Joa sintió dolor. Porque era como si perdiera un poco más a sus padres.
– ¡Oh, no! -gritó David.
Joa y Amina siguieron la dirección de su mirada. Una pared entera se les venía encima, sin posibilidad de escape.
– ¡Joa, coge a David!
Amina rodeó al chico por un lado. Sin saber a ciencia cierta por qué, Joa hizo lo mismo por el otro. Quedaron los tres unidos estrechamente, como si quisieran morir así, juntos. Pero lo que brillaba en la mirada de la adolescente no era precisamente la sensación de una despedida.
La fijó en la que ahora era su hermana mayor.
– Podemos -le dijo.
Joa lo entendió.
No era un monstruo. Su padre acababa de decírselo. Tenía un don. Y un poder.
Siguieron mirándose, una a otra, extrayendo energía de ambas, formando un bloque único, una sola fuerza, una voluntad común.
Rabia y rebeldía ante la adversidad.
La pared llegó hasta ellas.
Y se rompió igual que si sobre los tres hubiera aparecido una invisible campana protectora.
David miró hacia arriba. Después a una y otra.
Las dos sonreían.
¡Sonreían!
Se le doblaron las rodillas pero el abrazo de las dos muchachas era también muy sólido. Y de pronto ya no sintió los pies en el suelo.
Flotaban.
Flotaban en dirección a la superficie de la tierra, sorteando todas las piedras en su ascenso.
Ninguno de los tres midió el tiempo, aunque se les hizo eterno, hasta darse cuenta de que al llegar arriba el sol les bañaba de lleno con su último calor de la tarde.
Cuando alcanzaron la firmeza del suelo del desierto y deshicieron su abrazo, agotadas ellas, temblando todavía él, miraron hacia atrás al unísono.
Un enorme boquete de medio kilómetro de diámetro cubría su horizonte inmediato. Todo lo que Joa había visto en su vuelo mental antes de escapar de los Defensores de los Dioses ya no existía.
Tampoco tuvieron mucho tiempo para reponerse.
El siseo de las aspas de un helicóptero reclamó su atención por encima de sus cabezas mientras por detrás un alud de sirenas de policía se dirigía a su encuentro.
60
No le sorprendió que el primero que llegase hasta ellos fuera Kafir Sharif. Serio, una máscara, tan inalterable como lo había estado siempre.
– Señorita Georgina Mir… -movió la cabeza de lado a lado como si la regañara.
– ¿Qué está haciendo aquí?
– Puse sustancia detectable en té que usted tomó en comisaría.
– ¿Qué?
– Comisaría vieja, yo quizá policía de ayer, pero métodos del siglo XXI. Usted bebe y horas después seguimiento vía satélite.
– Dígame una cosa -se lo preguntó sin ambages habida cuenta de que estaban rodeados de policías-. ¿Es usted uno de ellos?
– ¿Ellos?
– Los Defensores de los Dioses.
Kafir Sharif esbozó una sonrisa irónica alzando la comisura izquierda de sus labios y frunció el ceño con estupor.
– No -dijo tan escueta como certeramente.
– Siempre creí que sí -confesó ella.
– ¿Por esa razón no confía en mí?
– Yo no sabía nada.
– Usted sabe todo -el inspector miró el agujero en la tierra-, pero ya no dice nada, ¿verdad?
– Escuche -hizo un gesto de cansancio-, los Defensores de los Dioses se asentaban aquí, en Al-Eriat Khunash. El hombre que asesinó a Gonzalo Nieto, o al menos dio la orden de hacerlo, se llamaba Bir El Sa'íf. Era uno de los arqueólogos que trabajaban con él en la tumba TT47 del Valle de los Reyes. Vi sus tres tatuajes.
– Sospechábamos, pero no teníamos pruebas.
– Y usted necesita pruebas para todo, ¿no?
– Es ley.
– De acuerdo, ahora tiene una: me lo confesó antes de querer enterrarnos vivos, así que también cuenta su intento de matarnos a los tres.
– ¿Por qué señor Bir El Sa'íf quiere matar profesor español y ahora ustedes?
