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– Me gustaría mucho -contestó ella-, pero primero desearía hablar un momento a solas con usted.

– Caballeros, si nos disculpan -dijo Gullick y añadió-: Personal señalado, por favor, esperen fuera.

– Hay varias cosas que no logro entender -dijo Lisa Duncan en cuanto la sala se desocupó.

– Hay varias cosas que no logramos entender -la corrigió el general Gullick-. La tecnología con la que trabajamos va por delante de nuestro tiempo.

– No me refiero a la tecnología -replicó Duncan-. Me refiero a la gestión de este programa.

– ¿Algún problema con ello? – preguntó Gullick en un tono gélido.

La doctora Duncan fue franca.

– ¿Por qué ese secretismo? ¿Por qué razón ocultamos todo esto?

Gullick se relajó ligeramente.

– Hay muchas razones para ello.

– Dígamelas, por favor -dijo la doctora Duncan.

Gullick encendió un puro sin atender a los avisos de «NO FUMAR» prendidos en las paredes de la sala de reuniones del Cubo. La burocracia del gobierno llegaba incluso a los lugares más secretos.

– Este programa se inició durante la Segunda Guerra Mundial, y por esta razón al principio se consideró confidencial. Luego siguió la guerra fría y, con ella, la necesidad de mantener esa tecnología, o lo que sabíamos de ella, fuera del alcance de los rusos. De hecho, un estudio llevado a cabo por nuestro personal revelaba que si los rusos hubieran descubierto entonces que disponíamos de esta tecnología, la balanza del poder se habría desequilibrado y tal vez se hubieran lanzado a una guerra nuclear preventiva. Yo diría que es una buena razón para mantener este secreto.

La doctora Duncan sacó un cigarrillo del bolso y, señalando con el dedo el cenicero, preguntó:

– ¿Le importa? -No esperó la respuesta y encendió el cigarrillo-. La guerra fría terminó hace más de media década, general. Continúe enumerando razones.

El músculo derecho de la mandíbula de Gullick se crispó.

– La guerra fría habrá terminado, pero existen todavía misiles nucleares de países extranjeros que apuntan a este país. Trabajamos con una tecnología que podría cambiar el curso de la civilización. Esto es suficiente…

– ¿Y no podría ser -interrumpió la doctora Duncan- que todo esto sea confidencial porque siempre lo ha sido?

– Entiendo lo que dice. -Gullick intentó una sonrisa conciliadora pero no funcionó. Pasó un dedo sobre la carpeta que contenía el informe de Kennedy sobre Duncan y tuvo que frenar el impulso de tirárselo a la cara-. Sería más sencillo entender el secretismo que rodea a Majic12 simplemente como un resto de la guerra fría, pero aquí existen implicaciones más profundas.

– ¿Como cuáles? -Duncan no esperó la respuesta-. ¿Una de esas implicaciones más profundas tal vez podría ser que este proyecto se creó de forma ilegal? ¿O quizá que la importación de gente como Von Seeckt para trabajar en él, que constituye una violación frontal de la ley y también de un decreto presidencial vigente en aquel tiempo, además de otras actividades realizadas desde entonces expondrían al personal implicado en este programa a sufrir persecución criminal?

Los números rojos brillantes incorporados a la mesa, junto a la pantalla del ordenador, señalaban 130 horas, 16 minutos. Eso era lo único que importaba a Gullick. Ya había hablado con algunos sobre cómo tratar a la doctora Duncan. Era el momento de empezar con lo que habían acordado.

– Lo que ocurriera hace cincuenta años no es asunto nuestro -dijo-. Nos preocupa el impacto que tendrá entre la población el conocimiento público de este programa.

El doctor Slayden, el psicólogo del programa -continuó-, forma parte del personal por este motivo. De hecho, vamos a mantener una reunión informativa con él, a las ocho de la noche en el despacho número doce. Él le explicará mejor el asunto, pero basta con decir que las implicaciones sociales y económicas de revelar al público lo que tenemos en el Área 51 son asombrosas. Tanto que, desde la Segunda Guerra Mundial, cada Presidente ha acordado el secretismo más absoluto acerca de este proyecto.

