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»Sin embargo, pronto no será legal venir aquí, -prosiguió Franklin-. Las Fuerzas Aéreas pretenden obtener también este terreno. En cuanto lo consigan, el lago ya no podrá verse desde ningún punto del territorio público. Y apuesto algo a que no está permitido sobrevolar esta área. Durante este año han embargado unas cuantas tierras por aquella zona. -Señaló hacia el norte-. La oficina de gestión del territorio era la que las controlaba. A veces iba allí a observar. -Franklin tendió la mano a Simmons cuando llegaron al final del atajo y comenzaba propiamente la montaña-. Lo querían todo, pero la ley dice que a partir de cierto número de hectáreas ha de haber juicio, de forma que durante estos últimos años las Fuerzas Aéreas han ido embargando hasta el límite y probablemente lo hagan de nuevo este año, hasta que consigan lo que quieren, trozo a trozo.

A Simmons le habría gustado preguntar más cosas, pero estaba sin aliento para hacer otra cosa más que proferir una especie de gruñido.

– Todavía nos quedan otros doscientos cincuenta metros hacia arriba, -dijo Franklin.

EL CUBO, ÁREA 51. 243 horas, 37 minutos.

La sala subterránea medía veinticuatro por treinta metros y sólo podía accederse a ella desde los grandes hangares recortados en la ladera de Groom Mountain mediante un ascensor de gran tamaño. Quienes trabajaban en ella, que, además de los miembros de Majic12, es decir, el comité de control de todo el proyecto de Dreamland, eran los únicos que sabían de su existencia, la llamaban el Cubo. Este nombre resultaba más fácil para la lengua que el nombre oficial de la sala, centro de comando y control, cuya abreviatura oficial era CCC o C3.

– Tenemos dos puntos calientes en el sector alfa cuatro, -anunció uno de los hombres que controlaban el banco de monitores de ordenador.

Había tres filas de consolas con ordenadores. En la pared central había una pantalla de seis metros de ancho por tres metros de altura que dominaba la sala. En ella podía visualizarse toda la información que se quisiera, desde mapas del mundo hasta imágenes de satélite.

El jefe de operaciones del Cubo, el mayor Quinn, echó un vistazo por encima del hombro de su subordinado. Quinn era de estatura y complexión medianas. Tenía el pelo rubio y escaso y lucía unas grandes gafas de carey con lentes bifocales para ver de cerca y de lejos. Se pasó la lengua por los labios con nerviosismo y miró a la figura que se encontraba al final de la sala y que estaba sentada frente a la consola de control principal.

A Quinn le molestaba tener intrusos husmeando precisamente esa noche. Había muchas cosas planeadas y, lo más importante, el general Gullick, el comandante del proyecto, estaba allí, y su presencia ponía nervioso a todo el mundo. La butaca del general estaba situada sobre una tarima, de forma que podía ver desde arriba todo lo que ocurría abajo. Por detrás ella se abría una puerta que conducía a un pasillo, el cual desembocaba en la sala de conferencias, la oficina y las habitaciones de Gullick, las salas de descanso y una pequeña cocina. El ascensor estaba situado a la derecha de la galería principal. En la sala reinaba el ruido de los equipos y el leve silbido que hacía el aire filtrado que era enviado a la sala por los grandes ventiladores del hangar superior.

– ¿Qué ha pasado con los sensores?- preguntó Quinn mientras hacía comprobaciones en su propio terminal portátil-. Detecto una avería en la carretera.

– Yo no sé nada de la carretera, -informó el operador-. Pero están ahí, -añadió apuntando a su pantalla-. Tal vez hayan venido andando para evitar los sensores.

Los perfiles brillantes de los dos hombres se distinguían perfectamente. El radar térmico situado en una montaña a seis kilómetros al este de la White Sides Mountain enviaba una imagen excelente a aquella habitación a sesenta y un metros por debajo de la Groom Mountain, una montaña que se encontraba a siete kilómetros y medio de donde estaban los dos hombres. En ese terreno el radar térmico era muy eficaz para detectar gente por la noche. El descenso rápido de temperaturas al anochecer hacía que la diferencia de calor entre los seres vivos y el terreno circundante fuera grande.

Quinn tomó aire. Algo no iba bien. Significaba que dos hombres habían traspasado el límite de seguridad externa constituido por la policía de seguridad de las Fuerzas Aéreas, -los denominados «camuflados» por los locales-, de acreditación baja y con autorización para obligarlos a marcharse o para llamar al sheriff. Como la policía de seguridad de las Fuerzas Aéreas desconocía lo que realmente se hacía en el Área 51, el uso de ese cuerpo se restringía al perímetro externo. Quinn no quería avisar todavía al personal de seguridad interna porque ello exigiría informar de la intrusión al general. Por otra parte, algunos de los métodos que empleaba el personal de seguridad interna le resultaban cada vez más inquietantes.

Quinn decidió tratarlo con la máxima discreción posible.

– Avise a la policía de seguridad.

– Los intrusos se encuentran dentro del perímetro externo, -protestó el operador.

– Lo sé, -dijo Quinn en voz baja-. Pero vamos a intentar guardar el secreto. Podemos enviar una pareja de la policía de seguridad en tanto que los intrusos se mantengan a ese lado de la montaña.

El operador se volvió y dio las órdenes por su micrófono.

Quinn se enderezó en cuanto el general Gullick volvió la vista de la gran pantalla. En ese momento ésta presentaba la superficie del mundo en la forma de un mapa en el sistema Mercator.

– ¿Situación? -preguntó bruscamente el general.

Tenía una voz grave que a Quinn le recordó a James Earl Jones. Gullick descendió los escalones metálicos de su sitio y avanzó hacia Quinn. El general medía casi dos metros y se mantenía todavía tan erguido como en sus tiempos de cadete en la academia de las Fuerzas Aéreas hacía treinta años. Los anchos hombros abarcaban por completo su uniforme azul y conservaba el abdomen tan plano como cuando jugaba de defensa en el equipo de rugby de la Academia. Los únicos cambios notables que los años habían dejado en él eran las arrugas en su rostro negro y la cabeza rapada, el ataque final contra su cuero cabelludo, que había empezado a volverse gris hacía una década.

Quinn pensó que parecía oler los problemas.

– Tenemos dos intrusos, señor, -informó señalando a la pantalla. Luego apuntó la mala noticia-. Se encuentran ya en el sector alfa cuatro.

El general no preguntó por los sensores del camino. Esa explicación vendría después y no cambiaría para nada la situación actual. En la guerra del Vietnam el general se había ganado la fama de jefe duro de un escuadrón que pilotaba Phantoms F6 de soporte a las tropas de tierra. Quinn había oído rumores sobre Gullick, el chismorreo habitual que circulaba incluso en aquella unidad militar tan secreta. Se decía que al general, cuando era un joven capitán, se lo conocía por haber lanzado, en su celo por aniquilar el enemigo, su artillería dentro de «la zona de peligro», esto es, dentro de la distancia de seguridad con respecto a las unidades de tierra amigas.

Si alguno de esos aliados resultaba herido durante la acción, Gullick argüía que de todos modos habría resultado herido en el combate en tierra.