Se detuvo en una tienda abierta las veinticuatro horas y compró dos paquetes de cigarrillos y un encendedor.
ÁREA 51.
Turcotte se abrochó el cinturón del asiento del avión e intentó ponerse cómodo. Desde que había abandonado la sala de control subterránea, hacía dos horas, había permanecido solo, esperando en una pequeña sala del hangar, hasta que pusieron la escaleras del 737 que volaba para Las Vegas y recogía a los trabajadores del turno de día. Se alegraba de marcharse de ahí. Lo primero que haría en Las Vegas después de que le cosieran la herida sería llamar a la doctora Duncan al número que había memorizado. Quería sacarse todo lo que llevaba en su interior. Luego esperaba poder dejar todo aquello atrás.
Observó a un anciano que subía a bordo acompañado por dos hombres jóvenes, cuya actitud hacía pensar que se trataba de guardaespaldas del hombre mayor. Pese a ser los únicos pasajeros, el anciano escogió un asiento delantero del avión situado en la fila opuesta a la de Turcotte. Los guardaespaldas, al parecer satisfechos de que no hubiera peligros inmediatos, se sentaron unas filas más atrás en cuanto la puerta del avión fue cerrada por el mismo hombre de expresión dura que cuarenta horas antes había recibido a Turcotte con el analizador de sangre. El hombre desapareció en la cabina.
– Están locos -murmuró el hombre en alemán con sus manos nudosas asidas a un bastón de puño de plata.
Turcotte no le hizo caso y miró por la ventana la base de la Groom Mountain. Incluso a esa distancia tan corta, menos de doscientos metros, era casi imposible adivinar el hangar que había en la ladera de la montaña. Turcotte se preguntó cuánto dinero se habría destinado a esa instalación. Por lo menos varios miles de millones de dólares. Pero, considerando que el gobierno de los Estados Unidos tenía un presupuesto para fondos reservados de entre treinta y cuatro y cincuenta mil millones al año, aquello era sólo una gota dentro del presupuesto.
– Todos morirán, como ocurrió la otra vez -dijo el anciano en un alemán perfecto, mientras meneaba la cabeza en señal de desaprobación.
Turcotte se volvió sobre su hombro. Uno de los guardaespaldas estaba dormido. El otro estaba enfrascado en la lectura de un libro de bolsillo.
– ¿Quién morirá? -preguntó Turcotte en el mismo idioma.
El anciano miró sorprendido a Turcotte.
– ¿Es usted uno de los hombres de Gullick?
– Lo fui -repuso Turcotte mientras levantaba la mano derecha dejando ver el vendaje empapado de sangre.
– ¿Y ahora quién es usted? -siguió el viejo en alemán.
Primero Turcotte pensó que había entendido mal la pregunta, pero luego se dio cuenta de que era eso exactamente lo que el anciano había preguntado. Él mismo le había estado dando vueltas a aquel interrogante en el transcurso de las horas negras de aquella mañana.
– No lo sé, pero aquí ya he terminado.
– Eso está bien. -El anciano pasó a hablar en inglés-. Éste no es un buen sitio donde estar, no con lo que tienen planeado. De todos modos, creo que ninguna distancia será suficiente.
– ¿Quién es usted?
– Werner von Seeckt -se presentó el anciano, inclinando su cabeza-. ¿Y usted?
– Mike Turcotte.
– Llevo trabajando aquí desde mil novecientos cuarenta y tres.
– Hoy es mi segundo día -dijo Turcotte.
Von Seeckt lo encontró divertido.
– No ha esperado mucho para meterse en líos -dijo-. ¿También va al hospital?
– Sí -asintió Turcotte-. ¿Qué ha dicho antes? ¿Que vamos a morir todos?
El ruido del motor aumentó cuando el avión llegó al final de la pista.
– Esos locos -dijo Von Seeckt haciendo un gesto hacia la ventana-. Juegan con fuerzas que no entienden.
– ¿Los platillos volantes? -preguntó Turcotte.
– Sí, los platillos. Nosotros los llamamos agitadores -explicó Von Seeckt-. Pero hay más, hay otra nave. ¿No ha visto la grande? ¿Verdad?
– No. Sólo he visto las que hay en este hangar.