– Bueno, tal vez este Presidente -dijo la doctora Duncan- no piense igual. Los tiempos están cambiando. Se ha invertido gran cantidad de dinero en este proyecto y los beneficios han sido mínimos.

– Si logramos que la nave nodriza vuele -repuso Gullick-, habrá merecido la pena.

La doctora Duncan apagó el cigarrillo y se puso en pie.

– Eso espero. Buenos días, señor. -Se giró sobre sus altos tacones y se encaminó hacia la puerta.

En cuanto se hubo marchado, los hombres de Majic12 vestidos de uniforme y los representantes de la CÍA y la ORN volvieron a entrar. La actitud de Gullick distaba mucho de ser cordial.

– La doctora Duncan está husmeando. Sabe que aquí pasa algo más.

– El doctor Slayden debe darle datos sobre las implicaciones de la revelación del proyecto -dijo Kennedy.

– Le he hablado de la reunión con Slayden y ya tiene su informe por escrito -replicó Gullick-. No, no; está buscando algo más.

– ¿Cree usted que puede saber algo de Dulce? -preguntó Kennedy.

– No. Si hubiera alguna sospecha sobre ello ya lo sabríamos. Estamos conectados con todos los sistemas de espionaje del país. Tiene que haber algo más.

– ¿La operación Paperclip? -preguntó Kennedy.

– Ha dicho que Von Seeckt y otros habían sido reclutados de forma ilegal. -Gullick asintió-. Sabe demasiado. Si tiran de la manta demasiado fuerte podrían desenmarañarlo todo.

– Podemos ser más duros con ella, si es preciso -dijo Kennedy señalando el informe.

– Es la representante del Presidente -advirtió el general Brown.

– Necesitamos tiempo -sentenció Gullick-. Creo que la charlatanería psicológica del doctor Slayden la mantendrá ocupada. Si no… -Gullick se encogió de hombros-, podremos ser más duros. -Miró la pantalla del ordenador y, cambiando de tema, preguntó al director de la inteligencia naval-: ¿Cuál es el estado de Nightscape 967?

– Todo parece ir bien -respondió el contraalmirante Coakley-. El PAM está seguro y todos los elementos, en su sitio.

– ¿Y qué hay de la infiltración del periodista y el otro tipo la noche pasada? -quiso saber Gullick.

– Ya está todo limpio y, además, hemos obtenido un beneficio adicional de la situación -informó Coakley-. El apellido del otro era Franklin. Un aficionado a los ovnis. Fue una persona molesta durante mucho tiempo con sus publicaciones desde su casa en Rachel. Ya no tenemos que preocuparnos por él. Está muerto y tenemos una historia verosímil que lo cubre.

– ¿Cómo lograron penetrar en el perímetro externo? -exigió Gullick todavía no satisfecho.

– Franklin desatornilló las antenas de los sensores de cada lado de la carretera -respondió Coakley-. Lo sabemos por la grabadora que llevaba el periodista.

– Quiero que el sistema sea sustituido. Es anticuado. Hay que utilizar sensores láser en todos los caminos.

– Sí, señor.

– ¿Y el periodista?

– Ha sido trasladado a Dulce. Era un periodista independiente. Estamos trabajando en una historia que explique su desaparición.

– No volverá a ocurrir -dijo Gullick en un tono de voz autoritario.

– No, señor.

– ¿Y qué hay de Von Seeckt? -preguntó Kennedy-. Si sigue causando problemas, la doctora Duncan empezará a hacer más preguntas.

– Está resultando muy molesto -admitió Gullick, frotándose la sien-. Lo único que podemos hacer es acelerar un poco su reloj biológico. Encargaremos la misión al buen doctor y nos aseguraremos de que no vuelva a causar problemas. Hace tiempo que ha dejado de ser útil a este programa. Hablaré con el doctor Cruise.

EL NIDO DEL DIABLO, NEBRASKA. 230 horas.

– ¿Qué es eso? -preguntó Turcotte al hombre vestido con un traje gris de vuelo.