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La inquietud.

Ninguna nota, nada.

Volvió a llamar al móvil con el mismo resultado.

Los siguientes quince minutos, mientras anochecía sobre El Cairo, fueron los peores. Los que pasaron de la in-certidumbre a la certeza.

Recordó la forma en que habían matado a Gonzalo Nieto y se estremeció.

Tres dagas, una vida.

– Por favor, por favor… -gimió para sí misma.

Con la llegada de la oscuridad su mente se convirtió en un campo de batalla. Dudas, vacilaciones, miedo… Pensó en llamar a Kafir Sharif. Su mano se aferró al móvil y tembló hasta rendirse. ¿Qué podía hacer la policía? ¿Cuánto tiempo debía transcurrir desde la desaparición de alguien hasta que la policía le buscaba? ¿Cuántos desaparecían desafiando al destino, como ellos?

Registró la ropa de David, por si faltaba algo. Volvió a encontrarse aquella libreta llena de poemas. Poemas de amor por y para ella. Retazos de todos los sentimientos que anidaban en él. Un mundo al que podía asomarse con abrir una página al azar.

Esta vez no leyó ninguno. Resistió la tentación. Aquello era personal, y además no quería dejarse llevar por las emociones. Necesitaba mantener la sangre fría, el control.

La opresión del pecho acabó disparando su pánico. Había perdido el cristal. Había perdido a Amina. Ahora perdía a David.

No le quedaba nada.

El pánico la llevó a la rabia.

La misma rabia que disparaba su energía y desataba sus poderes, aunque ahora no supiera a qué o contra quién dirigirlos.

Miró la lámpara de su habitación.

Un segundo, dos, tres…

Hasta que la bombilla estalló sumiéndola en la oscuridad.

Joa no se movió. Continuó donde estaba, quieta, luchando contra sí misma y sus peores presentimientos, abrazada a la libreta de los poemas.

Debió de transcurrir una hora.

El timbre del teléfono de la habitación la sacudió disparando sus alarmas y la arrancó de aquella parálisis.

Tropezó con la cama. Gateó a oscuras hasta dar con él. Agarró el auricular y se lo llevó al oído mientras las piernas le temblaban y le impedían ponerse en pie.

– ¡¿Sí?!

No fue una pausa casual, sino deliberada.

– ¿Señorita Georgina Mir? -la voz era muy lenta, muy cáustica, hablaba un inglés más que correcto, educado incluso.

– Sí, soy yo.

Esperaba oír lo peor, que era la policía, que habían encontrado el cuerpo de David en un callejón…

– Tenemos a un amigo suyo -dijo la voz.

Joa sintió otra clase de mazazo en su cabeza.

– Usted tiene algo que nos interesa: explicaciones.

Le costaba respirar, pero no podía ceder. Ahora todo dependía de ella.

– ¿Qué clase de explicaciones?

– Ya sabe de qué hablamos.

– ¡No, no sé! -gritó sin poder evitarlo.

Al otro lado sobrevino el silencio.

– ¿Oiga?

– Sigo aquí. Le ruego que no grite. No es necesario, y es inútil, ¿comprende?

– Escuche, por favor, no le hagan daño.

– Depende de usted.

– ¿Por qué no me han secuestrado a mí?

– Es usted extraña -manifestó la voz.

Pensó en el hombre de Karnak, al que había reducido con una mirada, atravesando su mente, y en los testigos que afirmaban haberla visto levitar en el momento de la muerte de Shasha Bayik.

Sí, ella era extraña.

– No lo soy -quiso engañarle.

Otra vez el silencio, cada vez más denso. Temía que de un momento a otro el hombre cortara la comunicación.

– De acuerdo, ¿qué quiere?

– Verla.

– ¿Dónde y cuándo?

– Si usted sigue nuestras instrucciones, su amigo estará bien.

– ¿Dónde y cuándo? -repitió.

– Salga del hotel a las seis de la mañana. Camine hacia la izquierda. Un coche la esperará en la esquina. Al amanecer. Una larga noche en vela. -Bien.

– Si usted avisa a la policía, su amigo morirá.

– No lo haré, le doy mi palabra de honor.

