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»Le cogí el arma, lo tomé por el cuello y lo saqué por la puerta. Una cosa es cierta, esta vez, la gente nos dejó pasar. Seguridad tenía un coche esperándonos, tiré a Rolf adentro y nos largamos. -Turcotte tomó un sorbo de café-. Luego supe que aquella noche Rolf había matado a cuatro civiles, incluida una chica de diecinueve años embarazada, y que había herido a tres personas más. Los informativos de la televisión lo explicaron como una reyerta interna del IRA, y todo el país estaba en estado de alerta para cazar a los asesinos. Pero no podían cazarlos ¿verdad? El asesino era el propio país.

«Durante un tiempo pensé que podrían entregarnos a Rolf y a mí, como chivos expiatorios, pero entonces se impuso el sentido común. Fui un estúpido al pensarlo. Si nos hubieran entregado, toda la operación antiterrorista habría salido a la luz, y los del poder no querían eso. Podrían haber perdido votos en las urnas. Así que ¿sabes qué hicieron? -Turcotte miró a Kelly con ojos rojizos. Ella respondió que no con la cabeza-. Hicieron una investigación, por supuesto. Es lo que corresponde entre militares. El general Gullick que vi en el Cubo fue uno de los militares nombrados para investigar el asunto. Por razones de seguridad, nunca vimos quién nos interrogaba, ni supimos sus nombres. Nos hablaron y luego hablaron entre ellos y ¿sabes qué decidieron? Nos dieron dos asquerosas medallas. Sí, una a Rolf y otra a mí. ¿Fabuloso verdad? Una medalla por asesinar a una mujer embarazada.

– Tú no la mataste -dijo Kelly suavemente.

– ¿Y eso importa? Formaba parte de aquello. Podría haberle dicho a Rolf que esperase. Podría haber hecho muchas cosas.

– Él era el comandante. Era su responsabilidad -arguyó Kelly recordando lo que su padre le había contado sobre el ejército y las operaciones secretas.

– Sí, ya sé. Yo sólo obedecía órdenes ¿verdad? -Kelly no supo qué decir a eso. El prosiguió-: Así fue como finalizó mi carrera en el ejército regular y en el cuerpo de élite. Me dirigí hacia el comandante norteamericano y le dije dónde podía meterse aquella medalla y, acto seguido, me devolvieron a los Estados Unidos. Pero primero tuve que apearme en Washington para entrevistarme con alguien.

A continuación Turcotte explicó a Kelly el encuentro con la doctora Duncan, las órdenes que le dio y la línea de teléfono desactivada.

– ¿Por qué te escogieron a ti?

– La persona apropiada en el momento oportuno -repuso Turcotte encogiéndose de hombros-. No hay muchos tipos como yo con acreditación de confidencialidad y que saben disparar un arma.

– No -repuso Kelly moviendo la cabeza en un gesto de negación-, te escogieron porque no aceptaste la medalla. A alguien le pareció, en algún lugar, que eras honrado. Y eso es todavía más raro que una acreditación de confidencialidad. -Kelly pasó la mano por encima de la mesa y le acarició la carne áspera de la palma-. Te jodieron, Turcotte.

– No -Turcotte negó con la cabeza-. Me jodí yo mismo en el momento en que empecé a creerme Dios con un arma. Pensé que yo tenía el control, pero sólo era un peón y me emplearon como a tal. Ahora ya sabes por qué me alcé contra mi comandante en Nebraska y lo maté, y por qué salvé a Von Seeckt, y no me importa si lo crees o no. Porque eso es algo entre yo y todos esos hijos de puta que manejan los hilos y permiten que la gente muera. Si me joden una vez, es culpa mía; si me joden dos, me rebelo.

Capítulo 18

EL CUBO, ÁREA 51. 96 horas.

– Estado -ordenó Gullick.

– Agitador número tres listo para despegar -informó Quinn-. Agitador número ocho también preparado y dispuesto. El Aurora está en estado de alerta. Nuestro enlace a la montaña Cheyene es directo y seguro. Si algo se mueve, podremos captarlo, señor.

– ¿General Brown? -preguntó Gullick.

El vicedirector de personal de las Fuerzas Aéreas tenía el entrecejo fruncido. Su conversación con el jefe en Washington no había tenido nada de divertido.

– He hablado con el jefe de personal y ha dado luz verde a los avisos, pero no estaba muy contento de ello.

– No me importa nada si estaba contento o no -repuso Gullick-. Lo único importante es que la misión está preparada.

Brown dirigió la mirada a la pantalla de su ordenador.

– Tenemos todas las bases y los aviones en estado de alerta para la persecución. Las zonas de peligro primarias y alternativas están dispuestas.

– ¿Almirante Coakley?

– El carguero Abraham Lincoln navega hacia el lugar donde el caza Fu se hundió. Tiene aviones en estado de alerta.

– Entonces estamos dispuestos -anunció Gullick-. Vamos a empezar.

Las puertas del hangar número dos se abrieron lentamente. Dentro del agitador número tres, el mayor Paul Terrent verificaba el panel de control, que era una combinación de los mandos originales y la tecnología humana añadida e incluía un enlace de comunicación vía satélite con el general Gullick y el Cubo.

– Todo listo -anunció.

– No me gusta hacer de cebo -indicó su copiloto, el capitán Kevin Scheuler.

Los dos estaban recostados en unas depresiones que había en el suelo del disco. La cabina tenía forma ovalada y medía unos tres metros y medio de diámetro. Podían ver el exterior desde todas las direcciones, pues las paredes internas dejaban ver lo que había fuera, como si no estuvieran ahí, otra característica del sistema que podían emplear y que no lograban comprender. Si bien este efecto resultaba muy práctico, era extraordinariamente desorientador y tal vez fuera el segundo gran obstáculo que los pilotos de prueba de agitadores habían tenido que salvar. Concretamente, mirar hacia abajo cuando la nave había ganado altura y parecía que el piloto estuviera suspendido en el aire, daba mucha impresión hasta que uno se acostumbraba a ella. Para esa misión los dos hombres llevaban unas gafas de visión nocturna en los cascos de vuelo, y el interior del hangar estaba iluminado con luces rojas para que la diferencia de luz con respecto al cielo nocturno fuera mínima.

Sin embargo, el gran obstáculo para pilotar aquella nave residía en las limitaciones físicas de los pilotos. El agitador era capaz de maniobras que la fisiología de los pilotos no podía soportar. En los primeros días del proyecto se produjeron desmayos, huesos rotos y otras lesiones, incluso una caída mortal. El disco quedó intacto mientras que al hacer impacto contra el suelo los pilotos, ya inconscientes, se convirtieron en protoplasma. El disco se recuperó, se limpió y quedó listo para volar. Los dos pilotos fueron enterrados con todos los honores; a sus viudas les dijeron que habían muerto al pilotar una nave experimental y les hicieron entrega de unas medallas postreras durante el funeral.