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Caminó de espaldas hasta el coche, sin dejar de mirarla fijamente para someterla con la fuerza de su mente, y una vez en él, por lo menos, tuvo un detalle: sacó del asiento posterior la tienda de campaña y la mosquitera, y también sus bolsas con la ropa. Del bolso de Joa extrajo el dinero y el pasaporte. Luego también lo arrojó al exterior.

Cuando subió al volante, demostró que también sabía conducir.

Como cualquiera con una mente privilegiada y alma de luchadora, capaz de absorber la vida a su alrededor.

– Amina… -musitó Joa absolutamente agotada.

El coche se alejó por la carretera dejándolos a oscuras bajo la noche.

41

Lo intentaron con dos coches que pasaron en dirección a Mopti durante los siguientes quince minutos, pero ninguno se detuvo a recogerlos, así que decidieron instalar la tienda de campaña a unos cien metros de la carretera y refugiarse en ella para impedir males mayores. Cuando se abrazaron en la oscuridad, el latir de sus corazones bombeó sangre con la intensidad de un tambor sonando en mitad de la tierra africana que los rodeaba. -¿Cómo te encuentras?

– Bien -suspiró David.

– ¿Seguro?

– Ya pasó, en serio.

– ¿Qué has sentido?

– Como si una mano invisible me apretara el cerebro. Joa reflexionó unos segundos.

– Da miedo -confesó-. Yo no podía hacer nada, me sentía… como bloqueada.

– Ni siquiera estás furiosa o enfadada. -Estoy triste.

– ¿Por qué no luchaste con ella?

– No podía, David, ¡no podía! Habría sido una pelea… ¡Nos habríamos hecho daño!

– Puede que haga más daño ahora.

– No, ahora tiene un objetivo. Por fin tiene un destino.

– Se ha convertido en un monstruo.

– Porque está llena de miedo…

– Pues no lo parece.

Joa le besó el cuello. Apenas un roce con sus labios, para sentirle.

– Creía haber encontrado una hermana -susurró.

– Te queda Indira.

– ¿Daremos con ella?

– No lo sé. ¿Quieres ir a la India?

– Primero hemos de llegar cuanto antes a Egipto.

Egipto. Sonaba igual que la Luna vista desde la Tierra.

– Amina nos llevará mucha ventaja, ¿no te parece? -calculó David-. Con tu pasaporte y dinero, mañana mismo puede estar en un avión con rumbo a El Cairo. Tú en cambio has de comenzar pidiendo un duplicado del tuyo, y en este país no hay embajada de España. Quizá tardes una semana, o más.

– Tengo mis influencias -dijo ella-. Recuerda que escapé de La Habana.

– Pero allí había embajada -insistió él-. Aquí, aunque sólo fuera una semana… Amina ya habrá llegado al lugar que señala la cruz del Nilo.

– Hay algo que me da más miedo.

– ¿Qué es?

– Los Defensores de los Dioses.

– ¿Temes por ella?

– Sí.

– Joa, esa niña a la que llamas hermana es como una bomba en potencia. Los Defensores de los Dioses mataron a un pobre arqueólogo y fueron capaces de asustarte a ti, pero ese poder que no sabemos de qué forma ha desarrollado es demasiado incluso para una horda de fanáticos.

– Tampoco sabemos qué hay en ese lugar, si es realmente una puerta, un comunicador o si se trata tan sólo de algo… Incluso puede que ya no sirva. Han pasado tantos siglos…

El comentario de Joa flotó sobre sus cabezas un largo instante y después se desvaneció sumiéndolos en el silencio y la soledad, aunque fuera compartida. Sentían el peso de su derrota, el cansancio, igual que una herida al sol que el calor comienza a cauterizar aun sabiendo que eso implicará un largo proceso.

Siguieron así, abrazados en la oscuridad, minuto a minuto, hasta que poco a poco fue venciéndoles el sueño.

