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– ¿Hay algún signo de actividad submarina de los rusos en el lugar? -preguntó el general Gullick.

– Ninguno. El último informe que tengo es que nuestros barcos se encontraban en posición y que se estaban preparando para enviar un submarino ahí abajo -respondió Coakley.

El mayor Quinn tuvo que asir con fuerza su ordenador para recordarse a sí mismo que estaba despierto. Le costaba creer que los hombres de la mesa de reuniones hablasen así. Parecía como si hubieran reducido a la mitad su coeficiente intelectual y hubieran añadido una dosis de paranoia.

Gullick volvió a dirigir su atención hacia Kennedy y le hizo una señal para que continuase.

– Es posible que esto no tenga nada que ver con esta situación, pero es lo último que hemos descubierto -dijo Kennedy-. Sabemos que los rusos están trabajando con cerebros humanos conectados directamente a un hardware informático. No sabemos de dónde han obtenido la tecnología para hacerlo. Va mucho más allá de lo que se ha hecho en Occidente. Esos cazas Fu, evidentemente, son demasiado pequeños para llevar una persona, pero es posible que los rusos hayan colocado uno de esos bioordenadores empleando para ello un sistema de vuelo magnético semejante al que tenemos en los discos. O, una posibilidad más sencilla, que esas naves puedan ser controladas de forma remota desde una sala como la que tenemos aquí.

– No hemos captado ningún enlace de radio con los cazas Fu -dijo el mayor Quinn intentando reconducir la discusión a una base de mayor sensatez-. Lo habríamos captado, a no ser que se tratase de un enlace láser vía satélite con haz limitado. Sin embargo, este tipo de haz hubiera sido muy difícil de mantener sobre el caza Fu dada su velocidad y su rapidez de maniobra.

– ¿Von Seeckt podría haberse cambiado de bando? -preguntó de repente Gullick-. Sé que ha estado aquí desde el principio, pero recordemos de dónde procede. Tal vez por fin los rusos lo ganaron para su causa o podría haber estado trabajando para ellos durante todo este tiempo.

– Lo dudo -repuso Kennedy frunciendo el entrecejo-. Hemos aplicado la seguridad más estricta sobre todo el personal de Majic12.

– Bien. ¿Y qué hay de ese tipo, Turcotte, y de la periodista? ¿Alguno de los dos podría estar trabajando para el otro lado?

Quinn se sobresaltó al recordar el mensaje interceptado de la doctora Duncan al jefe de personal de la Casa Blanca. Posiblemente Gullick no lo habría leído. De nuevo decidió mantenerse quieto, para evitarse una bronca.

– Tengo a mi gente trabajando en ello -dijo Kennedy-. Pero hasta ahora no hemos encontrado nada.

– Veremos lo que el almirante Coakley encuentra en el Pacífico. Tal vez eso logre resolver el misterio -dijo Gullick-. Por el momento, nuestras prioridades son esterilizar el punto de impacto en White Sands y continuar la cuenta atrás para la nave nodriza.

El mayor Quinn se había puesto a trabajar en su ordenador, donde podía leer los datos de los distintos miembros del proyecto diseminados por los Estados Unidos y el mundo. Se tranquilizó cuando empezó a aparecer información.

– Señor, tenemos algunas noticias de Von Seeckt -dijo el mayor a Gullick, quien le hizo un gesto para que continuase-. La vigilancia en Phoenix ha localizado a Von Seeckt, a Turcotte y a Reynolds, esa periodista.

– ¿Phoenix? -preguntó Gullick.

– Sí, señor. Cuando supe que Reynolds había preguntado por el periodista que intentó infiltrarse la noche anterior, ordené vigilar su apartamento. El equipo de vigilancia se puso en marcha este atardecer. Han descubierto ya a los tres objetivos en el apartamento y solicitan instrucciones.

– Que los atrapen a los tres y los lleven a Dulce -ordenó Gullick.

Quinn hizo una pausa antes de enviar la orden.

– Hay algo más, señor. Los hombres que enviamos a comprobar las habitaciones de Von Seeckt han encontrado un mensaje en su buzón de voz que podría ser importante. Era del profesor Nabinger.

– ¿Y qué era ese mensaje? -preguntó el general Gullick.

