– Treinta y ocho mil. Está llegando al máximo -dijo Scheuler.
El mayor Terrent emitió un suspiro de alivio. Los controles empezaban a ir más lentamente. La altura máxima alcanzada por un agitador había sido de cincuenta mil trescientos metros; cuatro años antes aquello había sido un paseo salvaje. Por algún motivo, seguramente relacionado con el sistema de propulsión magnético que todavía no se había descubierto, a más de trescientos mil metros los discos empezaban a perder potencia.
La tripulación del disco que había llegado a la altura máxima experimentó la terrible experiencia de llegar al máximo mientras todavía intentaban ascender y luego sufrir una caída descontrolada antes de que el disco recuperase la energía.
– ¿Dirección? -preguntó Terrent concentrado en mantener el control.
– Suroeste -respondió Scheuler -Dirección dos, uno, cero grados.
– ¿Qué está haciendo? -preguntó Gullick.
– Duende en dirección dos, uno, cero grados -dijo Quinn-. En descenso en ruta de planeo, bajando a trescientos treinta mil metros. El número tres lo persigue de cerca. El número ocho está… -Quinn calló-. ¡El duende está cambiando de dirección!
– ¡Vaya! -exclamó el capitán Schleuder cuando las cosas cambiaron en su visor.
– ¿Qué? -Los controles en manos del mayor Terrent eran cada vez más firmes. Ya estaban casi por debajo de los trescientos mil metros.
Scheuler se puso en acción.
– ¡Peligro de colisión!
– Indíqueme la dirección -exclamó Terrent.
– Giro a la derecha -se aventuró a decir Scheuler.
En la pantalla grande, los puntos rojo y verde describieron una curva en la misma dirección y se fundieron. Gullick se puso en pie clavando los dientes en el puro.
Scheuler vio cómo el caza Fu se colocaba directamente sobre sus cabezas, a menos de tres metros. Un haz de luz blanca se desprendió de la pequeña bola brillante, alcanzó el disco y lo atravesó.
– ¡Fallo del motor! ¡Sin control! -informó Terrent. Ambos sintieron cómo su peso se volvía más ligero al ser agitados hacia arriba y luego despedidos hacia abajo.
– Veintisiete mil metros y en caída libre -dijo Scheuler mirando el visor.
La palanca y el mando se movían sin control en las manos de Terrent.
– Nada. No hay energía.
Miró a Scheuler. Ambos hombres mantenían su disciplina externa pero sus voces revelaban su miedo.
– Veintiséis mil -dijo Scheuler.
– El agitador número tres va en descenso sin control -informó Quinn-. No tiene energía. El platillo número ocho y el Aurora prosiguen todavía la caza.
El punto verde que representaba el caza Fu se desplazó bruscamente en dirección al suroeste.
– Veintiún mil -informó Scheuler.
Terrent soltó los mandos, que ya no servían para nada.
– Diecisiete mil.
El duende atravesará la frontera mexicana en dos minutos -informó Quinn.
– Agitador número ocho, aquí Cubo Seis -dijo Gullick por el micrófono que llevaba-. ¡Atrapen a ese hijo de puta!
Con la gravedad de la Tierra como única energía, el agitador número tres se desplomaba a una velocidad terminal. Habían volcado hacia un lado, y los cuerpos de los dos hombres se inclinaron bruscamente hacia abajo.
En realidad, bajaban más lentamente de lo que habían subido, pensó Scheuler, mientras miraba el contador del visor digital que tenía ante sí. Se sintió extrañamente indiferente; sus años de entrenamiento como piloto mantenían a raya el pánico. Por lo menos, no daban volteretas en el aire.
Scheuler dirigió una mirada interrogante a Terrent.
– Catorce mil. -Terrent comprobó de nuevo los controles-. Todavía, nada.
– Treinta segundos para la frontera -dijo Quinn.
Confirmó las malas noticias que mostraba la pantalla. La distancia entre el duende y el agitador número ocho aumentaba en lugar de disminuir, a pesar de que la tripulación del disco lo estaba forzando hasta el máximo que podía soportar.
