– La bomba -dijo Turcotte.
– Sí -asintió Von Seeckt-. La bomba. En el cuarenta y tres estuve en Dulce, en Nuevo México. Allí es donde se efectuaba el trabajo verdadero. En Los Álamos vivían del trabajo que nosotros les facilitábamos. Era muy, muy secreto. Estaba todo muy compartimentado. Fermi había construido ya la primera pieza, incluso antes de aprovechar los conocimientos que yo aporté. Su experimento de reacción en cadena les dio la materia prima. Yo les proporcioné la tecnología.
– ¿Usted…? -preguntó Turcotte. El avión iba ganando altura-. ¿Cómo podía saber…?
– Tal vez haya otra ocasión para esa historia -repuso Von Seeckt levantando el bastón-. Trabajamos sin parar hasta mil novecientos cuarenta y cinco. Pensábamos que lo teníamos todo controlado, igual que ellos piensan que entienden la nave nodriza. La diferencia es que entonces había una guerra. Y, aun así, hubo quien argüía que no debíamos probar la bomba. Sin embargo, los del poder estaban cansados. Entonces murió Roosevelt. No habían informado ni siquiera al vicepresidente Truman. El secretismo extremo casi les costó el puesto. El secretario de Estado tuvo que presentarse ante él y contarle lo de la bomba al día siguiente de la muerte del Presidente.
»Cuando comprendió la importancia de lo que se le estaba explicando, Truman autorizó la prueba. No creo que le informaran por completo de las probabilidades de un desastre, igual que ahora mantienen desinformado al Presidente. Entonces aprovechamos la oportunidad.
Von Seeckt musitó algo en alemán que Turcotte no pudo entender y luego continuó en inglés.
– En el comité Majic hay una asesora presidencial, pero hay muchas cosas que no se las dicen. Sé que no le han dicho nada de las misiones Nightscape. Creen que esta operación, y tantas otras cosas secretas del gobierno, trasciende el alcance de los políticos, que pueden desaparecer a los cuatro años.
Turcotte no respondió. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que el país era conducido por burócratas que se mantenían en sus posiciones acomodadas durante décadas, y no por los políticos que iban y venían. Por lo menos ahora empezaba a entender por qué la doctora Duncan lo había enviado para infiltrarse en Nightscape.
– El dieciséis de julio del año mil novecientos cuarenta y cinco -siguió diciendo Von Seeckt-, a las cinco y treinta de la mañana estalló la primera arma atómica hecha por el hombre. La colocamos en una torre de acero del desierto, a las afueras de la base aérea de Alamogordo. Nadie sabía a ciencia cierta qué iba a ocurrir. Había quien creía, entre ellos algunos de los cerebros más privilegiados de la humanidad, que sería el fin del mundo. Que la bomba iniciaría una reacción en cadena que no pararía hasta haber consumido el planeta. Otros pensaban que no ocurriría nada. Todo fue más arriesgado de lo que la historia nos hace creer. ¡Estábamos jugando con una tecnología que no habíamos desarrollado!
Eso confundió a Turcotte. Siempre había creído que los Estados Unidos habían desarrollado la bomba atómica desde cero. No pudo detenerse en ello porque Von Seeckt continuó hablando.
– Éramos como niños que jugaban con algo que creían conocer. ¿Qué habría ocurrido si se hubiera producido un error? ¿Si hubiésemos conectado el cable rojo donde tenía que ir el azul? Aun en el caso de que funcionara, no sabíamos dónde estaban los límites. ¿Sabe lo que Oppenheimer dijo que pensó aquella mañana? -Von Seeckt no esperó la respuesta-. Pensó en un dicho hindú: «Me he vuelto muerte, el destructor del mundo». Y lo conseguimos. Todo funcionó tal como habíamos planeado. Logramos controlar la muerte, porque la bomba no inició una reacción en cadena y su efecto sólo se produjo en aquella torre sin mayores repercusiones. Funcionó.
– ¿Por qué me cuenta todo esto? -preguntó Turcotte.
