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– ¿Qué significa eso?

– Está claro que habla de un camino lleno de trampas. Los egipcios eran muy hábiles en eso. Por otra parte nos dice que lo que haya bajo el suelo es mucho más grande que una tumba. Puede hablar de un templo subterráneo.

– 0 una nave enterrada bajo el suelo egipcio -vaciló Joa.

No tuvo respuesta. Sólo aquella mirada ingrávida por parte de Reza Abu Nayet cada vez que le hablaba de algo sin una dimensión real.

– Hay una última frase: «La voz de los dioses debe fluir de ti» -el director del archivo dejó sus anotaciones en el cajón y cogió un libro situado en un ángulo de su mesa-. Pero aquí tengo algo más: un estudio sobre el famoso Libro de las Puertas, considerado la principal guía del más allá que nos han legado los antiguos egipcios. Fue encontrado en las tumbas de las Dinastías XIX y XX del Reino Nuevo. Explicaba al rey que acababa de morir cómo navegar a lo largo de la ruta del más allá para que pudiera resucitar y reunirse con el dios Sol. Pues bien, también aquí se habla de atravesar unas puertas vigiladas por unas deidades guardianes cuyos nombres debe conocer quien desee cruzarlas. Por último, en el Libro de los Dos Caminos, concretamente en los Textos de los Sarcófagos, se citan siete puertas con tres guardianes cada una. Eso nos indica que es una tradición muy vieja. De hecho, en todos los textos de las pirámides hay muchas referencias al tránsito de los muertos rumbo al más allá y las estrellas, que admiten mil interpretaciones, como la propia cruz del Nilo las tiene.

Reza Abu Nayet guardó sus papeles y dejó el libro en su lugar. Una sensación de orden y control se desprendió de su gesto. En su universo hecho de jeroglíficos y papiros, textos sagrados y pinturas, sarcófagos y tesoros arrancados de las arenas de su país, Joa representaba algo demasiado fuerte e incomprensible. La revisión completa del pasado. Miles de años de historia inamovible pero que partían de un origen completamente distinto. ¿Cómo aceptarlo de golpe, desde que ella le había dicho quién era?

– ¿Qué va a hacer? -se rindió el hombre.

– Ir allí mañana.

– ¡No puede!

– ¿Quiere que lo deje ahora que estoy tan cerca?

– ¡La matarán! -fue explícito-. Puede que no haya ni cincuenta personas en total, pero a la fuerza han de ser parte de la élite de los Defensores de los Dioses. ¡No la dejarán entrar siquiera!

– Señor Abu Nayet -le habló con mucha calma-. En ese lugar hay algo que puede conectarme con mis orígenes y con mis padres, y no voy a renunciar a ello. ¿Por qué no viene conmigo?

– No, no -movió la cabeza de lado a lado un par de veces, con categórica determinación y un mucho de miedo-. Usted es muy joven, desprecia el peligro. La muerte no entra en la dimensión de su mente. Pero yo soy viejo. Para mí la vida es un regalo, día a día. Ese lugar representa algo para usted, no para mí. No puedo… No quiero, ¿comprende?

– ¿Y si le necesito?

– No me necesita -forzó una sonrisa de dolor.

– Usted ha pasado la vida entre papeles, documentos, historia extraída del suelo de Egipto. Ahora en cambio puede protagonizar esa historia, quizá darle a su pueblo el mayor descubrimiento jamás realizado.

– Deje a la Historia en paz, se lo ruego.

– ¿Qué quiere decir?

– Que si finalmente logra su objetivo, si encuentra esa puerta y consigue contactar con ellos…, se lo guarde para sí.

– ¿Por qué?

– ¿Quiere abrir una brecha insalvable en la humanidad?

Joa no supo qué responder.

Se enfrentó a sus propios miedos.

– ¿Y si después de todo no hay nada, sólo unos restos del paso de nuestros antepasados por ese lugar?

Reza Abu Nayet no dijo nada.

¿Cuántos miles de años llevaba la cruz del Nilo allí?

Si era un sistema de comunicación, un acceso, lo que fuera, ¿funcionaría?

