Siguió leyendo hasta dar con el ritual que estaba buscando.
El de la muerte.
Los Defensores de los Dioses ajusticiaban a los profanadores con tres dagas distintas. Con una, la de la garganta, silenciaban la voz del sentenciado. Con otra, la de la cabeza, mataban sus pensamientos, le arrancaban la memoria para que no pudiera llevarse al más allá lo que sabía o había visto. Con la tercera daga, la del corazón, le arrebataban la vida.
Era también un gesto de advertencia para los demás.
El resto de la información aportaba algunas curiosidades más: como que el blanco, símbolo de pureza, era el color elegido para su vestimenta; que los hombres llevaban barba y las mujeres el cabello muy corto, y que todos los Defensores de los Dioses llevaban algún tatuaje que representaba su rango jerárquico: si llevaba tatuado en su cuerpo los tres signos, el del ojo, el del escarabajo y el del gato, era un líder, un ejecutor, heredero directo de los sacerdotes de la Antigüedad; con dos de los signos, se trataba de un soldado; si sólo llevaba uno, era un vigilante, un guardián, un militante de base. No había más jerarquías. Tampoco se aportaba en la web qué lugares santos podían quedar en Egipto o si alguno de los restos del pasado era herencia directa de los visitantes de las estrellas. Y mucho menos nada de una puerta, o una llave.
Gonzalo Nieto había estado cerca de algo.
Quizá algo más que cerca.
El taburete era incómodo. Joa se apoyó en la pared. Le dolían los ojos por la pobre luz del cubículo y la cabeza por la concentración y la tensión del momento. Sintió los ojos del dependiente fijos en ella y tuvo deseos de levantarse y darle dos bofetadas. Optó por alzar la cabeza y devolverle la mirada.
Y algo más.
Un destello de ira.
El muchacho apenas si resistió cinco segundos.
Aún le quedaba una hora para su cita, así que Joa continuó navegando por Internet, por si encontraba algo más acerca de los Defensores de los Dioses.
8
El gran Museo Egipcio de El Cairo, inaugurado en 1902, era un edificio de dos plantas situado en el mismo centro de la ciudad. Lo rodeaba un pequeño jardín decorado con epígrafes y esculturas antiguas y su exterior, de caliza rosada, le confería cierto aire ministerial. Con todos los tesoros desenterrados en el país desde la irrupción de Napoleón, la mayoría en museos extranjeros por derecho de conquista, habrían podido llenarse veinte museos más como él. Y con todos los que, quizá, quedasen todavía ocultos bajo las arenas, cien.
La planta baja ofrecía aspectos de la Prehistoria y de los Imperios Antiguo, Medio y Nuevo, así como del período Amarna, el Tardío y el Grecorromano. Las estatuas de Amenhotep III y de la reina Tie dominaban el fondo del enorme atrio con solemnidad. En el primer piso se mostraban sillas reales, objetos funerarios, joyas, estatuillas, objetos de la vida cotidiana y, por supuesto, el tesoro de Tutankhamon al completo, incluidos su máscara y su féretro, todo lo hallado por Howard Cárter a las dos de la tarde del 26 de noviembre de 1922, cuando penetró en la tumba que llevaba sellada y a salvo de saqueadores desde hacía tres mil trescientos años en lo más profundo del Valle de los Reyes. Ni en un día completo ni en dos, el visitante podía acabar de ver el museo si quería hacer un recorrido relativamente provechoso.
Joa comprobó su reloj.
Cinco minutos para las cinco de la tarde. El museo pronto cerraría sus puertas.
Durante años había estado esperando un momento como aquél, el privilegio de poder asomarse a la Historia, ver aquello que ahora pertenecía al mundo. Y cuando por fin estaba en Egipto, en el museo, rodeada por la magia del legado del joven rey del que no se habría sabido nada de no ser por el hallazgo de su tumba, lo único que hacía ella era mirar a su alrededor y comprobar su reloj cada diez segundos.
¿Y si estaba equivocada? ¿Y si la cita con su misterioso mensajero del hotel no era allí?
Las cinco en punto.