– El profesor Nieto encontró algo que no gustó a su secta. Le mataron para que no me lo contara. Y como yo he dado con ellos, tampoco les ha gustado. Tiene todo el sentido del mundo.
– Volvemos a vieja pregunta. ¿Qué encontró arqueólogo español?
– Puede que este lugar que ellos han protegido durante años.
Kafir Sharif miró a David y a Amina. Luego de nuevo el boquete abierto a sus espaldas.
– ¿Qué había en suelo?
– Custodiaban una cueva enorme, sagrada para ellos, con un camino lleno de trampas.
– ¿Más misterios?
– No -Joa sostuvo su mirada.
– No le gustará cárcel egipcia.
– ¿Qué tiene contra mí?
– Obstrucción justicia, destrucción patrimonio nacional…
– En primer lugar, nada de obstrucción a la justicia. Le he ayudado resolviendo el caso -le cortó ella-. En segundo lugar, yo no he destruido ningún patrimonio. ¿O cree que soy responsable de esto? -señaló el agujero.
– Sí.
– Pero usted es un buen policía. Sin pruebas no va a detener a nadie -remarcó sus siguientes palabras-. Es la ley, acaba de decirlo. ¿Quién creerá que una chica ha provocado el hundimiento de una cueva?
Kafir Sharif miró el agujero de la tierra y volvió a mirar a David y a Amina.
– ¿Ustedes confirman versión?
Los dos asintieron con la cabeza.
– Necesito declaración -pareció rendirse el egipcio.
– ¿Otra vez a la comisaría? -suspiró Joa.
– Señorita Georgina Mir…
– Oiga, ¿ha visto una vieja película llamada Casablanca?
Kafir Sharif volvió a fruncir el ceño.
– Sí.
– ¿No cree que éste es el comienzo de una gran amistad?
Logró hacerle sonreír.
– Lo será cuando acompañe a aeropuerto y usted vaya de aquí -y le mostró el camino hacia su coche, aparcado a unos cincuenta metros de donde se encontraban.
61
Llamó con los nudillos a la puerta de la habitación y no se movió hasta que, del otro lado, escuchó la voz de Amina invitándola a pasar.
– Entra.
Joa metió la cabeza por el quicio. La chica estaba tumbada en la cama, con el mando del televisor en la mano derecha apuntando a la pantalla instalada en la pared. No apartó los ojos del rectángulo luminoso.
– ¡Hay cien canales! -dijo.
– Será mejor que no te aficiones demasiado a la caja tonta -se sentó a su lado.
– ¿Por qué la llamas así?
– Es el artefacto más alienante de cuantos se han inventado.
– Hay muchos programas, películas, mujeres hermosas…
– ¿Quieres ser una estrella de la televisión?
– ¿Por qué no? -puso cara de niña mala-. Cuando hayamos salvado el mundo, nos quedaremos sin nada más que hacer.
No frivolizaba. Sólo se sentía prisionera de la dimensión de cuanto tenían por delante.
– ¿No tienes miedo?
Amina se encogió de hombros. Cambió otra vez de canal.
– Yo sí -reconoció Joa.
– ¿Por qué no pedimos ayuda a las autoridades?
– ¿A qué autoridades? ¿De qué país? -pensó en el coronel Hank Travis y se estremeció-. Nadie nos creería.
– ¿Y si no encontramos a Indira, ni los cristales?
– Me he hecho las mismas preguntas mil veces desde que regresé de allí y desde que os lo he contado todo mientras cenábamos.
Amina apagó el televisor y dejó el mando a un lado. Se enfrentó a los ojos de Joa, que la escrutaban con profundidad.
– ¿Qué quieres saber?
No disimuló. Quizá ella sí leyese su mente.
– ¿Qué hiciste en tu viaje? No nos lo has contado. Sólo he hablado yo de ello.
La respuesta no llegó de inmediato. Fue una considerable pausa. Amina ni parpadeaba. Tenía esa extraña facultad. Podía mirar un minuto, dos, tres, el tiempo que hiciera falta a su interlocutor sin bajar los párpados. En ese momento volvía a ser una adolescente con rasgos de niña al borde del olvido, pero todavía fijos en su semblante.