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– Eso significa…

David no pudo terminar la frase.

Joa acababa de pisar una enorme baldosa, no muy distinta a las que formaban el suelo de la sala, pero en este caso se hundió levemente bajo su peso. Saltó rápidamente. Demasiado tarde.

Entre las dos columnas por las que acababan de pasar se deslizó una enorme losa de piedra, cerrándoles el paso.

Y del techo, por una docena de huecos, empezó a caer arena.

52

Era una muerte lenta, muy lenta. Lo que tardara la arena en llenar todo aquel espacio.

– ¿Es que a vuestros antepasados no se les ocurrió nada mejor para fastidiarnos? -gritó David notando el amargo zumbido del pánico.

– Ellos no hicieron esto, lo hicieron los egipcios, para proteger la cruz del Nilo -le recordó Joa.

Amina ya estaba en la pared, mirando las inscripciones. Joa llegó a su lado.

Textos diversos, jeroglíficos.

Una pared entera de ellos, de arriba abajo.

Y el tiempo apremiando.

– Aprendí algo acerca de los dioses, pero nada más -se resignó la joven.

– Yo sé algo más, y creo que puedes ayudarme -dijo Joa.

Le pasó la linterna a ella y sacó del bolso el bolígrafo y el bloc.

– ¿Qué vas a hacer?

– Hemos de interpretar esto -señaló la pared. -¿Todo? -los ojos de David se dilataron-. ¡No os va a dar tiempo!

La lluvia de arena ya había formado montículos en el suelo de la sala.

Joa escribió a toda prisa las letras equivalentes a las figuras más usuales del alfabeto egipcio, a tamaño grande. Lo hizo recuperando de su prodigiosa memoria un simple cuadro visto en uno de los libros que había fotografiado mentalmente y siguiendo la estela de lo que ciento noventa años antes había hecho Jean-Françoise Champollion. Volvió a ponerse el bolso en bandolera, arrancó la hoja de papel con el resultado final y la apoyó en la pared, para que Amina pudiera verla.

– Venga, que cada una intente interpretar una parte.

Los siguientes cinco minutos transcurrieron muy aprisa.

Y otros cinco más.

La arena ya cubría casi un palmo del suelo. Era fina, muy fina. Una arena milenaria que había aguardado cientos, miles de años, el momento de atrapar a unos incautos como ellos. Si trataban de moverse por encima se hundían, así que desistieron de ello.

– No son más que rezos -lamentó Amina.

– ¡Mierda! -gruñó David.

Joa no hablaba. Traducía a toda velocidad. Ya no tenía que mirar lo anotado. Amina lo hacía más despacio una vez asimiladas las equivalencias.

La pared era hermética, ningún agujero, ninguna fisura, ningún friso que activara un resorte oculto.

Cuando la arena llegó hasta la altura de las rodillas les costó más moverse.

– El techo -indicó Joa.

– ¿Cómo llegamos ahí?

– Tienes que subirme.

David lo aceptó sin rechistar. Se agachó para que Joa subiera a su espalda. Sentada sobre sus hombros llegaba fácilmente hasta la losa que cubría la superficie del lugar. La linterna menguó entonces su intensidad.

– No… -gimió ella.

– ¿Y ahora qué? -los ojos de David destilaron todo el miedo que sentía.

– Llevo cerillas en mi bolso.

– ¿Qué más llevas en él? -se asombró.

– Soy una chica precavida.

– Súbeme a mí también -le pidió Amina-. Una en cada hombro. Iremos más rápido.

No tuvo más remedio que hacerlo. Aplastado por el peso de las dos, con la arena subiendo lentamente por sus piernas, se convirtió en una columna humana hasta que les hizo notar el peor de los detalles.

– Ya me está… llegando al pecho…

La linterna no daba más luz desde hacía algunos minutos. Amina iluminaba cada porción de techo con cerillas que se consumían vertiginosamente.

– Tiene que haber alguna frase clave. Una fisura, un resorte en alguno de los símbolos jeroglíficos.

Faltaba medio techo, y David no podía ya moverse a causa de la arena que lo inmovilizaba.

