Выбрать главу

EL CUBO, ÁREA 51.

El general Gullick miraba fijamente los rostros ojerosos que había en torno a la mesa de reuniones. Había dos asientos vacíos. La doctora Duncan no había sido informada, o invitada, a las actividades nocturnas y Von Seeckt, naturalmente, no estaba. El mayor Quinn, en calidad de técnico para la presentación de información, estaba sentado en un lugar separado de la mesa, frente a una consola de ordenador situada a la izquierda de Gullick.

– Caballeros -empezó Gullick-, tenemos un problema justo en un momento muy delicado. El agitador número tres ha caído con una baja en White Sands. Tenemos también seis tripulaciones de avión que están presentando informes sobre los acontecimientos de esta noche. Y todo lo que hemos conseguido a cambio de estas posibles fisuras en seguridad es una repetición de los acontecimientos de la noche pasada. Ahora disponemos de más fotografías de ese caza Fu para añadir a nuestros archivos y tenemos casi exactamente la misma localización en el océano Pacífico en que desapareció.

Gullick hizo una pausa y se reclinó en su butaca, mientras jugaba con los dedos.

– Esa cosa, esa nave, ha superado lo mejor que tenemos para hacerle frente, incluso los sistemas propios de aquí. -Miró al doctor Underhill-. ¿Tiene alguna idea de lo que provocó en el agitador número tres?

El representante del laboratorio de propulsión de naves sostenía un amasijo de papeles telemétricos.

– No hasta que tenga la oportunidad de ver el registrador de vuelo y hablar con la tripulación superviviente. Todo lo que puedo concluir a partir de esto -dijo agitando los papeles- es que se produjo una pérdida total de energía en el agitador número tres vinculada a una colisión inminente con el caza Fu. La pérdida de potencia duró un minuto y cuarenta y seis segundos. Luego recuperó un poco de energía, pero resultó insuficiente para que el piloto lograra compensar la velocidad terminal de la nave.

El doctor Ferrell, el físico, se aclaró la garganta antes de intervenir:

– Como no comprendemos el funcionamiento exacto del sistema de propulsión de los discos, resulta doblemente difícil para nosotros intentar averiguar qué hizo el caza Fu para provocar el impacto en el agitador número tres.

– ¿Qué tal si hablamos de algo que sí entendemos? -preguntó Gullick-. Ciertamente sabemos cómo funcionan los helicópteros.

– Así es -asintió Underhill-. He estudiado los restos del AH6 que se estrelló en Nebraska y lo único que he podido constatar es que sufrió una avería completa del motor. No hubo avería en la transmisión, ni en el sistema hidráulico, puesto que, en ese caso, nadie habría sobrevivido al siniestro. El motor dejó de funcionar, sin más. Tal vez a causa de algún tipo de interferencia eléctrica o magnética. El piloto todavía está en coma y no he podido hablar con él. Tengo algunas teorías, pero por el momento no tengo ni idea de cómo el caza Fu pudo causar el cese de funcionamiento del motor de la nave.

– ¿Alguien -dijo Gullick con énfasis- tiene alguna idea de qué son esos cazas Fu y quién hay detrás de ellos?

Un largo silencio sobrevino en la mesa de reuniones.

– ¿Alienígenas?

Las diez cabezas se giraron y miraron al único hombre que no ocupaba una butaca de piel. El mayor Quinn parecía querer hundirse detrás del ordenador portátil.

– ¿Puede repetirlo, por favor? -dijo Gullick con su tono grave de voz.

– Podrían ser alienígenas, señor -volvió a decir Quinn.

– ¿Está usted diciendo que los cazas Fu son ovnis? -dijo el general Brown con desdén.

– Por supuesto que son ovnis -interrumpió el general Gullick con una aspereza en la voz que sorprendió a los presentes en la sala-. Son objetos reales, ¿no? Vuelan, ¿verdad? No sabemos qué cono son, ¿eh? Pues eso los convierte en objetos voladores no identificados. -Dio un golpe en la mesa con la palma de la mano-. Caballeros, para el resto del mundo, aquí cada semana hacemos volar ovnis. La pregunta que quiero que me respondan es quién pilota los ovnis que nosotros no pilotamos. -Volvió el rostro hacia Quinn-. ¿Y usted cree que son alienígenas?