– Hay otra mayor. Mucho mayor. Están intentando descubrir cómo volar con ella. Creen que si la ponen en marcha podrán ponerla en órbita y luego regresar. Y entonces ya no habrá ninguna necesidad de transportadores espaciales. Y, todavía peor, creen que se trata de una nave interestelar de transporte y que con llevar esa nave nodriza podremos saltarnos siglos de evolución. Se imaginan que podremos llegar a las estrellas sin tener que hacer descubrimientos tecnológicos para ello -Von Seeckt suspiró- o, quizás eso sea lo peor, sin la evolución social necesaria.
Los dos últimos días Turcotte había visto lo suficiente como para admitir que Von Seeckt estaba hablando en sentido literal.
– ¿Qué hay de malo en hacer volar esa cosa? ¿Por qué cree que eso pondrá en peligro el planeta?
– ¡No sabemos cómo funciona! -exclamó Von Seeckt dando un golpe en la moqueta con su bastón-. El motor es incomprensible. No saben ni siquiera cuál de los dispositivos que lleva es el motor. Es posible incluso que haya dos motores, dos sistemas de propulsión. Uno que sirva para el interior de un sistema solar o para la atmósfera del planeta y otro para cuando la nave se encuentre fuera, que podría tener un efecto importante en la gravedad de los planetas y las estrellas. Sencillamente, no lo sabemos. ¿Qué pasaría si nos equivocáramos y pusiéramos en marcha el equivocado?
»Quizá las naves interestelares crean sus agujeros propios a través de los que se impulsan. Tal vez. Así pues, podría ocurrir que hiciésemos un agujero en la Tierra. Algo fatal. ¿Y si surca por las ondas gravitatorias? ¿O si, al surcarlas, las afecta de algún modo? Imagínese lo que podría provocar eso. ¿Qué pasaría si perdiésemos el control? ¿Y quién puede asegurar que el motor funciona perfectamente todavía? Es una falacia de la lógica inductiva decir que, como los agitadores funcionan, la nave nodriza también lo hará. De hecho, ¿qué pasaría si estuviera averiada y al ponerla en marcha se provocara su autodestrucción? -Von Seeckt se inclinó hacia adelante y dijo en voz baja-: En mil novecientos ochenta y nueve estábamos trabajando en uno de los motores de los agitadores. Lo habíamos extraído de la nave y lo habíamos colocado en un soporte. Los hombres que trabajaban en él comprobaban las tolerancias y los parámetros de funcionamiento.
»¡Y vaya si dieron con las tolerancias! Lo pusieron en marcha y se soltó del soporte que lo sostenía. No habían reproducido correctamente el sistema de control y no pudieron desactivarlo. Se precipitó contra la pared y mató cinco hombres. Cuando por fin se detuvo, había penetrado unos veinte metros en la roca dura. Se precisaron dos semanas para perforar aquella roca y extraerlo. No estaba dañado para nada.
»Ya lo he visto otras veces. Nunca aprenderán. Yo lo comprendí la primera vez. Estábamos en guerra. Entonces era necesario tomar medidas extremas de precaución. Pero ahora no hay guerra. ¿A qué viene todo este misterio? ¿Por qué? ¿Para qué ocultamos todo eso? El general Gullick dice que es porque la gente no lo entendería, y sus compinches elaboran todo tipo de estudios psicológicos para justificarlo, pero yo no lo creo. Lo esconden porque lo han escondido durante tanto tiempo que ya no pueden revelar todo lo que han estado haciendo sin decir que el gobierno ha estado mintiendo durante años. Lo esconden porque el conocimiento es poder y los agitadores y la nave nodriza son el poder máximo. -Mientras Von Seeckt hablaba, el avión tomaba velocidad y se desplazaba por la pista-. Antes todo tenía sentido. Pero algo ha cambiado durante este año. Todos actúan de un modo extraño.
Turcotte había advertido algo que Von Seeckt había dicho antes.
– ¿Qué quiere decir con «la primera vez»?
– Llevo mucho tiempo trabajando para el gobierno de Estados Unidos -dijo Von Seeckt-. Tenía ciertos… -Von Seeckt se interrumpió- conocimientos y experiencia de lo que necesitaban y ellos me, bueno, reclutaron a mediados del cuarenta y dos. Y me vine a Occidente, a Los Álamos, en Nuevo México.