Un año antes, Nabinger había hecho un descubrimiento fantástico que había guardado para sí. Siempre se había admitido que en algunos yacimientos egipcios había varios paneles que no contenían los clásicos jeroglíficos, sino que parecían pertenecer a un lenguaje ideográfico anterior llamado runa superior. Si bien esos yacimientos eran demasiado escasos para constituir una base de datos que permitiera el intento científico de traducirlos, eran suficientes para despertar el interés. Nabinger había encontrado por casualidad runa superior parecida en un yacimiento de Sudamérica. Tras un año de duro trabajo en las pocas muestras encontradas y después de compararlas con las egipcias, se creía capaz de descifrar un par de docenas de palabras y símbolos. Sin embargo, necesitaba más ejemplos para cerciorarse de que su interpretación de lo poco que había encontrado era válida. Existía la posibilidad de que su traducción fuera errónea por completo y de que hubiera trabajado en un galimatías.
Kaji dio una orden en árabe, los trabajadores se pusieron en pie y se marcharon por el pasillo. Nabinger soltó una palabrota y dejó caer su cuaderno de notas.
– Mire, Kaji, he pagado…
– Está bien, profesor -dijo Kaji levantando una mano endurecida por el trabajo de toda una vida.
Hablaba un inglés casi perfecto, con cierto deje británico; algo sorprendente para Nabinger, quien a menudo se exasperaba ante la táctica egipcia de evitar trabajar alegando ignorancia del inglés.
– Les he dado una pausa para salir fuera. Volverán en una hora -explicó Kaji. Miró el aparato de resonancia magnética y sonrió. En el centro de su boca brilló un diente de oro-. No tenemos suerte ¿verdad?
– No, no tenemos -dijo Nabinger.
– En mil novecientos setenta y seis el profesor Hammond tampoco tuvo mucha suerte con esta máquina -comentó Kaji.
– ¿Trabajó con Hammond? -preguntó Nabinger.
En los archivos del Royal Museum de Londres había leído el informe de Hammond, el cual no se había publicado debido a que no se había hallado nada. Naturalmente, por entonces Nabinger ya se había dado cuenta de que Hammond había descubierto algo. Había detectado una radiación residual inexplicable dentro de la pirámide.
– He estado aquí muchas veces -repuso Kaji-. En todas las pirámides. También he estado en el valle de los Reyes. Pasé muchos años en el desierto del sur antes de que las aguas de la presa lo cubrieran. He dirigido muchos equipos de trabajadores y he observado muchas cosas extrañas en algunos yacimientos.
– ¿Hammond tenía alguna idea de por qué su aparato no funcionaba? -preguntó Nabinger.
– ¡Oh! No. -Kaji suspiró y deslizó su mano sobre el panel de control del aparato de resonancia magnética, llamando la atención de Welcher-. Este aparato es caro ¿verdad?
– Sí, es… -Welcher se detuvo al ver que Nabinger negaba con la cabeza, adivinando dónde llegaría todo aquello.
Kaji sonrió.
– ¡Ah! El aparato de Hammond no tenía lecturas. El técnico también habló de radiaciones, pero Hammond no le creyó. La máquina no mentiría ¿no le parece? -Miró a Welcher-. Su máquina no mentiría ¿verdad?
Welcher no contestó.
– Si la máquina no miente -intervino Nabinger-, entonces algo debe estar causando esas lecturas.
– Tal vez sea algo que alguna vez estuvo aquí lo que causa esas lecturas -sugirió Kaji. Se volvió y se encaminó hacia el otro lado de la cámara, donde yacía un gran sarcófago de piedra.
– Cuando se rompieron los sellos, el sarcófago estaba intacto pero vacío -repuso Nabinger bruscamente refiriéndose a la primera expedición que había llegado a esa cámara en 1951.
El descubrimiento de la cámara había producido una gran excitación, en particular por el sarcófago encontrado dentro con su tapa, todavía intacta y sellada. Entonces se creía que el misterio de las pirámides estaba a punto de resolverse. Es fácil imaginar la consternación al constatar que en la caja de piedra no había nada.