Joa cerró los ojos.

– Amina, concéntrate -le pidió.

– ¿Qué…?

– No podemos buscar más. Debemos sentirlo. Juntas lo conseguiremos.

La chica la imitó. No raspó la cabeza de la siguiente cerilla.

Todo quedó a oscuras.

Un minuto, dos…

Sus manos recorrieron el techo por separado, abarcando el máximo de superficie, hasta que se encontraron en un punto, a la izquierda de ambas.

– Enciende una cerilla -ordenó Joa.

La débil llamita arrancó nuevas sombras del trabajado techo. Por abajo, la arena superaba ya el pecho de David.

Pudo mover la cabeza lo justo para mirarla.

– Joa.

– ¿Qué?

– Te quiero.

– Aún no te despidas de mí, cariño. Sus manos se habían detenido en un jeroglífico muy simple, encerrado en un cartucho horizontal.

Y Joa leyó en voz alta:

– Oh… dios…, llévame… al cielo…

Joa presionó el contorno del jeroglífico. Justo al lado de la última figura, dentro del mismo cartucho, estaba localizado uno de los grifos de arena.

Dejó de manar en ese momento.

Miró el resto de fuentes que escupían arena.

– Amina… -musitó con el corazón encogido.

La chica acababa de comprenderlo. Su mano era la que estaba más cerca del primer cartucho. La desplazó hasta él e introdujo dos dedos por su interior.

– Hay algo…

Lo presionó.

Y esperaron conteniendo la respiración. Los demás agujeros dejaron de verter arena.

De golpe, tras otra breve pero enloquecedora pausa, el techo entero fue deslizándose hacia el frente, pasando por encima de la pared ilustrada.

– ¿Y ahora qué?

David se esforzó en mirar hacia arriba. Amina prendió una cerilla más. El techo sólo se había movido hasta la mitad. Justo encima de sus cabezas. Joa podía aferrarse a su borde y subir hasta la parte superior. Una vez en ella, con medio cuerpo fuera, coger a Amina.

Ahora estaban a oscuras.

– Tened cuidado -suplicó David.

La chica repitió los gestos de Joa. Ya a salvo, prendió una cerilla. Por debajo de ambas David intentaba luchar contra la presión ejercida por la tierra que lo rodeaba.

Con medio cuerpo fuera, Joa y Amina alargaron los brazos con las manos extendidas hacia él, al límite.

– Intenta cogerte a nosotras y déjanos el resto.

– De acuerdo.

– ¿Ya? -le susurró Amina en la oscuridad.

– Sí, rápido. Esto es demasiado inestable.

– ¡Ahora!

No podían verle. Escuchar sus jadeos, sí. Verle no. Notaban la fuerza. De un momento a otro temían oír una maldición, el sordo ruido del cuerpo volviendo a la arena.

Joa sintió un roce.

Alargó más los brazos, estiró los dedos.

La mano de David chocó con la suya y se agarró

a ella.

– ¡Le tengo!

– ¡Yo también! -gritó Amina.

– ¡Estoy colgando de vosotras! -les advirtió él.

Joa utilizó las dos manos. Sabía que Amina estaba haciendo lo mismo.

Procedente de alguna parte de aquel diabólico mecanismo escucharon un sonido grave, prolongado, como si la tierra estuviese gimiendo.

– ¡La arena está descendiendo!

– ¡David, cuidado!

El techo inició el camino de regreso a su posición original.

Disponían de apenas diez, quince segundos.

Joa buscó la complicidad de su compañera en la oscuridad.

– ¡Amina, ahora!

La descarga energética fue mutua. Fuerza mezclada con rabia. Más que subir a David a pulso, algo difícil dada su posición, lo que hicieron fue proyectarlo hacia arriba con sus mentes.

Los tres quedaron sobre la losa, hasta que ésta se detuvo de nuevo sellando la cámara inferior.

– ¡Santo cielo…! -tembló el rescatado.

En la oscuridad Joa le abrazó echándose casi encima de él y buscó sus labios, temblando.

El fulgor de una cerilla les arrebató la intimidad final.

Se encontraron con los ojos de Amina.