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– Un sistema de rayos láser -respondió sin más, cerrando la caja metálica donde se encontraba el sofisticado aparato que había llamado la atención de Turcotte.

Nunca había visto un aparato de láser que pudiera reducirse al tamaño de una maleta, pero el técnico no parecía dispuesto a hablar de tecnología. Una pregunta más que queda sin respuesta.

– Duerme un poco. Vas a necesitar el descanso -dijo Prague apareciendo de repente a sus espaldas-. Estaremos dispuestos para partir en cuanto oscurezca y luego no podrás dormir. -Prague sonrió-. Duerme bien, carnaza -añadió en alemán.

Turcotte se quedó mirándolo durante unos segundos y luego se dirigió hacia el lugar donde dormitaban los hombres de seguridad fuera de guardia, al abrigo que ofrecían varios árboles. Cogió un saco de dormir de GoreTex y se metió en él, cerrando la cremallera alrededor de su barbilla. Durante unos minutos pensó en todo lo que había visto hasta ese momento, preguntándose qué le habrían dicho a Prague de él. Finalmente, decidió que no sabía qué estaba ocurriendo, ni lo que Prague sabía y entonces desconectó el cerebro.

En cuanto se durmió, otras escenas ocuparon su mente. Las últimas palabras de Prague en alemán resonaban en su cerebro y Turcotte se sumió en un sueño con el eco de un arma y voces en alemán gritando de miedo y de dolor.

EL HANGAR, ÁREA 51 129 horas, 40 minutos

Lisa Duncan había leído las cifras y estudiado las fotografías secretas, pero éstas no fueron suficientes para emprender el alcance real de la operación. Mientras volaba hacia el Área 51 a bordo de uno de los helicópteros negros, había quedado impresionada por la larga pista y las instalaciones de la base en el exterior, pero eso no fue nada comparado con lo que vio oculto en su interior.

Tras tomar el ascensor para subir desde el Cubo, ella y su escolta de científicos entraron en una gran sala cavada dentro de la roca de la Groom Mountain. Era el hangar que tenía más de un kilómetro de longitud y medio de ancho. Tres de las paredes, el suelo y el techo, a cientos de metros sobre sus cabezas, eran de roca. El otro lado estaba formado por una serie de puertas correderas camufladas que se abrían hacia el extremo norte de la pista.

El tamaño real del hangar sólo podía apreciarse en ocasiones especiales, como ahora, cuando todos los espacios divisorios estaban abiertos y se podía mirar hacia adelante de un extremo a otro. La doctora Duncan se preguntó si lo habrían hecho para impresionarla. Si era así, lo habían conseguido.

Todavía estaba preocupada por su discusión con el general Gullick. Había sido informada de su misión por el asesor de seguridad nacional del Presidente e incluso él parecía no estar seguro de lo que se hacía en Majic12. De todos modos, a la doctora Duncan esto no la impresionaba. Cuando trabajaba con las empresas médicas a menudo había tenido que manejarse con la burocracia y le parecía que era una masa ingente de estructuras que se autopropagaban y que se servían sólo a sí mismas. Como Gullick le había dado a entender, Majic12 existía hacia cincuenta y cuatro años. Lo que no había dicho era que el Presidente para el que trabajaba la doctora Duncan llevaba allí sólo tres. Sabía que eso significaba que los miembros de Majic12 se creían implícitamente más legitimados que las autoridades elegidas para supervisar el proyecto.

La CÍA, la Agencia Nacional de Seguridad, el Pentágono… todo eran sistemas burocráticos que habían sobrevivido a numerosas administraciones y cambios en los aires políticos. Majic12 era otro más, sólo que más secreto. La cuestión, sin embargo, era ¿por qué Gullick y los demás tenían tanta prisa para que la nave nodriza volase? Aquella cuestión y otros rumores inquietantes acerca de las operaciones de Majic12 habían llegado a Washington, y ése era el motivo por el que ella se encontraba ahí. El programa ya tenía alguna mancha, como le había indicado a Gullick, pero era una mancha del pasado, había repuesto él. La mayoría de los hombres implicados en la operación Paperclip hacía tiempo que habían muerto. Debía averiguar qué estaba ocurriendo. Para hacerlo tenía que prestar atención, así que, cuando su guía habló, ella dejó a un lado sus preocupaciones.

