– Soy el doctor Cruise. Por favor, profesor Von Seeckt, tome asiento en la consulta número dos. Usted -dijo señalando a Turcotte-, sígame.
Los guardas se quedaron en la sala de espera.
Turcottte siguió al médico a la consulta número uno. Turcotte calculó que el doctor Cruise tendría unos cincuenta años. Lucía un pelo canoso muy bien cuidado y unas gafas caras. Parecía estar en buena forma y era eficaz y frío en su trato con los enfermos.
– Desnúdese hasta la cintura -ordenó Cruise.
Turcotte recordó el apodo que Prague le había dado, carnaza. Empezaba a creer que lo había hecho a propósito. Mientras observaba al doctor Cruise que preparaba una inyección con un calmante, Turcotte se dijo que si tuviera acceso al equipo médico apropiado, preferiría coserse la herida él mismo. En los ejercicios de entrenamiento había sufrido heridas más graves.
– ¿Ha visto al piloto que resultó herido? -preguntó Turcotte mientras el doctor Cruise le aplicaba la inyección en el costado.
– Sí.
Turcotte esperó unos segundos pero el médico no continuaba.
– ¿Cómo está?
– Fractura craneal. Algún coágulo en el cerebro. Tuvo suerte de que quien fuera que estuviese con él no le quitara el casco, si no no hubiera llegado aquí con vida.
«La suerte no tiene nada que ver», pensó Turcotte, pero sólo dijo:
– ¿Ha recobrado la conciencia?
– No. -El doctor Cruise apartó la jeringuilla y tomó una aguja quirúrgica. Parecía tener otras preocupaciones. Turcotte miró distraídamente cómo el doctor Cruise empezaba a coser los extremos del desgarro de su costado. Consideró su situación. Si Prague había sospechado de él, esa sospecha no había pasado a mayores pues obviamente los guardaespaldas estaban para Von Seeckt. Esto significaba que estaría libre en cuanto hubiera terminado allí.
– Espere aquí -le ordenó el doctor Cruise cuando acabó de colocarle un vendaje en el brazo, y se marchó a la oficina de la puerta siguiente.
Se oyó el portazo, pero la puerta no se cerró por completo de modo que quedó ligeramente entreabierta. A través del espejo que había sobre la camilla, Turcotte podía ver la oficina. El doctor Cruise estaba ante el lavamanos, limpiándose las manos. Cuando terminó, apoyó las manos en el borde del lavabo y se miró al espejo mientras se decía algo a sí mismo.
A Turcotte eso le pareció extraño. Acto seguido, el doctor Cruise hurgó en su bata y sacó una jeringa con una cubierta de protección de plástico sobre el extremo. Miró la aguja, sacó la caperuza, tomó aire y salió del despacho por otra puerta situada más lejos, llevando la jeringuilla con mucho cuidado.
Turcotte saltó de la camilla y abrió lentamente la puerta del despacho del doctor Cruise. Miró alrededor. Había algunos papeles en el escritorio. Entonces vio una carpeta con el nombre de Von Seeckt en la etiqueta. La abrió.
El primer documento era un certificado de defunción firmado por el doctor Cruise con la fecha del día en el bloque de la derecha. Causa de la muerte: fallo respiratorio.
Turcotte tomó el tirador de la puerta de la consulta número dos y entró violentamente. El doctor Cruise se quedó petrificado con la aguja a unos pocos centímetros del brazo del anciano.
– ¡No se mueva! -le ordenó Turcotte sacando su Browning High Power de 9 mm de la funda de su cintura.
– ¿Qué cree que está haciendo? -exclamó altanero el médico.
– Deje esa jeringa -ordenó Turcotte.
– Informaré de ello al general Gullick -dijo el doctor Cruise colocando cuidadosamente la jeringa en la mesilla.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Von Seeckt en alemán.
– Lo sabremos en un segundo -dijo Turcotte mientras, apuntando con el cañón de la pistola al doctor Cruise, se acercaba y cogía la jeringuilla.
– ¿Qué hay aquí? -preguntó.
– Su tratamiento -repuso el doctor Cruise con los ojos clavados en la inyección.
– Entonces, no puede hacerle ningún daño a usted ¿verdad? -preguntó Turcotte con una sonrisa terrorífica, al tiempo que dirigía la punta a la garganta del médico.
