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– Incomunicado, lo siento, hasta verificar coartada.

– ¿Cuánto puede tardar eso?

El policía hizo un gesto de lo más impreciso.

– Una hora, un día, una semana…

– Por favor, es importante… -rozó ella la súplica.

– ¿Por qué es importante? Si está relacionado con investigación del profesor Gonzalo Nieto, entonces importante para investigación del caso.

La puerta se abrió en ese momento y por el quicio apareció un hombre con una bandeja y tres vasos llenos de un líquido de fuerte coloración marrón. Miró a los dos visitantes con ojos curiosos y no se limitó a dejar la bandeja sobre la mesa. Con sumo cuidado puso uno en manos de Joa, el segundo en manos de David, y el tercero sí lo colocó en la mesa, frente a su superior. La última mirada la intercambiaron los dos. Después se retiró.

Kafir Sharif tomó su vaso.

Lo subió ligeramente, como si realizara un brindis.

– Es cortesía apurar bebida -les dijo. Luego se lo llevó a los labios.

Joa y David se rindieron. Hicieron lo mismo. El té era muy bueno, aromático, aunque dejaba un excesivo sabor dulzón en la boca. Por si acaso y para no desairar a su anfitrión, se lo bebieron todo.

El ambiente se relajó ligeramente.

– Señorita Georgina Mir -habló el inspector, arrastrando cada palabra-. Dije vez anterior: si usted ayuda, yo ayudo -abrió las manos casi en un gesto de súplica-. Tengo crimen de ciudadano español. Persona importante. Autoridades presionan policía. Yo debo resolverlo pronto. Usted tiene información, yo sé, pero no cuenta. Y yo pregunto: ¿por qué?

– Creo que a Gonzalo Nieto lo mató la secta de los Defensores de los Dioses. Creo que esa secta se ha mantenido oculta durante siglos, pero existe y sus miembros le ejecutaron.

– De acuerdo -asintió-. Secta. ¿Por qué?

– Porque encontró algo.

– ¿Qué?

– ¡No lo sé, no me lo dijo! ¡Si lo hubiera hecho a lo mejor no habría hecho falta que viniese hasta aquí!

– Puede saber, y estar aquí también para ver.

– ¿Y la mujer muerta? Usted vio su tatuaje.

– Muchas personas tienen tatuaje.

– Se veía con Gonzalo Nieto.

– Sí -concedió él-. Eso cierto. Hay testigos.

– Fue ella quien le mató, por eso se suicidó al verse atrapada.

– ¿Mujer hunde tres cuchillos en arqueólogo mientras duerme?

– Y luego sus compañeros trasladaron el cuerpo. 0 le narcotizó y lo hicieron ellos.

Ella no dijo nada. Si no podía hablar con Reza Abu Nayet, la conversación había terminado.

Kafir Sharif soltó una bocanada de aire y se puso en pie.

– Por favor -dijo Joa al hacer lo mismo-. Dígale al señor Reza Abu Nayet que me llame cuando salga.

– ¿Usted segura que él sale?

– Sí, estoy segura de que lo dejará libre.

– Entonces yo digo llame a usted -asintió haciendo un gesto de amabilidad-. Ahora usted deja que yo trabaje.

David ya había recogido las dos bolsas del suelo y cargaba con ellas. Joa le anotó el número de su móvil a toda velocidad.

El inspector le tendió la mano.

– No me gustaría ver su cuerpo en morgue -le advirtió.

Joa se estremeció.

– A mí tampoco -estrechó la mano que le ofrecía el hombre.

David fue el que abrió la puerta. Joa llegó a su lado cuando Kafir Sharif hizo las dos últimas preguntas a modo de despedida.

– ¿En qué hotel hospedan?

– Aún no lo sabemos. Acabamos de llegar -respondió ella.

– ¿Dónde viaje?

Joa no supo si mentirle o no. Decidió que no era necesario.

– De Mali, inspector Sharif -dijo-. De Mali.

Eso fue todo, abandonaron el despacho del policía y a continuación la comisaría.

El golpe de calor exterior les recordó que el sol se encontraba en su apogeo máximo y que El Cairo no era precisamente una ciudad fría.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó con cierto desfallecimiento David.

– Ven -Joa echó calle arriba a buen paso.

– ¿Vamos a la zona marcada con la cruz del Nilo y examinamos el terreno?