Contempló la máscara de Tutankhamon, sintiéndose atravesada por aquella mirada inexpresiva. Tutankhamon significaba «Símbolo Vivo de Amón». En realidad la grafía correcta era TUT ANK AMON.
Las cinco y cinco minutos.
Se había equivocado. No cabía la menor duda. La cita era en otro lugar. Eso la hizo sentirse rabiosa. Ya no tenía nada que hacer allí. Quizá aprovechar el tiempo, ver algo más del museo, pero no se sentía con fuerzas ni ánimos para hacer de turista. El misterioso mensaje de la mañana la acababa de conducir a una incógnita pendiente.
Las cinco y diez minutos.
Miró a las personas que se arremolinaban en la sala, todos extranjeros, y buscó en ellos un atisbo de esperanza. Pero nadie se fijaba en ella. Allí dentro era una más, aunque sin cámara fotográfica.
– Se acabó -suspiró rendida.
Dio media vuelta y salió de la sala principal dispuesta a enfilar las escaleras que la conducirían a la planta baja. Se detuvo un segundo frente a una estatua, por simple inercia, porque era una talla impresionante, y entonces alguien pasó por su lado.
Escuchó el susurro en su oído.
– Sígame.
No se sobresaltó. Contuvo incluso el deseo de volver la cabeza abruptamente. Retomó la marcha y fue tras los pasos del misterioso personaje fingiendo mirar a ambos lados. De espaldas parecía un hombre mayor, caminaba ligeramente encorvado y más que levantar los pies los arrastraba. Vestía un gastado traje occidental y los cabellos que orlaban la laguna de su nuca eran blanquecinos, más bien amarillentos.
Los dos descendieron por las escalinatas.
Salieron al exterior.
A los diez pasos, delante de uno de los ventanales de la izquierda y frente a la alta palmera que dominaba aquella zona del jardín, el hombre se detuvo y se colocó de cara a ella. No se había equivocado, era un hombre mayor, con bolsas en los ojos, mejillas flácidas, papada de gallo y cabello amarillento. Llevaba gafas para corregir una fuerte miopía.
Su rostro denotaba tensión.
– Vayase -fue lo primero que le dijo-. Está en peligro. Joa esperaba cualquier cosa menos aquella advertencia.
– ¿Quién es usted?
– Eso no importa -su inglés era bueno, mejor que el del inspector Sharif, aunque con marcado acento árabe, de aristas duras y tono cortante-. Vayase de El Cairo, vayase de Egipto.
– ¿Me ha citado aquí, de forma tan misteriosa, con esa enigmática nota en la puerta de mi hotel, para decirme eso?
– Quería saber si era quien se supone que es, de ahí la sencilla clave. Si usted la interpretaba…
No le dijo que era un tanto melodramático. Había demasiadas preguntas que hacer.
– ¿Cómo sabía que estaba en Le Meridien si apenas llegué anoche…? -de pronto recordó que se lo había dicho a Gonzalo Nieto por teléfono-. ¡Usted habló con él antes de…!
– Por favor… -la detuvo más y más dolorido.
– De acuerdo -se cruzó de brazos-. Ha dicho que si interpretaba la clave usted sabría que soy quien se supone que debo ser. Muy bien: ¿quién se supone entonces que soy?
– La hija del profesor Julián Mir.
– ¿Conoció a mi padre? -Joa alzó las cejas.
– Sí, por supuesto. Un gran hombre, un buen arqueólogo, como Gonzalo Nieto -su expresión se revistió de angustia al recordar por qué estaban allí, y paseó una nerviosa mirada a su alrededor antes de insistir-: ¡Vayase, señorita, por su bien, vayase!
– No pienso hacerlo -fue categórica.
– Por favor… -parecía a punto de echarse a llorar.
– Dígame quién es usted.
– Un viejo amigo, nada más.
– ¿Su nombre?
– No, no… -movió la cabeza de lado a lado y abrió ambas manos con impotencia-. Es demasiado… complicado.
– Entonces dígame por qué estoy en peligro.
– ¡Mataron al profesor Nieto!
– ¿Qué encontró? Me hizo venir desde el otro lado del mundo asegurándome haber dado con algo.
– ¿De qué le habló exactamente?