– No tenemos indicios de que nadie en la Tierra disponga de la tecnología necesaria para fabricar esos cazas Fu, señor -repuso Quinn.

– Sí, mayor, pero me juego lo que quiera a que los rusos tampoco creen que disponemos de la tecnología para fabricar los agitadores. Y, de hecho, así es -susurró Gullick-. Mi pregunta es ¿hay alguien más que haya descubierto alguna tecnología como la que tenemos aquí?

– Si no recuerdo mal -intervino Kennedy, el representante de la CÍA, inclinándose hacia adelante-, en los informes se decía que en las tablas había otros emplazamientos que nunca hemos podido investigar.

– La mayoría de esos lugares eran yacimientos antiguos -dijo Quinn rápidamente-, pero el hecho es que en ellos hay más runas superiores. ¿Quién sabe lo que podría estar escrito allí? No hemos podido descifrar esa escritura. Sabemos que los alemanes lograron descifrar alguno, pero aquello se perdió durante la Segunda Guerra Mundial.

– Está perdido para nosotros -corrigió Gullick-. Y tampoco es cierto que los alemanes hayan sido capaces de comprender las runas superiores. Es posible que hayan utilizado un mapa, como cuando fuimos a la Antártida y descubrimos los otros siete agitadores. Recuerden -añadió- que sólo hace ocho meses que descubrimos lo que había en Jamiltepec.

Aquello llamó la atención del mayor Quinn. Nunca había oído hablar de Jamiltepec ni de un descubrimiento relacionado con el proyecto Majic12. Pero ése no era el momento de sacar a relucir el tema.

– Hemos de tener en cuenta -dijo Kennedy inclinándose hacia adelante- que los rusos obtuvieron bastante información a finales de la Segunda Guerra Mundial. Al fin y al cabo, ellos pudieron examinar todos los archivos de Berlín. También sabían lo que estaban haciendo cuando ocuparon Alemania. Si la gente supiera la lucha que se libró entre nosotros y los rusos por el personal científico del Tercer Reich…

El último comentario le costó al representante de la CÍA una mirada severa del general Gullick, y Kennedy cambió enseguida de tema.

– Lo que quiero decir -dijo Kennedy rápidamente- es que tal vez los rusos descubrieron su propia tecnología en la forma de esos cazas Fu. En fin de cuentas, no disponemos de informes de que la aviación rusa tropezara con ellos durante la guerra. Y resulta bastante sospechoso que el Enola Gay fuera escoltado durante su trayecto hasta Hiroshima. Truman informó a Salín de que se iba a lanzar la bomba. Tal vez quisieron saber qué estaba ocurriendo e intentaron averiguar todo lo que podían sobre ella.

– Piensen que en mil novecientos cincuenta y siete lograron poner en órbita el Sputnik. -El general Brown estaba convencido de la teoría de Kennedy-. Mientras nosotros nos partíamos los huevos con los agitadores y no nos esforzábamos en nuestro propio programa espacial con la agresividad que deberíamos haberlo hecho, tal vez ellos estuvieran trabajando en esos cazas Fu y lograron rediseñarlos con algo más de éxito que nosotros. Mierda, esos malditos Sputniks eran muy parecidos a estos cazas Fu.

– ¿Dispone de información que pudiera estar vinculada con esto? -preguntó Gullick volviéndose hacia Kennedy.

– Hay varias cosas que podrían ser significativas -repuso Kennedy frotándose la barbilla-. Sabemos que llevan varias décadas efectuando pruebas secretas de vuelo en su base de Tiuratam, al sur de Siberia, y nunca hemos podido vencer su seguridad y penetrar allí. Lo hacen todo por la noche e incluso con imágenes infrarrojas de satélite colocados encima. No hemos podido averiguar lo que tienen. Así que podrían hacer volar cazas Fu.

– Pero esas cosas se hundieron en el Pacífico -apuntó el general Brown.

– Es posible que los lancen y luego los recuperen con un submarino -dijo el almirante Coakley-. Sus submarinos de la clase delta son los mayores del mundo. Estoy seguro de que pueden haber modificado uno para tratar este tipo de cosas.