Otra buena teoría, evidentemente derivada de la primera, consistía en considerar las pirámides como cenotafios, es decir, monumentos funerarios recordatorios; por consiguiente, los cuerpos se habrían enterrado en otro lugar secreto para impedir que las tumbas fueran saqueadas.
Una teoría más reciente se orientaba en una dirección totalmente distinta. Había quienes creían que para los egipcios la pirámide finalizada no era tan importante como su construcción; creían que el propósito de su construcción no era otro que el deseo de los antiguos faraones de dar trabajo y reunir a su pueblo durante los tres meses anuales de la crecida del Nilo, cuando se detenían las faenas agrícolas. Unas manos quietas podían crear mentes aburridas, y éstas, generar pensamientos intolerables para los faraones. Si esa teoría era cierta, los faraones habían colocado bloques de piedra de diez toneladas en aquellas manos quietas.
Otra teoría, defendida por los tradicionalistas más optimistas, sostenía que el lugar del descanso final de los faraones en las pirámides todavía no se había descubierto y podría estar oculto bajo el lecho de rocas que sustentaba esas grandes estructuras de piedra.
Había muchas teorías, pero ninguna había podido demostrarse. Descubrir y demostrar el propósito de las pirámides llevaba a Peter Nabinger a acudir a ellas seis meses cada año. Este experto en el arte egipcio del museo de Brooklyn llevaba doce años visitándolas.
La especialidad de Nabinger eran los jeroglíficos: una forma de escritura mediante el empleo de dibujos u objetos para representar palabras o sonidos. Para Nabinger, el mejor modo de entender el pasado consistía en leer lo que la gente de aquella época había escrito sobre su propia existencia, y no lo que decía alguien después de excavar ruinas al cabo de miles de años.
Una de las cosas que Nabinger consideraba más excitante de las pirámides era que, a causa de la casi ausencia de referencias a ellas en los antiguos, escritos egipcios, si no hubieran estado allí, en el presente, expuestas a la vista de todo el mundo, nadie habría creído en su existencia. Era como si los historiadores egipcios de la antigüedad hubieran creído que todos conocerían las pirámides y que, por consiguiente, no había necesidad de mencionarlas. O incluso que, como sospechaba Nabinger, la gente de la época no hubiera sabido nada sobre ellas ni la razón por la que se habían erigido. Nabinger se preguntaba si tal vez se había prohibido escribir sobre ellas.
Aquel año intentó hacer algo distinto, además de su proyecto principal de recopilar todos los escritos y dibujos del interior de las paredes de la gran pirámide. Quería utilizar un equipo de resonancia magnética para comprobar las estructuras inferiores, allí donde la vista no podía penetrar y la excavación estaba prohibida. Sin duda, las ondas emitidas por el reproductor podrían traspasar las profundidades y revelar si había más maravillas enterradas. Por lo menos, ésa era la teoría. En la práctica, tal como su ayudante, el becario Mike Welcher, le estaba indicando, no se estaban cumpliendo las expectativas creadas.
– Parece como si… -Welcher se interrumpió y se rascó la cabeza-, como si alguna otra fuerza emisora nos bloqueara el acceso. Algo no muy potente, pero que se encuentra aquí.
– ¿Por ejemplo? -preguntó Nabinger reclinado en las frías paredes de la cámara. A pesar del tiempo que había pasado en el interior de la pirámide durante tantos años, tenía una sensación de opresión, como si sintiera el inmenso peso de la piedra sobre la cabeza.
Nabinger era un hombre alto y corpulento que lucía una poblada barba negra y unas gafas con montura metálica. Iba vestido con un traje de explorador, el uniforme de los exploradores del desierto. A sus treinta y seis años era una persona joven en el campo de la arqueología y no tenía grandes hallazgos que afianzaran su reputación. Según admitía ante sus amigos en Brooklyn, una parte de su problema era que carecía de una teoría a la que dedicarse. Lo único que tenía era su sistema favorito de trabajo: buscar nuevas escrituras e intentar descifrar los jeroglíficos que todavía quedaban por traducir. Estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa que éstos depararan, pero hasta el momento sus esfuerzos habían resultado infructuosos.
Posiblemente Schliemann tenía la certeza de que Troya había existido y por ello dedicó toda su vida a encontrarla, pero Nabinger no tenía ese tipo de convicciones. Su trabajo en las pirámides consistía en describir lo que encontraba en ellas y en buscar una explicación de sus hallazgos en una zona que era probablemente una de las más estudiadas en el campo de la arqueología. Tenía la esperanza de encontrar algo mediante el equipo de resonancia magnética, algo que los demás hubieran pasado por alto, pero no tenía ni idea de qué podría ser. Deseaba que fuera otra cámara repleta de nuevos documentos todavía no leídos.
– Si no fuera porque es imposible -advirtió Welcher tras analizar las lecturas-, diría que estamos sufriendo interferencias de alguna radiación residual.
– ¿Radiación? -Nabinger se lo temía. Echó un vistazo al grupo de trabajadores egipcios que habían ayudado a acarrear el equipo. El jefe del grupo, Kaji, los miraba atentamente con su rostro arrugado en el que no podía adivinarse ningún pensamiento. Lo último que Nabinger necesitaba era que los trabajadores los abandonaran por temor a las radiaciones.
– Sí -dijo Welcher-. Al prepararme para este trabajo estuve trabajando con un equipo de resonancia magnética en un hospital, y en alguna ocasión obtuve lecturas como éstas. Se producían cuando la lectura resultaba afectada por rayos X. Finalmente, el técnico se vio forzado a trazar un plan para las máquinas de forma que no estuvieran en marcha a la vez, incluso si se encontraban en plantas distintas del hospital y ambas completamente blindadas.
Aunque no era una información muy difundida, Nabinger había leído informes de otras expediciones que habían empleado un bombardeo de rayos cósmicos a fin de buscar cámaras ocultas y pasillos en la gran pirámide y sus informes coincidían: dentro de la pirámide había cierto tipo de radiación residual que impedía esas pruebas. La información no había trascendido porque no existía una explicación para ello, y los científicos no escriben artículos sobre cosas que no pueden explicar. A menudo Nabinger se preguntaba cuántos fenómenos no se habrían dado a conocer porque, a falta de una explicación racional de sus hallazgos, sus observadores no querían quedar en ridículo.
Nabinger confiaba en tener más suerte con la resonancia magnética porque funcionaba con una amplitud de banda distinta a la de los emisores de rayos cósmicos. La naturaleza exacta de la radiación residual nunca se había detallado de forma que no era posible saber de antemano si el aparato de resonancia magnética también se vería bloqueado.
– ¿Has comprobado el espectro completo del aparato? -preguntó.
Llevaban ya cuatro horas allí abajo mientras Nabinger dejaba que Welcher manejara el aparato, su especialidad. Nabinger había aprovechado ese tiempo para fotografiar a conciencia las paredes de aquella cámara, la inferior de las tres de la gran pirámide. Pese a estar exhaustivamente documentados, algunos de los jeroglíficos de las paredes nunca habían podido descifrarse.
El cuaderno de notas que tenía sobre sus rodillas estaba repleto de garabatos y se había concentrado totalmente en su tarea, excitado ante la posibilidad de que existiera una relación lingüística entre algunos de esos paneles de jeroglíficos y otros recién encontrados en México. A Nabinger no le preocupaba el cómo de esa relación, simplemente quería descifrar aquellos jeroglíficos. Hasta el momento, había obtenido, palabra por palabra, un texto muy extraño. La importancia de la resonancia magnética iba disminuyendo a medida que se adentraba en los escritos.