Gonzalo Nieto había muerto pero ellos seguían.
– Hasta pronto -fueron sus últimas palabras.
Acababa de cortar la comunicación, absorta en sus pensamientos, y se sobresaltó al escuchar la música que le anunciaba una llamada de entrada.
Joa se quedó con el móvil en la mano, tratando de identificar el número que aparecía en la pantallita sin conseguirlo.
45
Abrió la línea. David también salió del cuarto de baño, aguardando curioso a conocer la identidad de quien llamaba.
– ¿Sí?
– ¿Señorita Mir? -escuchó la voz de un hombre hablando en inglés.
– ¿Quién es?
– Soy yo -ahora sí reconoció al director del archivo del Museo Egipcio, antes de que él pronunciara su nombre-: Reza Abu Nayet.
– ¡Señor Abu Nayet! ¿Dónde está?
– En el museo.
– ¿Le han soltado? -su corazón latió con fuerza.
– Me han soltado, sí. La noche en que se cometió el asesinato yo estaba en una boda. ¡Me vieron más de cien testigos!
– ¿Qué les ha dicho?
– La verdad.
Kafir Sharif ya conocía la historia de la cruz del Nilo.
– ¿También lo que yo le conté acerca de mi origen…?
– No, eso no. Tampoco me hubiera creído. Sólo le he dicho que el profesor Nieto encontró esa señal, y que los Defensores de los Dioses le mataron por haberlo descubierto. Nada más. La cruz del Nilo marca la existencia de un lugar secreto y sagrado, pero no le he revelado por qué. Imaginará que hablamos de un tesoro más de nuestra rica civilización del pasado.
– ¿Qué le ha dicho el inspector Sharif?
– Nada. Me ha dicho que podía irme, que perdonara los inconvenientes. Luego ha insistido en que la telefoneara a usted.
– ¿Que él… ha insistido?
– Sí. Es un hombre extraño. Una máscara. Es imposible saber lo que hay detrás de sus ojos.
– En cualquier caso, gracias por telefonearme.
– ¿Por qué ha vuelto?
– Le dije que lo haría.
– ¿Ha encontrado a… la otra descendiente de… ellos?
– Sí. Y he de verle, señor Abu Nayet.
– No.
– ¡Por favor!
– Sigue sin darse cuenta del peligro que corre. -Sé dónde está ese lugar.
Lo dijo de forma que penetrara como una suave cuña en la mente del archivero.
– No… es posible… -balbuceó.
– Vi un mapa en una cueva dogon, en Mali. La misma cruz, en el perímetro de la necrópolis menfita.
– Pero eso es… -volvió a quedarse sin habla.
– Voy al museo -aprovechó el shock ella-. Tardaré muy poco, se lo juro. Si llego después de que cierren -le echó un vistazo al reloj-, espéreme en la puerta.
Ya no hubo ninguna protesta, sólo la rendición final.
Un débil tono de voz.
– De acuerdo… sí, de acuerdo…
Joa cortó la línea y se enfrentó a los ojos de David.
– Ese hombre nos dará más información sobre ese grupo de casas, es un pozo de conocimientos por su trabajo -se levantó para coger su bolso y salir de nuevo a la calle.
– Espérame -le pidió él.
– No, mejor voy sola.
– ¿Por qué?
– Porque ya le resulta bastante difícil hablar conmigo. Si encima te ve a ti, puede que se cierre en banda o desconfíe o… qué sé yo. No te conoce, cariño. Déjamelo a mí, ¿vale?
David se rindió.
– Si has de tardar mucho, avísame y te recojo yo por el museo. ¿Quieres que alquile ya un todoterreno para mañana y así ganamos tiempo?
Se podía ir en taxi y caminar cuatro kilómetros por el desierto, o contratar una excursión hasta Abu Roasch, pero siempre era mejor la independencia.
– De acuerdo. Regresaré lo antes posible o te llamaré.
Se dieron un beso en los labios, rápido, y un par de minutos después Joa ya se encontraba en la calle a la espera de un taxi que no se hizo de rogar. Le dio la dirección y le pidió que se diera prisa. El taxista le dijo que era muy tarde para ir al museo, que apenas si tendría tiempo de ver nada. Ella se limitó a sonreír y eso zanjó el tema.
