hecho… ¡Lo ha hecho! No tuvo que decirle a David con palabras que el cristal ya no estaba allí.

39

Cuando llegaron al cuatro por cuatro les quedaba menos de una hora de luz. Se metieron en el coche, que ni siquiera habían cerrado a la ida, y David arrancó. La maniobra para enfilar el camino de regreso fue ardua. Luego pisó el acelerador a fondo. Por dos veces las ruedas resbalaron sobre la tierra. Por dos veces estuvieron a punto de salirse, una para despeñarse por un farallón y otra para empotrarse contra un baobab. Joa no le dijo nada. Su cabeza no dejaba de dar vueltas. Una espiral infinita sin respuestas.

Ya lejos de las tierras dogones, en una carretera asfaltada y rumbo a Bandiagara, sintió cómo todo su ser se desmenuzaba en partículas. Una fina arenilla que no supo cómo volver a solidificar.

– No puede llevarnos mucha ventaja -habló por fin David-. Va a pie. Como mucho habrá hecho autostop hasta Bandiagara.

– Son muchas horas -calculó muy a su pesar ella.

– Pero de Bandiagara a Mopti la carretera es única. No hay otra salida. El problema lo tendremos si no la encontramos antes de llegar a Mopti, porque entonces, desde ahí, tanto puede dirigirse al sur, a Bamako, como al norte, en dirección contraria, que es por donde vino.

Su compañera hizo una mueca de contrariedad.

– ¿No puedes captarla?

– No -se llevó una mano a la cabeza.

– ¿Qué es lo que sientes?

– Confusión.

– Estás dolida.

– No tenía por qué hacerlo, es absurdo.

– Sea como sea, no tiene nada, ni dinero, que sepamos.

– ¿Crees que eso la detendrá?

– Vamos a la policía y que la busquen.

– Si la cogen la detendrán, David. Recuerda lo que hablamos: está aquí ilegalmente. Y si dice que es jordana y la devuelven allí, será para encerrarla.

– A Amina no vuelven a encerrarla, te lo digo yo. Es capaz de provocar un terremoto, pero ya no vuelven a encerrarla. Ahora sabe la verdad.

– No es más que una niña asustada.

– ¿Una niña? -David se aferró al volante del vehículo-. ¡Les ha robado el cristal! ¡Esa gente confiaba en nosotros…!

– Creerán que nos lo llevamos por alguna razón -suspiró rendida antes de añadir cargada de ironía-: Somos sus diosas.

No hablaron durante unos minutos. La oscuridad caía muy rápido sobre sus cabezas. Por la carretera ya circulaban no pocos coches, bastantes como el suyo, y también minibuses turísticos o todoterrenos adaptados para transportar a media docena de pasajeros. Algunos cargaban recuerdos. Un día los mirarían y sabrían que durante una pequeña porción de sus existencias compartieron algo con otras culturas, a las que robaron un poco de sí mismas a cambio de unas monedas.

Se sentía pesimista. Más y más hundida.

– Bandiagara -exclamó David.

– Vamos al hotel -propuso Joa cuando enfilaron las primeras construcciones.

– ¿Recogemos las cosas y salimos en dirección a Mop-ti o damos una vuelta por si la vemos?

– Pagamos la habitación y echamos un vistazo, aunque no creo que esté caminando por la calle como si tal cosa. Sabrá que a estas alturas ya la hemos descubierto y la estamos buscando. Es blanca, no va a pasar desapercibida. Y tú lo has dicho: o intentará irse de Mali siguiendo el mismo camino que a la ida, para lo cual habrá de ir al norte desde Mopti, o se dirigirá a Bamako y tomará el sur, porque allí tendrá mayores oportunidades.

– ¿Tienes idea de adonde se dirige?

– A Egipto.

David la miró de soslayo.

– ¿Hablas en serio?

– No ha tenido ningún lugar al que ir en la vida -asintió ella categórica-. Ahora por fin tiene uno, un objetivo claro y concreto. Vino a Mali a buscar respuestas y yo se las he dado todas.

– ¿Y si encuentra la puerta?

No le respondió. No podía. En realidad no tenía ni idea de lo que Amina pudiera pretender si daba con ella.

Se orientaron hasta llegar al Kambary-Cheval Blanc. Recogieron sus escasas pertenencias y regresaron a la recepción a través de las redondas cabanas por el jardín. Si era necesario podían dormir en el todoterreno, aunque los mosquitos acabarían de masacrarles. David no dejaba de rascarse.

– Vamos a una farmacia a comprar algo, y también una tienda de campaña y una mosquitera por lo que pueda pasar -propuso Joa.

Pagó la cuenta y resistió las preguntas de cortesía del recepcionista, un hombre negro de dientes amarillos y ojos rojos, acerca de su prematura marcha. David ya había metido los bultos en los asientos posteriores del coche, sin necesidad de abrir el maletero. El mismo se sentó al volante y lo puso en marcha.

Dieron una infructuosa vuelta por Bandiagara, muy rápida.

Nadie había visto a una chica blanca, vestida de rojo, con ropa dogon.

Pararon en una extraña farmacia que vendía de todo para comprar una crema contra las picaduras, y en un bazar para agenciarse una mosquitera y la tienda de campaña. La noche ya había caído totalmente y los gruñidos de sus estómagos les recordaban que habían comido poco y mal. La última parada la hicieron en un puesto de venta callejero para llevarse toda el agua posible y tortas de maíz con pollo. Después salieron a escape de Bandiagara con rumbo a Mopti. La encrucijada. Si al llegar allí no la habían encontrado por el camino, tendrían que escoger entre dos rutas diametralmente opuestas, aunque seguían viendo más clara la de Bamako, la capital.

Comieron algo, bebieron una buena cantidad de agua porque se sentían poco menos que deshidratados, y no apartaron los ojos de la carretera batida por las luces pese a la oscuridad reinante. No tenía apenas señalizaciones y la estrechez convertía los márgenes en peligros constantes, por los huecos y porque de vez en cuando pasaban rozando a personas que caminaban por ella. Si iban rápido corrían peligro ellos y también los demás, sin olvidar que podían rebasar a Amina sin verla. Si iban despacio, quizá el tiempo de la fuga se ampliase.

– En el fondo siento como si estuviera muy cerca -confesó Joa.

David sacó el pie del acelerador para adoptar una velocidad mucho más reducida. En aquel momento estaban solos, nadie circulaba en ninguno de los dos sentidos de la marcha. El cielo era limpio, ni una sola nube. Un cielo cubierto de miles de puntos brillantes que los empequeñecían.

Joa cerró los ojos.

– Es igual que si estuviera… aquí mismo.

Quizá fuera casualidad. Quizá no. Pendiente de ella, David no vio un enorme hueco en la carretera. Al pasar por encima de él las ruedas se hundieron y rebotaron. El coche dio un brinco. De haber ido a más velocidad tal vez hubieran tenido que lamentar la pérdida de la rueda. El bandazo hizo que de la parte de atrás, del maletero, surgiera un leve gemido.

Lo suficientemente audible.

David detuvo el coche en el arcén.

Descendieron los dos, uno por cada lado. Si hubieran colocado las últimas compras en el maletero, la habrían visto. Pero las dejaron en los asientos traseros, junto a sus bolsas.