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Joa sacó su cristal y lo introdujo en él. Se adaptaba perfectamente. Entonces vibró.

– ¡Sácalo, Joa! -aconsejó David-. Primero hemos de estar seguros de lo que vaya a suceder.

Le obedeció, aunque a duras penas. Ahora ya no dijeron nada. Retiraron un poco más de polvo, ampliando la zona libre en dirección al centro de la plataforma. Contaron ocho huecos más como el primero, así que en total había nueve recipientes para nueve cristales. En el centro se encontraron con la misma señal que les había llevado hasta allí, con sus lados de distinto tamaño. La cruz del Nilo.

– Nuestra puerta -se mordió el labio inferior Joa.

– ¿Ahora qué hacemos?

– Ya has visto lo que ha sucedido cuando he puesto mi cristal en ese hueco.

– De acuerdo, vamos a suponer que es un comunicador, por decirlo de alguna forma. ¿Vas a sentarte ahí en cuclillas, pondrás el cristal, cerrarás los ojos y a ver qué pasa?

– Sí.

– ¡No sabes qué sucederá!

– David, ¿entonces para qué hemos venido?

– ¡Esto lleva aquí miles de años!

Joa miró la cueva. Quizá en otro tiempo la puerta estuviera al aire libre, o tal vez no. La tierra que la rodeaba no era la misma.

– Voy a hacerlo yo sola -les dijo a los dos.

Antes de que David pudiera protestar lo hizo Amina.

– No. Necesitas mi energía y lo sabes.

– No, no lo sé. Sólo sé que llevo meses esperando esto, y que me corresponde a mí llevarlo a cabo.

– ¡Eh, eh, eh! -David agitó la antorcha por encima de sus cabezas-. ¡Estoy aquí!, ¿vale? ¡Yo también soy del equipo! ¿Por qué no probamos los tres con cada cristal?

– Porque tú eres humano -fue directa Joa-. David, no nos peleemos en este momento, por favor.

Amina puso su cristal en el hueco que tenía delante. Luego desafió a Joa con la mirada.

Volvía a ser la chica dispuesta a la lucha que encontraron en el país Dogon.

– Voy a ir contigo, hermanita -manifestó decidida. El cristal vibraba.

Podía suceder cualquier cosa, y una pelea era absurda.

– Dame tu cristal, David. ¡Y confía en mí, por favor! -se lo suplicó.

Le dio un rápido beso en los labios y sus ojos se encontraron un segundo cargado de densidades. El cristal cambió de mano.

Ya no esperó más. Joa se colocó a la izquierda de Amina. Sacó su cristal del camafeo y lo introdujo en el siguiente hueco. El de David fue a parar al tercero. Luego se arrodilló y se quedó muy quieta.

Temblaba por dentro.

No hablaban, aunque los segundos se hicieron eternos.

Los cristales vibraron unos minutos hasta que, poco a poco, cambiaron de color. Pasaron de blanco a un suave, muy suave amarillo que acabó convertido en un azul cada vez más radiante. Al hacerlo la propia plataforma varió su aspecto. Se convirtió en un círculo blanco.

Cada vez más blanco.

Luminoso.

El día se había instalado allí dentro. La luz era cada vez más poderosa, y con ella se expandía la energía que de pronto interactuó con la suya. Ya no era únicamente la que percibían las dos mujeres, sino que existía una retroalimentación. La plataforma necesitaba de ellas.

Joa sintió un millón de soles en su interior.

Podía verlo, navegar por sí misma. Y era hermoso. Como si se desmenuzara en partículas. 0 como si su mente fuera a salir de ella.

Buscó a David para decirle que estaba bien, que sentía paz, pero no lo vio, porque el resplandor inundaba ahora su entorno. En cambio sí vio a Amina, como si flotara en medio de aquella cegadora luz. Su hermana tenía los ojos cerrados y una expresión de infinita dulzura en su rostro.

Los cristales dejaron de ser azules y volvieron a ser blancos.

Se escuchó un zumbido. Creciente.

Entonces Joa apretó los ojos con fuerza y ya no volvió a abrirlos.

Estaba entrando en la puerta y flotó hacia ella.

