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Peter Nabinger no tenía tiempo para bucear y observar esos bloques. Por otra parte, ya había visto fotografías de ellos. Había ido hasta allí para visitar a la mujer que había tomado las fotografías y que luego se quedó para proseguir su estudio.

Mientras recorría el corto trayecto que separaba el pequeño aeropuerto de pista de tierra del pueblo donde vivía Slater, Nabinger recordó la única ocasión en que había visto a aquella mujer. Fue en una conferencia arqueológica en Charleston, en Carolina del Sur. Slater presentó una ponencia sobre las piedras que se habían hallado en las aguas poco profundas de la isla donde vivía. No fue bien recibida, no porque su trabajo preliminar o su investigación fueran incorrectos, sino porque algunas de las conclusiones que proponía atentaban contra la tendencia predominante en el mundo de la arqueología académica.

Lo que fascinó a Nabinger fue que algunas diapositivas de Slater mostraban formas de runa superior grabadas en los bloques de piedra sumergidos. Consiguió las copias de las diapositivas, y éstas lo ayudaron a descifrar unos cuantos símbolos más de runa superior. Sin embargo, la glacial y hostil acogida que tuvo la presentación reafirmó a Nabinger en su actitud de mantener ocultos sus propios estudios.

Nabinger se secó el sudor de la frente y se ajustó la mochila. Durante la conferencia Slater no pareció especialmente molesta por los ataques contra sus teorías. Sonrió, recogió sus cosas y regresó a su isla. Su actitud parecía decir que, por ella, podían creerlo o no creerlo. Hasta que alguien propusiera una idea mejor y pudiera justificarla, ella se mantendría en la suya. A Nabinger le impresionó esa actitud de seguridad. Naturalmente, ella no tenía un consejo de dirección de un museo o un consejo de evaluación académica mirando por encima de la espalda, así que podía permitirse el lujo de mantener las distancias.

Miró la tarjeta que ella le había dado en aquel congreso cuando le pidió fotocopias de las diapositivas; un pequeño mapa fotocopiado indicaba el camino hacia su casa.

– En mi isla las calles no tienen nombre -le dijo-. Si no sabe adonde quiere ir no lo encontrará jamás. Pero no se preocupe, puede ir a pie a cualquier lugar, tanto desde el aeropuerto como desde el muelle.

Nabinger distinguió una melena de cabellos blancos en un jardín de plantas verdes que rodeaban una pequeña vivienda campestre. Cuando la mujer se giró, reconoció a Slater. Ella puso una mano sobre los ojos a modo de visera y lo observó llegar. Slater, que había rebasado los sesenta años, se había acercado tarde a la arqueología, tras retirarse de su carrera como abogada especializada en derechos mineros y geológicos que representaba a varios grupos ecologistas; ése era otro motivo por el que podía permitirse seguir su propio camino, algo que también resultaba irritante para la vieja guardia de la arqueología.

– Buenos días, joven -dijo en voz alta en cuanto él se acercó.

– Señora Slater, soy…

– Peter Nabinger, del museo de Brooklyn -lo interrumpió ella-. Puede que sea vieja y decrépita, pero todavía tengo memoria. ¿Se equivocó de dirección al cruzar el Nilo? Si no recuerdo mal, ésa es su especialidad.

– Acabo de llegar aquí procedente de El Cairo, luego he tomado el avión de Miami -repuso Nabinger.

– ¿Té frío? -preguntó Slater desde la puerta haciéndole un gesto con la mano para que entrara.

– Gracias.

Entraron en la sombra fresca de la casa. Era un pequeño bungaló muy bien decorado, con libros y papeles apilados por todas partes. Sacó una pila de papeles de una silla plegable.

– Siéntese, por favor.

Nabinger se sentó y tomó el vaso que ella le ofreció. Slater se sentó en el suelo apoyando la espalda contra un diván cubierto de fotografías

– ¿Y qué lo ha traído hasta aquí, señor Egipto? ¿Quiere más fotos de los grabados de las piedras?

– Recordé la ponencia que presentó en Charleston el año pasado -empezó a decir Nabinger sin saber cómo conseguir lo que necesitaba.

