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Tomó a David del brazo y echó a correr hacia el exterior.

– ¿Y si te equivocas? ¿Y si ese policía del que me has hablado es más listo de lo que parece y ha dado con la verdad?

– ¿Entonces por qué me avisó de que corría peligro? ¡Tú no viste su expresión de miedo aquí mismo! -señaló la zona exterior en la que Reza Abu Nayet había hablado con ella el primer día-. Ese hombre era amigo de Gonzalo Nieto. ¡Y además es incapaz de matar a una mosca!

– ¡Te avisó a ti, horrorizado por su asesinato, porque la secta acabó con él y no quería más muertes! ¿No me digas que no tiene sentido?

– ¡No puede ser! Yo confié en él, David. Le expliqué mi origen… No puedo haberme equivocado tanto.

Un taxi se detuvo para que de él bajaran tres turistas precedidos por sus respectivas tres buenas barrigas de bebedores de cerveza, vestidos con pantalones cortos, chillonas camisas estampadas y sandalias. Joa aprovechó y, sin preguntar al taxista si quedaba libre, se metió dentro y le dio la dirección de la comisaría en la que ya había estado dos veces, una al llegar a El Cairo y otra tras la muerte de Shasha Bayik. Lo que menos deseaba era volver a ver al inspector Kafir Sharif, pero necesitaba hablar con Reza Abu Nayet para sonsacarle información.

Él sí sabría algo del emplazamiento de la puerta en la zona marcada por la cruz del Nilo, porque en Internet, en Google Maps, sólo se veía una enorme mancha de tierra blanca y lo que parecían las pocas casas de un puñado de construcciones ruinosas que ni siquiera merecían el nombre de pueblo.

– Joa, hay otra posibilidad -insistió David ya en plena carrera de su transporte público.

– ¿Cuál?

– ¿Y si los Defensores de los Dioses saben, por la razón que sea, que tú eres una descendiente de ellos?

– ¿Cómo van a saberlo?

– Pudieron ver el cristal…

– Nadie vio mi cristal. Y si supieran eso, ¿para qué asustarme? Tendrían que hacerme reverencias, como los dogones.

– Han pasado cientos de años. Si te ven como a una impostora… Encima, que la hija de las estrellas sea una mujer…

– La secta no sabe nada de mí.

– ¿Y ese tal Reza Abu Nayet?

– Lo ignoraba todo hasta que yo se lo conté.

– ¿Se lo contaste? -No tuve más remedio.

David miraba por la ventanilla con expresión huraña.

– No estés enfadado, por favor -le reprochó Joa.

– No estoy enfadado.

– Sí lo estás. Enfadado y furioso.

– Estoy preocupado.

– Escucha: si Amina se ha adelantado y no volvemos a verla más, si no damos con la puerta…, después de Egipto te prometo que regresaremos a casa.

– ¿A Barcelona?

– Sí.

– ¿Y qué pasa con Indira? -la miró con incertidumbre.

– La buscaré más adelante. Primero pensaremos en nosotros.

David presionó su mano.

– No quiero que hagas eso.

– ¿Por qué?

– Porque no serías feliz, y yo me sentiría culpable. Lo único que quiero es estar contigo, que no me apartes de tu lado, que me cuentes las cosas con sinceridad. Iremos a la India y buscaremos a Indira si tú quieres, pero juntos. Los dos.

Era justo.

Y lo que más necesitaba.

– ¿Pero tu trabajo…? -musitó ella.

– Viviré de ti, seré un parásito -alcanzó a sonreír con buen humor-. Ventajas de tener una novia rica, ¿no?

Joa estuvo a punto de besarle. No lo hizo porque se encontró con los ojos del taxista, un hombre mayor, con barba y aspecto intransigente con la moral europea. Se limitó a presionarle la mano, correspondiendo a su gesto de unos segundos antes.

No siguieron ahondando en el tema que les mantenía tan absortos hasta llegar a la comisaría. Pagaron la carrera y entraron en el edificio con paso decidido. Las dos veces anteriores ella lo había hecho custodiada.

Ahora era distinto.

Aunque el oficial de guardia la reconoció.

– ¿El inspector Kafir Sharif, por favor?