– Yo, bueno, no, pero… -El doctor Cruise se quedó paralizado al sentir la punta en la piel.
– ¿Esto no podría causar un fallo respiratorio? ¿Verdad?
– No -contestó el doctor Cruise con los ojos abiertos y mirando el metal reluciente y el tubo de cristal.
– Entonces, no pasa nada si le inyecto una dosis -dijo Turcotte mientras introducía la punta en la garganta del médico.
El rostro del doctor Cruise se empapó de sudor cuando el pulgar de Turcotte se posó sobre el émbolo.
– ¿Ningún problema, verdad doctor?
– No, por favor, no lo haga -musitó el doctor Cruise.
– ¿Qué pasa, doctor Cruise? -Von Seeckt no parecía sorprendido. Se estaba colocando la camiseta-. Mi amigo, el de la jeringa, ha tenido una mala noche. Yo no lo provocaría haciendo alguna imprudencia.
– Es insulina.
– Y ahora dígame, por favor, lo que me habría provocado -solicitó Von Seeckt.
– Una sobredosis haría que su corazón dejara de funcionar -dijo el doctor Cruise.
– Su certificado de fallecimiento está ya cumplimentado en la mesa de este buen doctor -dijo Turcotte mirando a Von Seeckt-. Ya lo ha firmado. Lo único pendiente era la hora de la muerte, pero la fecha es de hoy.
– Después de tantos años… -Von Seeckt hizo un signo de desaprobación con la cabeza-. Y usted se dice médico -añadió negando con la cabeza frente al doctor Cruise-. Sabía que el general Gullick era perverso, pero usted lo supera. Usted juró preservar la vida.
– ¿Ha sido orden de Gullick? -preguntó Turcotte.
El doctor Cruise estuvo a punto de asentir con la cabeza pero, con la jeringa clavada en el cuello, lo pensó mejor.
– Sí.
Turcotte extrajo la aguja, pero antes de que el médico pudiera suspirar de alivio le propinó un golpe en la sien con el codo. El doctor Cruise cayó al suelo inconsciente.
– Gracias, amigo -dijo Von Seeckt. Se puso la chaqueta y tomó el bastón-. ¿Y ahora?
– Ahora hay que largarse de este infierno. Sígame.
Abrió la puerta y entró en la sala de espera con la pistola por delante. Allí sólo había un guarda leyendo una revista. Levantó la mirada y se quedó muy quieto.
– Las llaves de la camioneta -le ordenó Turcotte-. Con la izquierda. -El guarda sacó lentamente las llaves del bolsillo-. Déjalas en la mesa y ponte de rodillas, cara a la pared. -El hombre lo hizo-. Cójalas, profesor -dijo Turcotte. Fue hacia la puerta con su arma en guardia-. ¿Dónde está tu compañero?
El hombre no dijo nada, algo que Turcotte en su lugar también hubiera hecho. Con la empuñadura de la pistola, Turcotte asestó un golpe en la parte posterior de la cabeza del hombre y éste cayó al suelo.
– Vámonos.
Turcotte abrió cuidadosamente la puerta exterior y miró hacia fuera. Los cristales tornasolados le impedían ver si el otro guardia estaba dentro de la camioneta aparcada. Turcotte introdujo la mano con el arma en el bolsillo de su anorak. Salió con Von Seeckt directamente hacia la camioneta y abrió la puerta lateral. No había nadie.
– Entre.
Al otro lado de la calle, Kelly observó a los dos hombres que entraban en la camioneta; el más joven llevaba un arma en la mano. Fijó la vista y vio al otro hombre, el guarda que había salido a fumar hacía unos minutos, que se volvía y avanzaba hacia la parte delantera del edificio.
Turcotte hizo girar la llave y no pasó nada. Lo intentó de nuevo.
– Mierda -musitó.
Von Seeckt se inclinó hacia adelante y señaló un pequeño aparato situado debajo del volante.
– Protector electrónico antirrobo -explicó-. Aquí se coloca un pequeño elemento conductor. Sin él, no hay energía eléctrica. Lo empezaron a instalar…
– Está bien, está bien -lo interrumpió Turcotte. No había observado que el conductor lo quitara y no estaba en el llavero. Miró hacia atrás, a la puerta de entrada a la clínica. Una sombra cruzó su visión periférica: el otro guarda volvía por la esquina del edificio.