– No quiero arriesgarme. Antes he de estar segura de qué es lo que hubo o pueda haber allí.

– ¿Y si ese archivero tarda una semana en salir? Suponiendo que salga y encima te llame.

– No vamos a esperar tanto -le concedió-. Puede que haya otra solución.

– ¿Cuál?

Sin responderle, Joa se metió en una tienda de aparatos y complementos telefónicos nada más descubrirla en la esquina y caminó hasta el mostrador. Una dependienta con rasgos egipcios pero ropa occidental la atendió con una sonrisa. Cuando su dienta empezó a hablar la sonrisa desapareció de su rostro. No parecía entenderla y llamó a un muchacho joven que se dirigió a ellos en francés.

– Necesitaríamos un listín telefónico -le pidió Joa en la misma lengua.

El dependiente asintió con la cabeza. Sin embargo no buscó en su trastienda. Salió de detrás del mostrador y los acompañó a la calle. Una vez en ella señaló hacia arriba y a la derecha. Dos calles más arriba.

– ¿Qué buscas? -le preguntó David.

– El Instituto Cartográfico en El Cairo.

Lo que había dos calles más arriba era un locutorio telefónico abarrotado de personas esperando una cabina libre.

Ellos no tenían que utilizar ninguna. Joa pidió una guía, y enseguida encontró lo que buscaba.

Dos minutos después subían a otro taxi con una nueva dirección sita en algún lugar del inmenso El Cairo.

44

El Instituto Cartográfico tenía su sede en un edificio de clara arquitectura egipcia y por su aspecto cualquiera diría que contaba al menos con cien años de historia. Subieron unas escalinatas hasta el primer piso y de nuevo se enfrentaron a la tarea de hacerse entender; por enésima vez, Joa se lamentó por no saber árabe y se prometió a sí misma estudiarlo en cuanto pudiera.

Una mujer joven les atendió por fin en inglés y Joa le dijo que eran estudiantes y necesitaban una información sobre un lugar en concreto, al tiempo que colocaba por si acaso sobre el mostrador un generoso billete. El billete desapareció de la faz de la tierra.

– ¿Qué zona quieren ver? -se esforzó la mujer con amabilidad.

– El sudeste de lo que fue Abu Roasch. Creían que los mapas estarían digitalizados, pero se equivocaron. Fueron introducidos en una sala de estudio vacía, con grandes mesas situadas en paralelo una con otra, sin ningún ordenador, y allí esperaron a que reapareciera la mujer. Lo hizo dos minutos después, llevando unos enormes mapas que más que sujetar colgaban de sus manos a derecha e izquierda. David la ayudó. Una vez extendidos sobre una de las mesas, ella no se quedó a acompañarlos, sino que se retiró de la estancia dejándolos solos.

El cuarto de los mapas era el que les interesaba.

En otro tiempo Abusir, Zauyat Al Aryan o Abu Roasch fueron importantes polos de la vida egipcia; en ellos se construyeron pirámides copiando la disposición de las estrellas de Orion, en este caso Meissa, Bellatrix y Saiph. En la actualidad apenas quedaban ecos remotos de su existencia. Salvo las tres grandes obras maestras de Giza, aquellas construcciones se habían convertido en residuos polvorientos y un puñado de rocas diseminadas, con excepciones como la pirámide escalonada de Saqqara, en mejor estado.

Abu Roasch constituía un caso aparte. Allí se ubicaba la pirámide inconclusa del faraón Diodefre y a ella se llegaba caminando dos kilómetros desde la carretera principal de Alejandría. Formaba una isla solitaria en mitad del desierto y Joa había leído que se conservaba tal cual el propio faraón, que fue enterrado en ella, debió de dejarla miles de años atrás. El más completo caos reinaba en la actualidad en los alrededores de Abu Roasch, con restos de cerámicas y de lascas de granito procedentes del trabajo no finalizado de los canteros. A dos kilómetros de la pirámide en dirección sudeste, en el lugar señalizado por la cruz del Nilo de la pintura de los dogones, se extendía una franja de terreno abrupto de unos treinta o cuarenta metros de largo en torno a un montículo escasamente pronunciado. La tierra era blancuzca, estéril. Aquello no eran ni mucho menos unas ruinas, aunque el puñado de casas de piedra hundidas en las rocas quizá tuviera cien o doscientos años, algo difícil de discernir sobre un mapa cartográfico.