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LAS VEGAS, NEVADA. 133 horas.

– Sin tratamiento, un año, aproximadamente; pueden ser seis meses más, seis menos. Con tratamiento, tal vez medio año más.

El anciano no pestañeó ante el anuncio del doctor Cruise. Asintió con la cabeza, cogió un bastón negro con una empuñadura de plata con su mano izquierda marchita y se levantó.

– Gracias, doctor.

– Podemos iniciar el tratamiento mañana por la mañana, profesor Von Seeckt -añadió nerviosamente el doctor Cruise, como para dulcificar sus palabras.

– Está bien.

– ¿Quiere algo que…? -el doctor Cruise se interrumpió al ver que el anciano levantaba la mano.

– Estaré bien. No estoy sorprendido. Este año, cuando me hospitalizaron, me informaron de que probablemente ocurriría. Sólo quería confirmarlo y creo también que merecía el respeto de que fuera usted quien me lo dijera. Mi escolta me llevará a casa.

– Lo veré esta mañana en la reunión -dijo el doctor Cruise irguiéndose ante la indirecta implícita en las palabras de Von Seeckt.

– Buenos días, doctor.

Y con ello Werner von Seeckt se dirigió al vestíbulo del hospital, donde fue flanqueado inmediatamente por dos hombres en cazadora negra y pantalones de uniforme, con la mirada escondida detrás de unas gafas de sol.

Lo introdujeron en un coche que los esperaba y se dirigieron a la pista de la base aérea de Nellis, donde un pequeño helicóptero negro aguardaba para conducirlo en dirección noroeste. En cuanto el helicóptero despegó, Von Seeckt se reclinó en el asiento levemente acolchado y contempló el terreno que se desplegaba por debajo. El desierto norteamericano era su casa desde hacía ya más de cincuenta años, pero su corazón todavía suspiraba por las laderas cubiertas de árboles de los Alpes de Bavieria donde había crecido. Siempre esperó poder volver a ver su patria antes de morir, pero ahora sabía que ya no podría. Nunca le permitirían marcharse, aunque hubieran pasado tantos años.

Desplegó una hoja de papel en la que había escrito el mensaje que había encontrado en su buzón de voz mientras esperaba en la consulta del doctor Cruise: «poder sol; prohibido; lugar origen; nave, nunca más; muerte a todos los seres vivientes». Recordó la gran pirámide.

Von Seeckt se reclinó en el asiento. Todo regresaba otra vez, como en un gran círculo. Su vida volvía a estar donde la había dejado cincuenta años antes. La pregunta que había de hacerse a sí mismo era si había aprendido algo y si ahora estaba dispuesto a actuar de otro modo.

EL NIDO DEL DIABLO, NEBRASKA. 132 horas.

Debajo de la red de camuflaje que Turcotte había ayudado a tender durante la oscuridad, los mecánicos dejaron los helicópteros listos para volar: habían desplegado los rotores y los habían ajustado en su sitio. Los pilotos iban de un lado para otro haciendo las comprobaciones previas al vuelo.

Turcotte se encontraba tendido boca abajo en el perímetro de la primitiva pista de despegue, mientras realizaba una guardia de cuatro horas en la que controlaba la única carretera de asfalto que llevaba a la pista. La carretera estaba en mal estado. Entre las grietas habían crecido plantas y hierbas y parecía obvio que aquel lugar había sido abandonado hacía tiempo. Evidentemente, eso no significaba que no fuera posible que alguien subiera ahí arriba con un vehículo todoterreno y tropezara con ese punto de apoyo a la misión. Por ello, las órdenes de Turcotte eran detener a cualquiera que se acercase por la carretera.

La cuestión que todavía quedaba por responder -aunque Turcotte no la había pronunciado en voz alta- era el tipo de misión a la que aquel punto iba a prestar apoyo. Prague había dado órdenes durante toda la noche, pero eran de tipo inmediato, dirigidas a la seguridad de ese lugar, sin que revelaran en ningún momento qué harían en cuanto el sol se ocultara y fuese de noche.