– Eso fue hace once meses y seis días -replicó Slater-.

Quiero pensar que su cerebro funciona un poco más rápidamente, si no, nos espera un día muy largo. Por favor, señor Nabinger, usted ha venido aquí por alguna razón. No soy su profesora del colegio. Puede hacerme preguntas, aunque le parezcan estúpidas. He hecho muchas preguntas estúpidas en mi vida y nunca me he arrepentido de ninguna. En cambio, sí me arrepiento de las veces que cerré la boca cuando tendría que haber hablado.

Nabinger asintió.

– ¿Conoce algo sobre el culto de los nazis a Thule?

– Sí -Slater bajó lentamente el vaso y se quedó pensativa un momento-. ¿Sabe usted que hace unos diez años hubo una gran controversia entre la comunidad médica por utilizar algunos datos históricos para estudiar la hipotermia? -No esperó una respuesta-. Los mejores datos documentados sobre la hipotermia los aportaron los médicos nazis, pues zambullían a los prisioneros de los campos de concentración dentro de cubas de agua helada y luego medían las constantes vitales, que iban disminuyendo hasta desaparecer. A algunos los sacaban del agua antes de que se murieran e intentaban reanimarlos calentándolos de distintos modos, que nunca funcionaban. No es precisamente lo que un investigador médico típico debe hacer, pero es realista si lo que interesa es la exactitud.

»La decisión que tomó la comunidad médica norteamericana fue que los datos obtenidos de este modo tan brutal e inhumano no debían emplearse, incluso aunque ello impidiera el avance de la ciencia médica actual y salvar vidas. No sé qué le parece eso. Yo misma no sé qué pensar. -Slater hizo una pausa y sonrió-. Bueno, ahora soy yo la que divaga. Pero tiene que entender la situación. Naturalmente, he leído los papeles y la documentación disponible sobre el culto de Thule y la fascinación de los nazis por la Atlántida. Forma parte de mi área de estudio. Pero hay quien se opondría violentamente a emplear ese tipo de información por lo que, por muy excéntricas que parezcan mis teorías, he tenido que mantener esa particular fuente de información fuera de mis ponencias y presentaciones.

– ¿Qué descubrió? -preguntó Nabinger inclinándose hacia adelante.

– ¿Por qué quiere saberlo?

Nabinger buscó en su mochila y sacó su cuaderno de notas. Le mostró el dibujo y el borrador de la traducción.

– Esto procede de la pared en la cámara inferior de la gran pirámide.

Miró su reloj. En una hora y media tenía que tomar el avión de regreso a Miami. Empezó a contar rápidamente la historia de Kaji según la cual los alemanes habían abierto la cámara en 1942 y terminó enseñándole la daga de Von Seeckt. Luego describió sus esfuerzos para descifrar la runa superior y el mensaje que había obtenido de la pared de la cámara.

Slater lo había dejado hablar.

– Esa referencia a un lugar de origen, ¿cree que es una referencia a un lugar al otro lado del Atlántico?

– Sí. Y por eso estoy aquí. Porque los alemanes, si es verdad que entraron en la cámara en mil novecientos cuarenta y dos, algo de lo que todavía no estoy convencido a pesar de la daga, tuvieron que obtener información sobre la cámara en algún lugar. Tal vez los alemanes encontraran un texto que les permitió llegar hasta esa cámara, si es que usted me sigue.

– Lo sigo. -Slater le devolvió el dibujo-. A principios de la Segunda Guerra Mundial, los submarinos alemanes tuvieron mucha actividad en la costa este de los Estados Unidos y también aquí, en mi isla. Hundieron algunos barcos pero también llevaron a cabo otras misiones. Igual que usted ha hablado con ese tal Kaji de Egipto, yo lo he hecho con algunos viejos pescadores de las islas, que conocen las aguas y la historia. Dicen que en mil novecientos cuarenta y uno hubo muchos avistamientos de submarinos alemanes moviéndose por las islas. No parecían interesados en cazar barcos, aquí estamos alejados de todas las rutas marítimas principales, sino más bien en encontrar algo en las aguas que rodean las islas. -Slater se volvió, buscó detrás de ella y recogió algunas fotografías-. Creo que encontraron esto.