CUARTA PARTE

La conexión estelar
(19 y 20 de abril de 2013)

42

A finales de marzo Georgina Mir había llegado por primera vez a El Cairo. Ahora era 19 de abril. El viaje inicial había sido el de la esperanza y éste era el de la incertidumbre. En apenas veinte días habían sucedido tantas cosas que reordenarlas se le antojaba extraño. Vivir cada acontecimiento con intensidad lo graba a fuego en la memoria, pero luego revisitarlos los distorsiona. Es una nube alojada en la mente, real pero intangible.

Joa sentía esa nube como una película de la que era protagonista sin darse cuenta.

Ni siquiera fueron a un hotel a dejar su exiguo equipaje. Tomaron el taxi en la Terminal y le pidieron al conductor que les llevara al Museo Egipcio. El trayecto en un viernes parecía incluso superior al de los restantes días de la semana. Por dos veces se vieron colapsados, metidos en sendos embotellamientos en los que no se avanzaba ni un centímetro. Su conductor gesticulaba, blandiendo el puño cerrado a través de la ventanilla abierta. Cuando por fin salieron del segundo atasco el hombre se internó por calles menos importantes a toda velocidad. Casi se llevó por delante a una anciana en una esquina.

Joa y David no hablaron.

Bastante lo habían hecho aquellos cinco días, en Bamako.

La embajada española en la capital de Mali llevaba años siendo una promesa inconclusa. Por lo menos resultó que había un Consulado Honorario y esto agilizó la consecución de un nuevo pasaporte para ella. Llegaron a temer lo peor, verse obligados a recurrir a la embajada de España en Nuakchott, Mauritania, quizá con mediación de la francesa y siempre, siempre, utilizando recursos extras, como el buen nombre de su padre, leyenda de la arqueología internacional, los contactos de antiguos guardianes o las amistades de ambos en Barcelona y Madrid. Con todo, habían sido cinco días desde la llegada a Bamako el mismo día catorce, que era domingo y por lo tanto festivo en todos los órdenes europeos.

Se sentía tan desnuda sin su cristal.

Cuando el taxi los dejó en la puerta del Museo Egipcio, lo abandonaron a la carrera. Quizá Amina ya estuviese en el punto exacto descubierto en el mapa de Orion de la cueva, quizá hubiese llegado dos o tres días antes hasta él, quizá aún buscase no ya su emplazamiento, sino la forma de llegar hasta su objetivo…

Sabían el lugar exacto donde se hallaba, sí. Pero si se encontraba bajo las arenas del desierto, a una profundidad tal que fuese imposible acceder a su interior…

El despacho de Reza Abu Nayet estaba cerrado.

Buscaron a alguien que pudiera informarles y se encontraron con una mujer en otro despachito. La vieron porque tenía la puerta entreabierta. Joa metió la cabeza por el hueco y llamó con los nudillos a la madera.

– Disculpe -acompañó sus palabras en inglés con una sonrisa-, buscaba al profesor Abu Nayet.

La mujer abrió las dos manos en un gesto de incomprensión.

– ¿No habla inglés?

– A little.

Joa lo expresó con las manos y los gestos, señalando al otro lado de la pared.

– Reza Abu Nayet.

La respuesta fue evidente por su significado. Le dijo que no estaba en su despacho.

– Where?…

Entonces ella respondió una palabra inquietante. Quizá de las pocas que supiese en inglés.

– Jail.

– ¿Cárcel? -rezongó por lo bajo David.

Buscaron a otra persona que pudiera informarles mejor del paradero del director del archivo, pero la comunicación se hizo difícil. No eran sólo los problemas de idioma, sino el recelo de los empleados del museo a facilitar información a dos extranjeros.

La palabra «jaih se convirtió en una certeza.

– Reza no mata profesor España -les dijo un hombre con cierto atribulamiento-. Inocente, inocente.

– Esto no tiene sentido. Es de locos. Maldito estúpido… -descargaba Joa su frustración.