– «Profesor Von Seeckt -leyó Quinn en la pantalla-, me llamo Peter Nabinger. Trabajo en el departamento de egiptología del museo de Brooklyn. Me gustaría hablar con usted sobre la gran pirámide, en la que creo ambos tenemos interés. Acabo de descifrar algunas palabras de la cámara inferior en la que me parece que usted estuvo hace tiempo. Son las siguientes: poder sol; prohibido; lugar origen, nave, nunca más; muerte a todos los seres vivientes. Es posible que usted pueda ayudarme con la traducción. Le ruego me deje un mensaje en mi buzón de voz para saber cómo contactar con usted. Mi número de teléfono es dos uno dos, cinco cinco cinco, uno cuatro siete cuatro.»

– Si ese Nabinger sabe algo sobre Von Seeckt y la gran pirámide… -empezó a decir Kennedy. Un gesto de la mano de Gullick lo detuvo.

– Estoy de acuerdo en que podría ser peligroso. -Gullick estaba excitado-. Pero puede ser de gran importancia el hecho de que Nabinger sea capaz de descifrar las runas superiores. Si es así, tal vez nosotros podríamos… -Gullick se detuvo-. ¿Su gente comprobó si Von Seeckt había contactado con Nabinger?

– Sí, señor -asintió Quinn-. Von Seeckt llamó al buzón de voz de Nabinger a las ocho y treinta y seis y dejó un mensaje indicándole un lugar donde encontrarse al día siguiente, es decir, esta mañana -se corrigió al ver el reloj digital de la pared.

– ¿El lugar?

– El apartamento de Phoenix -respondió Quinn.

Gullick sonrió por vez primera en veinticuatro horas.

– Así que en unas pocas horas habremos cazado a nuestros pajaritos en un nido. Excelente. Póngame en línea directa con el jefe de Nightscape en la base de Phoenix.

ZONA DE MISILES DE WHITE SANDS, NUEVO MÉXICO.

El motor de la grúa crujía como si protestase, pero la tierra cedía con el cable y, palmo a palmo, el agitador número tres iba saliendo del agujero. En cuanto quedó despejado, el operador de la grúa lo hizo girar hacia la derecha de forma que colocó el disco en la plataforma plana que aguardaba. Bajo la luz del arco de focos que se había erigido rápidamente, el coronel Dickerson comprobó que el revestimiento externo del disco no parecía haber sufrido siquiera un rasguño.

En cuanto el agitador número tres estuvo sobre el camión, Dickerson se asió a un lado de la plataforma y trepó por la cubierta de madera y luego, por el lado inclinado de la nave. Su ayudante de campo y el capitán Scheuler lo seguían. Balanceándose con cuidado, Dickerson subió lentamente hasta llegar a la escotilla que Scheuler había tirado a tres kilómetros por encima de sus cabezas.

El interior estaba oscuro y el motor desconectado. Con una linterna halógena que llevaba en el cinturón, Dickerson iluminó el interior. A pesar de haber participado en dos guerras y haber visto sangre, la escena que vio lo estremeció.

– ¡Dios mío! -musitó Scheuler, que se hallaba situado detrás del coronel.

La sangre y los restos del mayor Terrent estaban esparcidos por todo el interior. Dickerson se sentó con la espalda contra la escotilla e intentó controlar su respiración mientras Scheuler vomitaba. Dickerson había sido controlador aéreo en la avanzada durante la operación Tormenta del Desierto y había visto la destrucción causada en la autopista norte a la salida de Kuwait al final de la guerra. Pero aquello era guerra y los cuerpos eran los del enemigo. «Maldito Gullick», pensó. Dickerson asió los extremos de la escotilla y empezó a entrar.

– Vamos -ordenó a Scheuler, quien lo siguió con cautela-. Compruebe si todavía funciona. -Dickerson prefería mil veces volar con eso de regreso a Nevada que tener que cubrirlo y llevarlo por carreteras secundarias de noche.

Scheuler miró a la depresión cubierta de sangre y vísceras que había ocupado Terrent.

– Más tarde podrá darse una ducha -se forzó a decir Dickerson-. Ahora necesito saber si disponemos de energía y no tenemos tiempo para limpiar esto.