Dieciséis minutos después entraba por la puerta del Museo Egipcio de El Cairo y se dirigía a las dependencias del archivo por segunda vez en ese mismo día.
Reza Abu Nayet la esperaba de pie, como si llevara un buen rato dando zancadas por su despacho. Al verla aparecer por la puerta se dirigió hacia ella y la tomó de ambas manos. Su cara reflejaba toda la preocupación que le embargaba. Después el director del archivo cerró la puerta y quedaron aislados del mundo exterior.
– Está usted loca -fue lo primero que exhaló, y acto seguido-: ¿Ha encontrado de verdad ese lugar?
– Sí.
Reza Abu Nayet cerró los ojos. Era un hombre curtido, un estudioso de la historia de su pueblo. El miedo que le producía pisar un terreno tan peligroso iba parejo con su propia curiosidad. Nadie dejaba de abrir una puerta misteriosa.
– ¿Dónde está?
– Venga.
Joa caminó hasta un mapa de Egipto colgado de la pared del despacho. En él no constaba el emplazamiento exacto de la vieja Abu Roasch, pero más o menos situó el dedo índice de su mano derecha en la zona y lo anunció:
– A unos dos kilómetros al sudeste de Abu Roasch.
Reza Abu Nayet frunció el ceño. Hizo memoria.
– Al sureste de Abu Roasch… -sus ojos acabaron dilatándose-. ¡Al-Eriat Khunash!
– ¿Lo conoce?
– No hay nada de relieve allí…, salvo un puñado de casas medio en ruinas -le confirmó lo que ella ya sabía-. ¡Ni siquiera es un pueblo!
– ¿Quién vive ahí?
– Campesinos, vendedores de objetos turísticos, restos de una vieja tribu -los ojos del archivero se dilataron más y más, hasta hundirse en Joa de una forma penetrante y directa al comprender la realidad-. ¿Quiere decir que esa gente no sólo vive ahí, sino que custodia el legado de sus antepasados y que por lo tanto…?
– Ellos son los Defensores de los Dioses, señor Abu Nayet.
Se apoyó en la mesa. Su mente debía de trabajar a toda velocidad, porque sus ojos tampoco se estuvieron quietos. Cuando la movilidad volvió a sus músculos se dirigió a una estantería de la que extrajo un voluminoso libro. Pasó algunas páginas hasta encontrar lo que deseaba.
– Al-Eriat Khunash goza de un estatus especial. Por generaciones sus habitantes han cuidado de la zona de Abu Roasch. Su origen se remonta a muchos años en el pasado. Son gente indómita y rebelde.
– Un lugar discreto, nada relevante. La coartada perfecta y la tapadera ideal, ¿no le parece?
– Aún no puedo creerlo. ¿Por qué ese mapa de Egipto se encontraba en una cueva del país Dogon en Mali?
– Se equivoca -le corrigió su visitante-. Lo que vi en la cueva era un mapa de Orion. La cruz del Nilo se hallaba en ese lugar, cuyo equivalente en la tierra sería Al-Eriat Khunash.
– Entonces ellos…
– Están en ese punto del espacio, sí -asintió Joa.
Reza Abu Nayet miró en dirección al techo, como si desde allí pudiera ver el cielo, y en el cielo la constelación de Orion.
El origen.
– Después de su marcha, estuve buscando nuevos datos en torno al papiro del que le hablé, ¿recuerda? -recuperó la consciencia tras unos segundos.
– ¿Y qué encontró?
Rodeó la mesa de su despacho y abrió uno de los cajones laterales. De él extrajo unas anotaciones hechas a mano. Colocó bien sus gafas de aumento y buscó un párrafo determinado.
– He encontrado otra referencia a la cruz del Nilo al final de un texto tan críptico que me había pasado por alto. Aquí tengo la traducción que he hecho -le dijo antes de leer-: «Cruzarás una vez las puertas. Las dos torres de la muralla con sus tres guardianes. Y deberás conocer sus nombres. Descenderás hasta la sala de las columnas y llegaras al patio del que surgen las galerías y los corredores. Verás las cámaras de la reflexión y la piedad. Encuentra tu camino. Cruzarás otra vez las puertas. Y los dioses guardianes te preguntarán por su vida. Si no sabes, morirás. Si no conoces, morirás. Si no eres humilde, también morirás. Y la cruz del Nilo será tu tumba.»