EL CUBO, ÁREA 51 230 horas, 30 minutos

La sala de reuniones se encontraba a la izquierda del centro de control según se salía del ascensor. Estaba insonorizada y diariamente se rastreaba la presencia de micrófonos ocultos. El Cubo nunca había sufrido un incidente de seguridad y el general Gullick estaba decidido a mantener intacto ese récord.

Una gran mesa rectangular de caoba rodeada por doce butacas de piel ocupaba el centro de la sala. Gullick ocupaba la presidencia de la mesa y esperaba en silencio que se ocuparan las demás sillas. Observó cómo Von Seeckt entraba cojeando y se sentaba en la butaca del otro extremo de la mesa. Gullick ya sabía por el doctor Cruise que el estado terminal de Von Seeckt se había confirmado. Para Gullick aquello era una buena noticia. Aquel anciano hacía tiempo que había dejado de ser útil.

Gullick dirigió su atención a la persona más joven de la sala, sentada inmediatamente a su derecha. Era una mujer de escasa estatura y cabello negro, cara delgada y vestida de forma sobria con un traje gris. Era la primera reunión a la que asistía la doctora Lisa Duncan y, a pesar de que una de las dos prioridades del orden del día era informarle sobre el proyecto, para Gullick aquello no era prioritario. De hecho, en la coyuntura tan importante en que se encontraba el proyecto, le disgustaba tener que malgastar tiempo en poner al corriente a una persona nueva.

También se daba la circunstancia de que la doctora Duncan era la primera mujer que tenía acceso a aquella sala. Sin embargo, dado que ocupaba la silla reservada al asesor presidencial, por lo menos debía darse la impresión de respeto. Gullick se pasó los dedos de la mano izquierda por la cabeza rapada, acariciando la piel como si quisiera tranquilizar al cerebro que cubría. ¡Había tanto que hacer en tan poco tiempo! ¿Por qué habrían sustituido al asesor anterior? El predecesor de la doctora Duncan era un profesor de física, tan fascinado por lo que hacían arriba en el hangar, que nunca había causado problemas.

La semana anterior Kennedy, el representante de la CÍA, había informado a Gullick del nombramiento de la doctora Duncan y de su visita. Gullick ordenó al hombre de la CÍA buscar en el pasado de Duncan. Era una amenaza, Gullick estaba convencido de ello. Su repentino nombramiento y aquella primera visita no podían ser una coincidencia.

– Buenas tardes, señores y… señora -añadió Gullick con una inclinación de cabeza-. Les doy la bienvenida a esta reunión de Majic12. -El brazo de su silla llevaba incorporadas unas teclas. Gullick pulsó una de ellas y la pared situada detrás de él se iluminó con una imagen computerizada a gran escala. La misma imagen apareció en la consola horizontal que se hallaba en el extremo de la mesa, ante la vista exclusiva de Gullick:

«Presentación de la asesora presidencial. Estado actual de los agitadores. Estado actual de la nave nodriza. Proyecto de prueba de la nave nodriza».

– Éste es el orden del día de hoy. -Gullick miró a los presentes en la mesa-. Lo primero, ya que tenemos un nuevo miembro, es presentarse. Empezaré por mi izquierda y seguiremos en el sentido de las manecillas del reloj.

– Señor Kennedy, vicedirector de operaciones, de la Agencia Central de Inteligencia. Nuestro contacto con el servicio secreto.

Kennedy era el hombre más joven de la sala. Llevaba un elegante traje de tres piezas. Gullick pensó que si no fuera porque estaban a quinientos metros bajo tierra, llevaría gafas de sol. No le gustaba Kennedy por su edad y por su actitud agresiva, pero sin duda era necesario. Kennedy lucía un poblado pelo rubio y un bronceado intenso que parecía estar fuera de lugar ante los otros hombres que se hallaban en la mesa de reuniones.

– General de división Brown, vicedirector de personal, Fuerzas Aéreas. Las Fuerzas Aéreas tienen la responsabilidad global de la administración y la logística del proyecto y de la seguridad externa. General de división Mosley, vicedirector de personal, Ejército -siguió diciendo Gullick-. El Ejército proporciona personal de ayuda a la seguridad.