– Este hangar lo construimos en mil novecientos cincuenta y uno -explicó el profesor Underhill, el experto en aeronáutica-. Con los años lo hemos ido ampliando. -Señaló con el dedo las nueve naves plateadas que yacían en sus respectivas plataformas-. Usted dispone de toda la información sobre cómo y dónde se encontraron los agitadores. En la actualidad funcionan seis de ellos.

– ¿Y qué hay de los otros tres? -preguntó ella.

– Son los que estamos examinando actualmente. Sacamos los motores para ver si podemos descubrir el modo en que fueron diseñados. Intentamos entender el sistema de control y de vuelo así como otro tipo de sistemas.

Ella asintió y siguió caminando a su lado por la parte posterior del hangar. Había trabajadores en cada nave, haciendo cosas cuyo propósito no resultaba evidente. Había estudiado la historia de aquellas naves, que al parecer habían sido abandonadas sin más en distintos lugares en algún momento del pasado. Considerando las condiciones de los emplazamientos donde se habían encontrado, se calculaba que de ello haría unos diez mil años. Sin embargo, las naves no parecían haber envejecido.

En la documentación había muy pocas respuestas sobre el origen, el propósito o los propietarios originales de la nave. Parecía que eso no les importaba mucho. A ella, por el contrario, le preocupaba, porque le gustaba hacer analogías y se preguntaba cómo se sentiría si dejaba su coche aparcado en algún lugar y al regresar a buscarlo se encontraba con que había sido robado y que alguien le estaba quitando el motor. Si bien los agitadores habían sido abandonados durante mucho tiempo, los siglos podían ser sólo un día o dos en la escala relativa del tiempo de los propietarios originales.

– ¿Por qué todos los llaman agitadores? -preguntó-. En la documentación se los denomina «naves atmosféricas de propulsión magnética», «NAPM» o, simplemente, «discos».

Underhill rió.

– Utilizamos NAPM para los científicos que precisan un nombre bonito. Nosotros los llamamos «discos» o «agitadores». La razón de este último nombre…, bueno, espere a verlos volar. Cambian la dirección muy rápidamente. La mayoría de las personas que los han visto piensan que los llamamos agitadores porque, cuando cambian de dirección, parecen chocar contra una pared invisible y así lo logran de forma rápida. Pero si habla con los pilotos que los condujeron en la primera prueba, sabrá que los llamaron agitadores por las fuertes sacudidas que sufrieron en su interior durante aquellas maniobras tan bruscas. Nos costó bastante acostumbrarnos a la tecnología y a los parámetros de vuelo para que los pilotos no resultaran heridos cuando la nave iba rápido. -Unterhill señaló una puerta metálica de la pared trasera e indicó-: Por aquí, por favor.

La puerta se abrió cuando se aproximaron. Dentro había una vagoneta para ocho pasajeros montada en un raíl eléctrico. Duncan subió al vehículo junto con Underhill, Von Seeckt, Slayden, Ferrell y Cruise. El coche se puso en marcha inmediatamente y pasaron por un túnel muy iluminado.

Underhill continuó haciendo las veces de guía.

– Hay algo más de seis kilómetros y medio hasta el hangar dos, donde encontramos la nave nodriza. De hecho, ésta es la razón por la que la base se encuentra aquí. La mayoría de la gente cree que escogimos este lugar porque se encuentra aislado pero, en realidad, eso fue simplemente un beneficio añadido.

»Esta parte de Nevada en principio se consideró como base para las primeras pruebas nucleares a principios de la Segunda Guerra Mundial, pero entonces los topógrafos descubrieron que las lecturas de algunos instrumentos se veían afectadas por un gran objeto metálico. Localizaron el lugar, excavaron y encontraron en el hangar dos lo que hoy llamamos nave nodriza. Quien fuese que dejó esta nave aquí, tenía la tecnología para crear un lugar suficientemente grande, dejarla y luego cubrirla.