– Porque, como ha dicho, aquí ya ha terminado. Yo estoy muriéndome y ya no me queda nada. -Von Seeckt calló durante unos minutos mientras el avión se desplazaba por la oscuridad de las primeras horas de la mañana-. He vivido en la ignorancia y el miedo durante toda la vida, pero ahora ya no temo nada. Aunque me ve, yo ya estoy muerto; sólo ahora, al mirar atrás desde una perspectiva distinta, veo que he estado muerto durante todos esos años -se volvió-. Usted es joven y tiene la vida por delante, y allí abajo ellos actúan como dioses y alguien tiene que detenerlos. Faltan cuatro días para que intenten poner en marcha la nave nodriza a la máxima potencia. Cuatro días. Cuatro días para la destrucción.
Turcotte hizo varias preguntas pero Von Seeckt no quiso responder. El resto del viaje transcurrió en silencio.
AEROPUERTO MCCARREN, LAS VEGAS.
Todavía estaba oscuro. Kelly esperaba en la terminal, mirando la pista. Un avión pasó ruidoso por encima de su cabeza; las luces de la pista le permitieron distinguir la franja roja pintada en el fuselaje. El avión tocó tierra, pero no se dirigió hacia la terminal. Fue hacia una zona situada a poco menos de quinientos metros de distancia, oculta tras una verja hecha con tablillas verdes. Hora de llegada.
Kelly corrió por la terminal principal esquivando turistas y salió al exterior en una estampida. Subió al coche alquilado que había dejado sobre el bordillo y se metió en el bolsillo el papel que había en el limpiaparabrisas. Siguió la ruta de servicio del aeropuerto y discurrió en paralelo por la verja verde; al aproximarse a una puerta se detuvo. Apagó el motor y las luces. En el horizonte se levantaba el leve resplandor del amanecer.
– ¿Y ahora qué? -se preguntó. Abrió una cajetilla de tabaco que había comprado y encendió un pitillo. La primera calada fue terrible para su garganta. Sintió náuseas y malestar. La segunda fue mejor.
– En tres años, al hoyo -musitó.
Un autobús se acercó a la puerta y ésta se abrió para que entrara. Kelly abrió la puerta de su coche y apagó el cigarrillo. Justo antes de que la puerta se cerrase, salió una camioneta de cristales oscuros.
– Mierda -dijo Kelly saltando de nuevo al coche. En cuanto la camioneta dobló la esquina logró poner en marcha el coche y seguirla. La camioneta giró en Las Vegas Boulevard y avanzó en dirección norte. Pasaron el Mirage, el Caesars Palace y otros casinos famosos que adornaban la calle. Al llegar al final de la ciudad, la camioneta torció hacia la derecha para entrar en la puerta principal de la base aérea de Nellis.
Kelly tomó una decisión rápida y se sumió en el flujo intenso de tráfico de las primeras horas de la mañana en el lugar. El guarda le hizo una señal para que se detuviera, como Kelly ya esperaba, pues en su coche de alquiler no llevaba un adhesivo de acceso. Pero estaba preparada.
– ¿Podría decirme cómo puedo llegar al oficial de relaciones públicas? -preguntó mostrando la tarjeta de prensa mientras la línea de coches se apelotonaba detrás de su coche. Todavía distinguía la camioneta.
El guarda se lo indicó rápidamente y le dio paso para mantener el tráfico fluido. Kelly vio la camioneta y la siguió hacia donde se dirigía.
Le sorprendió verla aparcada delante de un edificio situado junto al hospital. Kelly pasó por delante, hizo un cambio de sentido y luego aparcó delante de una clínica dental que había al otro lado de la calle.
La puerta lateral de la camioneta se abrió y de ella se apearon dos hombres vestidos con cazadora, un anciano apoyado en un bastón y un hombre que llevaba un anorak sucio y roto.
Los cuatro desaparecieron tras la puerta. Kelly se reclinó y practicó lo que su padre le decía que era la cualidad más importante que debía tener una persona: la paciencia.
Dentro del anexo al hospital el hombre de la bata blanca fue breve y conciso