– Si usted juega sucio, todo habrá terminado para él. Ni micrófonos. Nada.

– ¡Le he dicho que tiene mi palabra de honor!

– Entonces no tiene nada que temer, señorita. -Déjeme hablar con él, por favor.

– No -fue dramáticamente lacónico.

– ¿Cómo sé que está vivo?

– Usted también tiene mi palabra de honor. Debe confiar.

– ¡Espere!

La línea telefónica ya estaba cortada.

47

Una noche en vela no era lo mejor para enfrentarse a unos fanáticos. Y sin embargo, después de ducharse y beber un café, se sintió capaz de todo.

Dominó la rabia.

La cedió ante la cautela. Cautela bajo el estigma de la tensión.

Se puso ropa cómoda, pantalones, zapatillas deportivas, una blusa blanca y liviana. Dejó la documentación en la caja de seguridad y se llevó la mayor parte del dinero por si acaso. No fue su única precaución. Sacó del bolso que siempre llevaba encima todo lo que no fuera necesario y de su bolsa de viaje extrajo una pequeña linterna para situaciones de emergencia. También metió las dos cajas de cerillas que encontró en la mesilla. Conservó el bolígrafo y su pequeño bloc. La última duda fue llevarse o no el móvil.

Supo que se lo quitarían, así que lo sacrificó. Tal vez también le quitaban el bolso. No cedió al desánimo.

Salió del hotel con unos cuantos minutos de adelanto y caminó por la acera en dirección a la izquierda. El vehículo ya estaba allí. Era una camioneta blanca, sucia, con los cristales opacos. Nadie del exterior podía ver su interior ni pegando la nariz a las ventanillas. A menos de cinco metros de su posición, salieron dos hombres de ella.

Pero los que la empujaron, más bien la llevaron en volandas, fueron los dos que de pronto aparecieron a su espalda.

Joa aterrizó en la parte de atrás, sobre unas mantas.

Apenas si tuvo tiempo de hacer nada, salvo protegerse para evitar el golpe inicial. Unas manos le insertaron una capucha negra en la cabeza. Otras sujetaron las suyas. Dos más la cachearon. A fondo. Llevaba el bolso en bandolera. Lo examinaron pero no se lo arrancaron. Quizá el dinero ya no estuviera allí. Finalmente le ataron de manera concienzuda las manos, por delante, y la hicieron tumbarse sobre las mantas. Olían muy mal, a animal de granja, quizá cabras, tal vez cerdos.

Ni siquiera se había dado cuenta, pero la camioneta ya circulaba por las calles de El Cairo.

Ninguno de sus secuestradores hablaba.

Joa se quedó quieta. En la oscuridad, bajo presión, su mente sí comenzó a trabajar como no recordaba haberlo hecho desde hacía mucho tiempo. El miedo disparó su adrenalina. La adrenalina activó su instinto. El instinto la hizo ver más allá de sí misma.

Percibir el entorno.

Ellos eran seis. El conductor, un copiloto, los dos hombres que habían salido al aparecer ella y los dos de su espalda. Vestían chilaba blanca y lucían barba.

Defensores de los Dioses.

Se concentró en el camino.

Intentó memorizar detalles, pero sólo escuchaba el sonido de las bocinas y los improperios de los conductores. Ninguna señal especial, ningún sonido fuera de lo común. Cruzaron el centro de la ciudad. El Cairo se quedó atrás a los quince minutos, y la camioneta adquirió más velocidad.

Estaban en el desierto. Y hacía mucho calor.

– Tengo sed. Silencio.

– Denme agua, por favor.

Pasó un minuto. Alguien por fin le acercó una botella a las manos. Agua.

La dejaron saciarse. Dio varios sorbos seguidos, calculando lo que le quedaba en el recipiente.

– Gracias -quiso ser amable.

Se la jugó. Cuando acabó de beber no les tendió la botella a ellos. Colocó el tapón y, al tener las manos atadas por delante, pudo introducirla en su bolso.

No se la quitaron.

Durante los siguientes minutos se concentró en David. Si le sucedía algo nunca se lo perdonaría. Imaginaba adonde la llevaban, pero tenía que dar con David primero antes de actuar.