– Que tenga suerte, señorita Mir -le deseó el director del archivo dando por concluida su entrevista.

Suerte. Una extraña palabra para incluirla justo al final de aquel largo viaje.

46

El taxi que la devolvió al hotel tardó bastante más que a la ida, sumergiéndola en el delirio de una de las horas punta en el centro de la ciudad. Se arrellanó en su asiento y se sumió en rememorar lo que acababa de hablar con el archivero. De forma especial aquel texto que hacía referencia directa a la cruz del Nilo: «Cruzarás una vez las puertas. Las dos torres de la muralla con sus tres guardianes. Y deberás conocer sus nombres. Descenderás hasta la sala de las columnas y llegarás al patio del que surgen las galerías y los corredores. Verás las cámaras de la reflexión y la piedad. Encuentra tu camino. Cruzarás otra vez las puertas. Y los dioses guardianes te preguntarán por su vida. Si no sabes, morirás. Si no conoces, morirás. Si no eres humilde, también morirás. Y la cruz del Nilo será tu tumba.»

Por último, la frase finaclass="underline" «La voz de los dioses debe fluir de ti.»

¿Qué podía significar algo como aquello? Trampas. Trampas. Trampas.

– Papá, mamá, qué difícil me lo ponéis -musitó para sí misma.

Llegó al hotel, pagó la carrera y se adentró en el edificio. Ni siquiera fue consciente de meterse en el ascensor y subir hasta su planta. Al introducir la tarjeta con su código por la ranura de la cerradura de la puerta sí. Al otro lado la esperaba la calma. David.

Aunque fuera por unas horas.

Cerró la puerta y al no ver a su compañero tumbado sobre la cama dirigió su voz al cuarto de baño.

– ¡Ya estoy aquí!

Ante el silencio, tuvo que abrir también esa puerta para convencerse de que él no se encontraba en la estancia.

No supo qué hacer, si esperarle o bajar al hall y buscarle por el recinto. Quizá estuviese en Internet, en el bar tomando algo, o quizá alquilando el todoterreno, como habían quedado antes de irse ella al museo.

Examinó su móvil. Vacío de mensajes. Marcó el número de David y esperó mordiéndose el labio inferior. Después de varios tonos escuchó su voz pidiendo que dejara el mensaje.

– ¿Dónde estás? -le preguntó al aparato antes de cortar la línea.

No soportaba esperarle quieta allí, tanto si era en silencio como si ponía la televisión, así que decidió ir a buscarle.

Salió de la habitación, tomó el ascensor y regresó a la planta baja. En un hotel de lujo, como el Le Meridien Pyramids, había muchos más lugares en los que refugiarse. En el Hormoheb, no. El bar estaba lleno de turistas que se relajaban después de un día de actividad, riendo y hablando en pequeños grupos. La sala de Internet la ocupaban tres clientes, dos hombres y una mujer. No había mostrador específico para el alquiler de coches. David tenía que haber ido a alguna parte a por el coche. Aunque esas cosas solían arreglarse desde la recepción. Ellos avisaban a una agencia y un vendedor acudía al hotel para formalizar la operación.

Se asomó a la calle. Miró a derecha e izquierda.

¿Y si mientras ella descendía en un ascensor, David había subido en otro, cruzándose en el camino?

Sonrió, comprendiendo que ésa iba a ser al final la respuesta del enigma.

Por si acaso, en esta ocasión, no tomó el ascensor. No resultase que sucedía lo mismo. Buscó uno de los teléfonos interiores, lo descolgó y marcó el número de su habitación.

Al quinto zumbido colgó.

Una mujer la atendió en la recepción. Era bonita, menuda, de rostro completamente redondo. Llevaba el cabello tan apretado que ello también contribuía a causar el efecto esférico. Le describió a David. La chica no era la misma que les atendió a su llegada. Aun así fue bastante precisa.

– No, lo siento. No me he fijado. Puede que haya salido a la calle por la puerta del restaurante.

Mientras regresaba a la habitación sintió la opresión en el pecho.