Les pidieron que esperasen. Y por sus gestos dedujeron que no sería cosa de cinco o diez minutos.

Joa se resignó. Se sentaron en un banco y se dejaron llevar por el deprimido ambiente del lugar.

Una hora.

Entraron tres detenidos, tres hombres, uno de ellos con signos de violencia en el rostro. Los agentes que iban o venían la miraban. Hacían bromas en árabe. Risas nada contenidas.

La segunda hora fue mucho peor.

– ¿El inspector sabe que estoy aquí? -le preguntó al oficial cuando se cansó de portarse bien.

No hubo forma de dialogar con él. Por gestos le insistió en que se sentara y tuvo que obedecerle.

Joa optó por cerrar los ojos.

Un minuto.

Fue entonces cuando David le susurró algo y al abrirlos…

Kafir Sharif estaba delante de ella, observándola con curiosa sorpresa.

43

Era como si no hubiese ido a Jordania, ni a Mali, como si continuara en El Cairo, víctima de la pesadilla de unos días antes. El inspector llevaba la misma ropa y la observaba con la misma mirada de halcón que no sabe si devorar a su presa o jugar con ella.

– Ha vuelto -quiso dejar constancia del hecho.

– Sí, ya ve.

– No lo esperaba -fue sincero.

– Puede que me quede a vivir en El Cairo -repuso ella con tanta naturalidad que Kafir Sharif llegó a pensar que le decía la verdad.

– ¿Por qué occidentales bromean en momentos nada divertidos?

– ¿Cree que es una broma?

– Usted desafía -la advirtió adornándose por primera vez con una de sus sonrisas.

– ¿Podemos hablar en su despacho?

– ¿Trae información?

– No, pero…

– ¿Entonces por qué yo debo hablar con usted? -miró a David y preguntó-: ¿Acompañante es…?

– David Escudé. Ha venido a ayudarme desde España.

No se dieron la mano. Kafir Sharif le abarcó con sus ojos, lo convirtió en una imagen y retornó a ella.

– ¿Qué quiere, señorita Georgina Mir?

– ¿Por qué han detenido a Reza Abu Nayet?

El nombre logró impactarle. Lo justo para que se tomara en serio su presencia allí. Calibró las opciones y escogió la más profesional, la que Joa esperaba. Al tiempo que daba media vuelta, les ordenó:

– Síganme a despacho.

Joa ya conocía el camino. Fue tras él, con David cerrando la comitiva y cargando con las bolsas de viaje. Por alguna extraña razón contó los pasos: diecisiete. Cuando entró en aquel lugar que le producía escalofríos intentó evadirse, sustraerse de los malos recuerdos. No esperó a que su anfitrión la invitara. Ella misma se sentó en una de las dos sillas. David prefirió seguir de pie, con su carga en el suelo, a un lado.

– ¿Té?

– No, gracias. Ya le dije que no me gusta mucho, lo siento.

– Beba té, ¿sí?

Sonó a orden, y la acató.

– De acuerdo, gracias.

Kafir Sharif descolgó el teléfono y pidió algo en árabe. Lo dejó en su receptáculo de nuevo y ocupó su silla detrás de la mesa. Se concentró en su invitada, como si David no existiera.

– ¿Así que conoce señor Abu Nayet? -retomó la conversación en el punto en que la habían dejado unos segundos antes.

– Sí.

Evaluó el dato de forma minuciosa, como si fuese algo trascendente y revelador.

– ¿Va a responderme? ¿Por qué le han detenido? -le presionó ella.

– Director de archivo sospechoso. Eso todo.

– ¡Eso es una estupidez!

Kafir Sharif alzó una ceja. Una sola.

– Perdone… -se excusó Joa.

– Demasiado carácter -el hombre se dirigió a David. Él estuvo a punto de reír.

– Sabe que él no lo hizo -se negó a rendirse Joa.

– ¿Por qué no?

– Porque no tiene sentido…

– Comprobando coartada primero. Detención fue ayer. Preventiva, claro.

– Querría verle.

– Usted quiere.

– Sí.

Como si fueran cómplices de algo, Kafir Sharif miró a David por segunda vez en unos instantes, aunque ahora no dijo nada.