55

Era su mente la que viajaba, con ella de falso envase. Porque aquello era sencillamente imposible. Atravesó las rocas del techo de la cueva y salió al exterior. Vio la tierra seca distanciándose a una velocidad de vértigo, El Cairo a lo lejos, y luego el delta del Nilo, el mar, y más allá otras tierras, la costa palestina, la costa turca, la costa griega.

Inmediatamente, suponiendo que ahora el tiempo tuviera medida, ya divisaba todo el Mediterráneo, con España a su izquierda.

No dejó de mirar hacia abajo. Europa.

El mundo entero.

Cuando la Tierra se hizo más y más pequeña, lloró. No fueron lágrimas húmedas, sino destellos de energía que se convirtieron en pequeñas partículas luminosas que flotaron en torno a ella hasta desvanecerse. Se sintió igual que los astronautas contemplando aquella maravilla. Un astronauta que viajaba a una velocidad de vértigo, porque de pronto la Tierra, la Luna, el mismo Sistema Solar, desaparecieron envueltos por una negrura absoluta.

Joa supo que aquél era el silencio de los silencios.

Y comprendió los términos de la expresión «inmenso vacío».

El universo no estaba lleno. Había planetas, constelaciones, otros mundos, pero no eran más que minúsculas partículas inapreciables flotando en mitad de aquella enorme nada.

Miró hacia arriba.

Y sonrió.

Orion se acercaba deprisa.

O mejor dicho, ella se aproximaba a Orion.

La hermosa Betelgeuse, Rigel, la supergigante azul cuatro mil veces más luminosa que el Sol; la poderosa Alnilam, treinta mil veces más brillante que él; la inquietante Saiph, la Espada del Gigante, en cuyo sudeste se encontraba su destino.

Ellos.

Siempre «ellos».

«Mamá, papá…», su voz resonó como un eco atrapado en sí misma.

Quería contemplarlo todo y al mismo tiempo le era imposible apreciarlo por la velocidad a la que se movía. No obstante no sentía miedo. Persistía la paz, la alegría del viaje, la proximidad del encuentro. Vio nebulosas, estrellas nacientes, supernovas colapsadas, galaxias de formas alucinantes.

Deseó que David estuviera con ella.

Concentró su atención final en la proximidad de su destino. Un destino que ni siquiera tenía un nombre.

Una marca sí: la cruz del Nilo.

Pero no un nombre.

A lo lejos vio una forma oscura, una nebulosa grisácea.

Nadie se lo había dicho jamás. Nunca lo hubiera imaginado. Pero tenía sus genes, y su instinto, así que de alguna forma lo supo, la reconoció.

Su casa.

El viaje tocaba a su fin.

No sentía su corazón, ni su pulso. Existía en la medida que su mente lo necesitaba. Aun así su cuerpo era físico. Se tocó la cara, se pasó la lengua por los labios, unió sus manos como en un rezo. Y al penetrar en la oscuridad total de la nebulosa percibió cómo la velocidad disminuía, se desaceleraba. Durante unos segundos más, siempre pensando que el tiempo existía como medida, fue igual que hallarse en el centro de una habitación cerrada, con una negrura absoluta envolviéndola.

Hasta que en un punto se abrió un hueco.

Surgió una luz.

Se dirigía hacia ella.

El punto creció, se hizo grande y acabó por rodearla igual que lo había hecho la oscuridad. La luz era tan cegadora como la de la plataforma antes de iniciar el viaje. Casi temió haber vuelto a ella.

Entonces se detuvo.

Y de la claridad surgieron miles de formas.

No las veía, pero estaban allí. No eran seres como ella, pero vivían y sentían como tales. No había ciudades o casas como las de la Tierra, pero era un mundo habitado. Tampoco había arriba o abajo, alto o largo, peso o tamaño, superficie o espacio. Era como estar dentro de una idea.

Ella lo tenía todo, no hacía falta nada más.

Se bastaba consigo misma.

Todo aquel equilibrio…

– ¿Quién eres?

La voz estaba hecha de energía, así que apareció en su propia mente.

Y lo más importante: ella pudo entenderla.

– Vengo del planeta Tierra -se le ocurrió decir, casi con inocencia.