Gullick escupió los restos de su puro.
– Agitador número ocho, aquí Cubo Seis. Se cancela la operación. Repito. Se cancela la operación, regrese a casa. Aurora, prosiga la caza. Cambio.
– Aquí agitador número ocho, Roger. Cambio.
– Aquí Aurora, Roger. Cambio.
En la pantalla, el platillo número ocho desaceleró rápidamente y volvió de nuevo hacia el espacio aéreo sobre los Estados Unidos. El Aurora continuó persiguiendo al duende.
– Alerte al Abraham Lincoln para proseguir la persecución -ordenó el general Gullick al almirante Coakley. Por fin el general fijó su mirada en la parte superior de la pantalla. El punto verde que representaba el agitador número tres todavía estaba quieto.
– ¿Altura? -preguntó.
Quinn supo a lo que se refería.
– Nueve mil metros. Todavía sin energía. Caída sin control.
– ¿Situación del equipo de recuperación Nightscape? -preguntó Gullick.
– En el aire, hacia el área de impacto prevista -respondió Quinn.
– Voy a inicializar a los seis mil -dijo Terrent con la mano de nuevo en la palanca roja-. Todo despejado.
Scheuler apartó el teclado y la pantalla de sus rodillas mientras Terrent hacía lo mismo.
– Despejado.
– Cable arriba -ordenó Terrent.
Scheuler pulsó un botón al lado de su asiento. Por detrás de ambos se tensó un cable sujeto del techo y su punto de anclaje se deslizó por un canal fijado en el suelo hasta detenerse exactamente entre las dos depresiones en las que los hombres estaban sentados.
– Enganche -ordenó Terrent.
Scheuler buscó en el bolsillo del cinturón de su traje de aviador y sacó una llave de bloqueo y la hizo pasar por el cable de acero, justo encima de donde Terrent había colocado la suya. Se aseguró de que estuviera activada y la enroscó con fuerza. A continuación hizo pasar la banda de nilón al arnés que tenía en el torso, asegurándose de que no estuviera obstruido.
– Enganchado -confirmó. Miró a su visor-. Siete mil.
Terrent tocó los controles una última vez y los probó. No respondían. Miró a Scheuler.
– ¿Estás listo, Kevin?
– Listo.
– Abriendo escotilla en Tres. Uno. Dos. Tres. -Terrent bajó la palanca roja y los pernos explosivos de la escotilla situados en el otro extremo del cable abrieron la escotilla. Esta salió rodando y el aire frío de la noche penetró en un silbido.
– ¡Fuera! -gritó Terrent.
El capitán Scheuler se desabrochó los tirantes del hombro e, impulsándose, se deslizó hacia arriba por el cable y se golpeó contra el techo del disco. Una vez que se orientó, miró a Terrent abajo, que todavía estaba en su asiento. Luego se soltó y fue engullido por la escotilla; entonces la tira de nilón llegó a su final y abrió el paracaídas sobre el que había estado sentado. Cuando el paracaídas terminó de abrirse, el disco ya se había perdido en la oscuridad de la noche.
Miró alrededor, pero no vio el brillo de una tela blanca más abajo.
Las manos del mayor Terrent estaban a punto de desabrochar los tirantes del hombro cuando su instinto de piloto lo obligó a una última comprobación. Se inclinó y tocó los controles. Había algo, una respuesta muy débil. Entonces centró de nuevo el interés en la nave y empezó a luchar con los controles.
– Tres mil metros -dijo Quinn. Miró la pantalla del ordenador y pulsó varias teclas-. Se advierte un ligero cambio en la velocidad de bajada del agitador número tres.
– Creía que había dicho que las lecturas indicaban que se había hecho explotar la escotilla y que los pilotos habían iniciado la huida -dijo Gullick.
– Sí, señor, ya no hay escotilla, pero… -Quinn comprobó los datos que le enviaban los satélites y el propio agitador número tres-. ¡Señor! Se está deteniendo.
Gullick asintió pero de nuevo dirigió su atención a la pantalla y a aquel punto verde, que ahora se encontraba en el Pacífico, en el extremo oeste de Panamá.