El interior de la gran pirámide constaba de tres cámaras. Se podía entrar en ella por la entrada del norte constituida a tal efecto o por la que hacía siglos un califa había abierto con explosivos por debajo de la primera. Ambas daban a un corredor que penetraba en la piedra y descendía hasta la parte inferior de la pirámide. Ese corredor desembocaba en una intersección cortada en la piedra de la que partían dos túneles. Uno conducía a la cámara secundaria y a la gran escalera, que llevaba a la cámara principal. El otro túnel, descubierto más recientemente, seguía por debajo de la piedra y conducía a la cámara inferior. Precisamente en esta cámara era donde Nabinger y su equipo estaban trabajando.
– Estuve aquí en mil novecientos cincuenta y uno -dijo Kaji-. Y sí, para entonces, el sarcófago ya estaba vacío. -¿Para entonces? -repitió Nabinger. Había trabajado antes con Kaji en otros yacimientos y éste siempre había sido noble. Tiempo atrás, antes de que Nabinger lo contratara por primera vez, Nabinger había hecho algunas comprobaciones, y las recomendaciones que obtuvo de Kaji fueron excelentes.
– Hammond me tomó por un viejo loco y yo entonces era joven -dijo Kaji-. Ahora soy mayor. Intenté hablar con él pero no quiso. -Kaji pasó levemente los dedos de una mano sobre la palma de la otra.
Nabinger comprendió. Como ya había sospechado, evidentemente Kaji quería cobrar por la información. El profesor pensó con rapidez. Había alquilado el equipo portátil de resonancia magnética. El contrato estaba estipulado por día de uso, y él disponía de fondos suficientes del museo para ocho días. Si lo enviaba por avión al día siguiente, se ahorraría cinco días de pago. Eso era bastante dinero, por lo menos desde el punto de vista egipcio. El único problema sería cómo explicar sus formas de pago y factura a la administración de la universidad. Sin embargo, no tenía mucho sentido empeñarse en emplear un aparato donde no podía proporcionar información. Pensó también en las runas que había descifrado en esa cámara. Sólo eso ya hacía rentable la expedición. Al fin y al cabo, la resonancia magnética había sido una prueba arriesgada.
– Ve a tomarte un descanso -indicó Nabinger a Welcher.
Welcher abandonó la cámara dejando a los dos hombres solos.
– Diez mil libras -ofreció Nabinger. Al observar el rostro inexpresivo de Kaji rectificó-: Doce mil. Es todo lo que tengo. -Sabía que era más de un año de salario para un egipcio medio.
Kaji extendió la mano. Nabinger hurgó en el bolsillo y sacó un fajo de billetes, el salario semanal de los trabajadores. Tendría que ir al banco y sacar dinero de la cuenta de la expedición para pagarles.
Kaji se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. El dinero ya había desaparecido entre los pliegues de su vestimenta.
– Estuve aquí en mil novecientos cincuenta y uno con la expedición de Martin, cuando abrieron esta cámara, pero ésa no fue la primera vez que estuve aquí.
– ¡Eso es imposible! -exclamó Nabinger con brusquedad-. El profesor Martin tuvo que derribar tres paredes para entrar aquí. Eran antiguas y estaban intactas. Los sellos del sarcófago eran los originales, marcados con la marca de cuatro dinastías…
– Podrá parecerle imposible -continuó Kaji con la misma voz tranquila-. Pero le digo que yo estuve aquí antes de mil novecientos cincuenta y uno. Me ha pagado por mi historia. Puede escoger entre escuchar o discutir, a mí no me importa.
– Lo escucho -repuso Nabinger pensando que acababa de malgastar bastante dinero del museo y preguntándose si podría arreglarlo de algún modo, sacándolo de alguna otra partida. En su mente empezó a calcular la tasa de cambio de la lira al dólar.
Kaji parecía satisfecho.
– Fue nueve años antes de la expedición de Martin, durante la Segunda Guerra Mundial. En mil novecientos cuarenta y dos, los británicos controlaban El Cairo, pero no todos estaban satisfechos con ello. Los nacionalistas egipcios estaban dispuestos a cambiar un grupo de autoridades por otro, con la esperanza de que los alemanes serían mejores que los británicos y nos garantizarían la libertad. En realidad, nuestra participación en el proceso fue mínima. Rommel y el África Korps se encontraban en el oeste, en el desierto, y muchos confiaban en que llegarían a la ciudad antes de fines de año.